jueves, 28 de julio de 2022

VIVA LA GUERRA


De tanto repetirnos y repetirnos que el ser humano necesita encontrar el sentido de la vida, ahí vamos como autómatas metidos sin pensar en esa búsqueda, retorciéndonos no sólo el cerebro, sino hasta la nariz y el "diodeno", como diría Chiquito de la Calzada. Desde muy pequeñitos nos lanzan por un tobogán interminable en cuya cabecera se encuentra siempre la religión, es decir, los hombres, porque son sobre todo hombres, que de ella viven. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Adónde vamos?, nos repiten una y otra vez mientras nos deslizamos pendiente abajo tratando de encontrar una respuesta. Nos machacan, sobre todo, con la última, la más inquietante, ¿adónde vamos? No pocos de estos controladores religiosos se disfrazan de filósofos y hasta inventan sistemas en los que a primera vista la religión no existe o no se tiene en cuenta, hasta que, en el momento menos esperado, dan un giro y, ¡zas!, el sistema termina justamente en el divino Dios.
Una vez introyectada la necesidad de encontrar el sentido de la vida, cualquier medio es válido y aceptable para proceder a su búsqueda. Así, la británica Karen Armstrong, gran experta en religión comparada, miembro prominente del grupo de la Alianza de Civilizaciones y, en 2017, premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales, rizando el rizo y retorciendo los hechos hasta llevarlos enteramente a su terreno, en su libro Campos de Sangre y a propósito de la caza en la prehistoria, en la que un pequeño, diminuto, grupo humano se enfrenta con armas rudimentarias a un animal gigantesco, por ejemplo, un mamut, esa señora afirma que: "...estas persecuciones violentas se percibían como actividades religiosas naturales, por muy extraño que parezca a nuestra comprensión actual de la religión (es decir, porque lo digo yo). Las personas, especialmente los hombres, experimentaban un poderoso vínculo con sus compañeros guerreros (guerreros, no cazadores, dice la señora), una intensa sensación de altruismo al poner su vida en peligro por los demás y la sensación de vivir con más plenitud."
Yo no sé cómo puede conocer la señora especialista los sentimientos que embargaban a nuestros antepasados prehistóricos en una situación de peligro como esta, pero por si fuera poco el retorcimiento interpretativo de las pinturas que esos mismo cazadores dejaron en las cuevas en las que habitaban, doña Karen no tiene reparos en echar mano de una cita de Chris Hedge, corresponsal de guerra del The New York Times que dice lo que sigue:
"La guerra hace que el mundo sea comprensible, un cuadro en blanco y negro que divide a buenos y malos (a recordar: los buenos son los del Séptimo de Caballería, los malos los indios). Suspende el pensamiento, en especial el pensamiento autocrítico (es decir, la conciencia de la bondad o maldad de nuestros actos, las cosas por su nombre). Todos se inclinan ante el esfuerzo supremo. Somos uno. La mayoría de nosotros acepta la guerra con gusto (la negrita es mía) siempre y cuando pueda enmarcarse en un sistema de creencias que postule el sufrimiento subsiguiente como algo necesario para un bien superior, pues los seres humanos no sólo buscan felicidad, sino también el sentido. Y por desgracia, a veces la guerra es la herramienta más poderosa de que dispone la sociedad humana para alcanzar el sentido."
Que en pleno siglo XXI, con lo que se conoce ya del cerebro y de nuestras capacidades para controlar la violencia y llegar a entendimientos pacíficos, tengamos que leer todavía alegaciones guerreras como esta y que una señora como Karent Armstrong, que no sólo es experta, sino defensora de la religión, reciba el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales da idea de cómo se mantienen y actúan sobre la sociedad los grandes manipuladores y controladores del rebaño humano. 
