martes, 19 de julio de 2022

EN LA ZONA DEL MAL

 
¿Qué haría usted si tuviera el poder de lograr que todos los seres humanos que nacieran a partir de este momento carecieran por completo de maldad, de modo que sólo pudieran hacer el bien? ¿Ejercería ese poder o preferiría que el mundo siguiera como está?
El problema del mal ha ejercido y ejerce un poderoso atractivo sobre la mayor parte de la humanidad. Filósofos y teólogos, sobre todo, se vienen ocupando de él desde tiempo inmemorial, tratando de encontrarle no sólo una explicación, sino también su justificación. ¿Por qué existe el mal? ¿Hay alguna razón de peso que justifique su existencia? Estas vendrían a ser las dos preguntas claves referidas al asunto. 
Ahora bien, cuando tanto los filósofos como los teólogos tratan este tema siempre lo centran exclusivamente en el ser humano. Es extraño que no lo hayan advertido, pero al reducir de este modo su campo de visión, ambos estudiosos no hablan propiamente del mal, sino de la maldad, que no es exactamente lo mismo. La maldad puede definirse como la capacidad del ser humano para, conscientemente, obrar mal o procurar el mal. La consciencia en el obrar es la que hace que esta capacidad sea privativa del ser humano. Desde luego, en nuestro mundo, ningún otro ser la posee.
En principio y en sí mismo considerado, la existencia del mal no tiene justificación alguna. El problema surge cuando se cree que nuestro mundo y el universo todo con la totalidad de cuanto en ellos existe se debe a un creador y no a un creador cualquiera, sino a un Creador omnipotente e infinitamente bueno, es decir, un ser que tiene un poder absoluto, sin reducción alguna, y al mismo tiempo, una bondad total, sin ni siquiera una mínima mancha de mal. Es en ese momento cuando surge la pregunta clave: ¿Cómo puede Dios, un ser omnipotente e infinitamente bueno permitir la existencia del mal? Pregunta de la que se desprende la siguiente alternativa: O Dios no es omnipotente y entonces creó lo que pudo, o Dios no es tan bueno como se cree, pues de serlo no permitiría la existencia del mal.
Algunos de los filósofos y teólogos que se han ocupado de este problema niegan la mayor, esto es, niegan la existencia del mal. San Agustín afirmaba precisamente que el mal no es más que ausencia de bien. Como el argumento no puede ser más cochambroso, el propio Agustín añadió que lo que creemos un mal es en realidad un bien, como cuando te cortan una pierna gangrenada para salvarte la vida. Este argumento es más cochambroso aún que el anterior, pues no explica qué clase de bien era esa gangrena que dio lugar a que te cortaran la pierna.
A partir de aquí se disparan y parten en distintas direcciones los argumentos que tratan de conciliar tamaña y evidente contradicción, pero sintetizando mucho, un primer argumento afirma que el mal, siempre referido exclusivamente al ser humano, propiamente no existe más que en nuestra consideración, pues aquello que nosotros reconocemos como malo es, en realidad, algo así como un obstáculo o una prueba a modo de ejercicio gimnástico- espiritual, podríamos decir, que Dios nos propone y que, de aceptarlo como tal sin condiciones, nos aproximaría a un bien infinitamente mayor que todos los concebibles: el bien del cielo o del paraíso, en la otra vida, la que no dudan que existe más allá de esta, después de la muerte. Este argumento tiene también no poco de cochambre intelectual.
El otro argumento es bastante más cauto y, quizás, también con un basamento algo más firme, pues, aunque sigue contando con Dios, no le es tan imprescindible la fe. Consiste en afirmar que Dios no creó al ser humano como un autómata, sino que le otorgó lo que se llama el libre albedrio, esto es, la libertad para realizar tanto el bien como el mal, con lo que el ser humano es plenamente responsable de sus actos. El argumento sigue pecando de centrar el problema exclusivamente en el ser humano y, además, ese libre albedrío es muy, pero muy limitado, a pesar de que cuando filósofos y teólogos exponen el argumento ofrezcan la visión de una amplitud casi inabarcable. Los últimos avances médicos en el conocimiento del cerebro, limitan más aún y bastante ese libre albedrío. En cualquier caso este argumento le pareció suficiente a un filósofo tan eminente como Leibniz, que además era matemático, para afirmar que el nuestro es el mejor de los mundos posibles.
Pero limitar el problema al ser humano es casi, casi, una falacia. Porque no hablamos de maldad, sino del mal y éste es una entidad que se sitúa en el mismo nivel que el bien. Bien y mal no pugnan, sino que se encuentran establecidos en todos los estratos de nuestros mundo. Si existe un Creador inteligente y omnipotente es más que evidente que solo puede tratarse de un ser maligno, porque el mal está incluido en la misma concepción del mundo. No hay más que asomarse ahí fuera un momento y ver cómo el león salta sobre el cuello de la gacela o cómo los cocodrilos se apoderan y devoran a los ñúes que tratan de cruzar el río, o, mucho más cerca, ver cómo el lince caza y devora a un conejo, etc. Es decir que para vivir, los seres animados necesitan matar y lo que para el león es un bien, conlleva impepinablemente un mal para la gacela. Francamente, yo no sé cómo nadie puede creer en un Dios bondadoso después de ver en televisión casi cualquier documental de animales. No sólo la muerte es consecuencia de la vida, sino que la vida nace y se mantiene gracias a la muerte. Dentro mismo de nuestro cuerpo hay millones de bacterias en una guerra permanente por la supervivencia.
Desde cualquier punto de vista que se adopte, el mal no tiene justificación. Un Creador omnipotente y bondadoso pudo crear un mundo bien distinto de este, en el que no se produjera esta guerra permanente e ineludible. Los teólogos insisten porque, a fin de cuentas, viven del Creador y no van a tirar piedras sobre su propio tejado. Ahora bien, lo que ocurre realmente es que tal Creador no existe, que todo es fruto de la naturaleza, es decir de un medio en el que la vida, los seres animados se han ido desarrollando y se mantienen como pueden. Por eso, no es que el mal no tenga justificación, es que es absurdo buscarla, porque no la vamos a encontrar. 

En la naturaleza no hay bondad ni maldad, no hay mal ni bien, eso es algo que valoramos nosotros, los seres humanos, que en el camino de la evolución hemos desarrollado la razón, la capacidad de pensar y de clasificar. Vida y muerte en la naturaleza son hechos ni buenos ni malos, sino necesarios, porque con los elementos que existían la vida no pudo aparecer y desarrollarse de otra forma. Todo lo demás son ganas de enredar la madeja. Ah, y olvidémonos del cuentecito del paraíso terrenal, ese paraíso no ha existido jamás.

Imágenes:
Primera.- De Tonybaggett
Segunda.- De hablemosdereligión.com
Tercera.- De desmotivaciones.es
Cuarta.- Pintura de Peter Wenzel

 

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