Bertrand Russell (1872-1970), filósofo, matemático, escritor y premio nobel de literatura, era un reconocido ateo. En cierta ocasión le preguntaron qué le diría a Dios si, tras su muerte, comprobaba que, efectivamente, existía. La respuesta de Russell fue tan sencilla como clara: "Le diría que no era evidente."
Digámoslo tan claramente como Russell: no hay una sola prueba de la existencia de Dios. Por no haber, no hay ni siquiera una mínima evidencia. Puede que la existencia del mundo, del universo, sea inexplicable o muy difícil de entender y, por tanto, de aceptar por la vía de la evolución. Pero trasladar su existencia a la creación por parte de Dios no lo hace más inteligible, lo que se consigue con ello es trasladar el problema, porque la pregunta que surge de forma inmediata es: ¿Y a Dios quién lo creo? Las religiones responden que Dios existe desde siempre. Bien, puede ser, ¿pero qué impedimento hay para que, en lugar de Dios, al que hay que recurrir, sea el universo, incluida la Tierra, el que exista desde siempre en sus diferentes y sucesivos estados?
Poner la existencia del mundo en manos de Dios, cuando no tenemos de Él la menor prueba, conduce, inexorablemente, a la necesidad de creer. La práctica de la religión exige la fe por parte del fiel. Sin fe, en realidad, no hay religión, una fe que, para colmo, en el cristianismo, al menos, es gracia que Dios, de cuya existencia no tenemos pruebas, repitámoslo, concede al creyente potencial.
El cristianismo, para centrarnos en la religión dominante en nuestro país, nace a partir de la figura de Jesús de Nazaret, del que los evangelios cuentan que murió y resucitó, y al que la Iglesia denomina Cristo, una palabra de origen griego que viene a significar El Ungido. Los evangelios cuentan mucho más, aunque, para empezar no puede decirse que haya unanimidad entre los distintos textos ni contradicciones y relatos increíbles en el interior de cada uno de ellos. Pero hay algo más importante aún: A pesar de los evangelios, los cuatro autorizados por la Iglesia y otro buen número considerados apócrifos, esto es, falsos o de muy dudosa veracidad para la Iglesia, no hay pruebas fehacientes de la existencia real de Jesús.
Yo sé que más del noventa y nueve por ciento de los historiadores y eruditos que han estudiado el asunto dan por cierta su existencia, con distintas justificaciones. Antonio Piñero, por ejemplo, sin duda, el historiador que en España mejor conoce la época y los textos y uno de los más prestigiosos del panorama internacional, afirma que, históricamente y grosso modo, los evangelios responden a la verdad, porque cuentan cosas que van contra el propio cristianismo, es decir, hablando llanamente, que los evangelistas tiran piedras contra su propio tejado. Ahora bien, Antonio Piñero no es novelista y no conoce las dosis de imaginación y hasta de mala leche que puede derrochar un novelista para embrollar una historia, con objeto de darle verosimilitud.
Pero más allá de la creencia tanto de Antonio Piñero como del resto de los eruditos, hay en los evangelios ciertos pasajes que, en relación con la existencia real de Jesús, a mí me llenan de perplejidad. Uno de ellos es el de la entrada triunfal en Jerusalén, hecho que la Iglesia conmemora en el Domingo de Ramos. Lo cuenta Mateo (21, 8-10): Jesús montaba un borriquillo, que nadie había montado antes y "la gente, muy numerosa, extendió sus mantos por el camino; otros cortaban ramas de los árboles y las tendían por el camino. Y la gente que iba delante y detrás de él gritaba: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas! Y al entrar él en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió. ¿Quién es este?, decían. Y la gente respondía: Este es el profeta Jesús, de Nazaret de Galilea." Y, poco después, se produce la expulsión de los mercaderes del templo.
Es decir, estamos ante un suceso público de gran magnitud para la época, que conmueve no a cualquier ciudad, sino a Jerusalén, el centro histórico del judaísmo y más especialmente en aquellos momentos, ¡y nadie, absolutamente nadie, salvo los evangelistas, cuentan nada al respecto!, ni siquiera Josefo, el gran historiador judío, tan minucioso.
A partir de aquí y hasta la muerte y la pretendida resurrección es ya imprescindible la fe, pero fe no en Jesús, que no dejó nada escrito, sino en los evangelistas, hombres como tú y como yo, con unos intereses específicos que los empujan a escribir, cada uno por su cuenta, una historia que sólo ellos pueden saber cuánto de verdad y cuanto de invención o de exageración hay en ella, hombres que, además, ni siquiera fueron discípulos de Jesús.
Y toda la historia coronada por la inverosímil resurrección, tan difícil, si no imposible, de creer para cualquier persona que se detenga un momento a pensarlo, sobre todo, si se añade que la resurrección propiamente dicha no se relata, lo que se relata es que cuando unas mujeres llegaron para ungir el cadáver encontraron la tumba vacía. Es decir, hay que creer, una vez más, y para creer es necesario renunciar a la razón, como sostienen, entre muchísimos otros, personajes tan dispares como San Agustín y Lutero.
Ya mucho tiempo antes de estos dos, sobre todo del segundo, Tertuliano (160-220) había soltado una primera frase realmente explosiva: "Creo porque es absurdo." Y, absurdo sí que es, más si se añade que, tras la resurrección, Jesús no se muestra públicamente, como sería lo lógico, que menos que presentarse ante pilatos y decirle: Me habéis matado, pero, como puedes ver, aquí estoy, he vencido a la muerte, he resucitado. No se muestra a las multitudes que, según los evangelistas, lo seguían y para las que, sin duda, habría supuesto una enorme alegría encontrárselo de nuevo. Sólo se aparece a unas pocas y desperdigadas personas y no como un hombre, sino más bien como un ectoplasma. Si la secuencia es real, si sucedió como lo cuenta el evangelista, entonces, ¿qué quieren que les diga?, a mí tal inhibición, que obliga necesariamente a creer, me parece ya hasta mala leche, porque, según la propia enseñanza cristiana, no estamos aquí por capricho, sino porque hemos sido creados por Dios, es decir, por el propio Jesús en su faceta divina.
Todo esto lo que prueba realmente, al menos para mí, es que de la existencia histórica de Jesús no hay más pruebas que las contenidas en los evangelios y cabe recordar que, aparte de estar escritos por sus seguidores, los ejemplares más antiguos que existen datan del siglo IV y son todos copias de copias.
Imágenes.- Internet.
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