Al señor periodista se le han olvidado varias cosas. La primera, quizás, que para alcanzar el sentido de la vida lo mejor es hacerse miembro de la OTAN, porque seguro que no van a ser guerras lo que nos va a faltar. Mi padre, que, como ya he dicho alguna vez en este mismo medio, hizo la guerra del treinta y seis en la legión no contaba nada de ella, sólo una mínima, aunque rocambolesca, historia de cómo y por qué había llegado a la legión. Pero en cierta ocasión, le oí comentar con un familiar que en aquella guerra él cambiaba agua por coñac. Tal vez se le escapara, porque fue un comentario fugaz, pero de él yo deduje que el ardor de los soldados en el combate debía deberse a la ración de alcohol que le facilitaban y no a ideal alguno, puesto que, a despecho del comentario del señor periodista de más arriba, la práctica totalidad de los seres humanos no desean morir y a muy, pero a que a muy pocos les satisface matar. Si al alcohol le añadimos la arenga de los mandos la desaparición del pensamiento autocrítico está servida y entonces, sí, lo que aparece es la sed de sangre y el ansia de matar a quién, por el mismo camino que tú, anhela matarte a ti. Aquella intuición no tardé demasiado en corroborarla a través de mis lecturas al respecto.
Bien, pues por mucho que se empeñen los pensadores y dirigentes del cotarro religioso, por más que se empeñen filósofos y teólogos, lo único que de verdad conocemos de Dios es su silencio, un silencio aplastante, abrumador, continuo e interminable. Por consiguiente, en el asunto de la búsqueda del sentido de la vida es más que conveniente aplicar la navaja de Ockham y decir lo que Laplace le dijo a Napoleón: No, sire, Dios no es necesario en mi sistema."
La proposición buscar el sentido de la vida, es una proposición malévola que interesa sobremanera a los dirigentes religiosos, al señor obispo de Córdoba, por ejemplo, gran inventor de bulos, entre otras cosas, a los miembros de la Conferencia Episcopal y a personas en general que viven no por la religión, sino de la religión. 
Nacida de un farragoso azar, en lo que hoy parecen estar de acuerdo la mayoría de los científicos, la vida no tiene, no puede tener sentido alguno. Sencillamente es. Y punto. Surgida, además, en un medio hostil, en el que los individuos nacen y mueren, porque aquello mismo que los alimenta es lo que los mata, su único objetivo es mantenerse trasmitiéndose de unos seres a otros, adaptándose y evolucionando. La pregunta, pues, ¿de dónde venimos? queda contestada de este modo. La respuesta a la pregunta ¿qué hacemos aquí?, no es otra sino la de transmitir nuestros genes, esto es, transmitir la vida, cosa que hacemos todos los seres vivientes incluidos los humanos, ese y no otro es nuestro principal y único objetivo, todo lo demás es accesorio y, desde luego, innecesario para la vida. La pregunta que al día de hoy sigue sin respuesta es ¿adónde vamos? Pero ni debemos inquietarnos ni, mucho menos, atender a la respuesta que sostienen los representantes y vividores religiosos, porque no tienen prueba alguna de esa respuesta. No debemos inquietarnos, porque lo más probable es que no vayamos a ningún sitio. En cualquier caso, dejemos a la ciencia que siga investigando, pues será de ella de quien nos llegue la respuesta correcta, si es que realmente existe.
El sentido de la vida no lo vamos a encontrar nunca, aunque busquemos y busquemos, mucho menos en esa infernal brutalidad que representa la guerra, donde lo que se desatan realmente son los peores instintos de la especie humana, alojados en el cerebro reptiliano que seguimos poseyendo. Y no lo vamos a encontrar porque, como ya he dicho y repito, la vida carece por completo de sentido, no tiene lógica ni fundamento.
Otra cosa absolutamente distinta es darle un sentido a nuestra vida. Todos los animales, incluidos los superiores, se limitan a vivir y a luchar por su supervivencia. Dotado a lo largo de la evolución de la capacidad de pensar en sí mismo y en su entorno, únicamente el animal humano, siempre insatisfecho, puede, si no es capaz de limitarse tranquilamente a vivir, darle un sentido a su vida, cualquiera, el que le parezca mejor, material o espiritual, eso carece de importancia, lo importante es que ese sentido será único y personal, cada persona tendrá el suyo propio, porque lo contrario, tratar de imponer a los demás el sentido que yo le doy a mi vida sería caer precisamente en la misma dictadura mental y uniformista  que pretenden los vividores de la religión.

Imágenes de internet


 

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