jueves, 2 de diciembre de 2021

EL AUTO DE FE


 Una vez concluido el proceso inquisitorial con la confesión del acusado, arrancada en la práctica totalidad de los casos bajo tortura, como se detalla en una entrada anterior, el reo volvía a su celda, a la espera de sentencia, que rarísima vez era absolutoria. Dictada la sentencia, el ahora condenado no abandonaba la celda, sino que debía aguardar a la organización de lo que se llamaba Auto de Fe, una ceremonia pública que fue ganando teatralidad y espectacularidad desde el primero, que se celebró en Sevilla en 1481, famoso por el cuadro que de él pintara Berruguete, presidido por Santo Domingo de Guzmán, hasta los que se celebraron a lo largo del siglo XVIII.

¿Pero en qué consistía exactamente el Auto de Fe? Ni siquiera con la sentencia se daba por satisfecha la Inquisición, era necesario que el reo proclamara públicamente su culpa y que públicamente recibiera su condena. Salvo los condenado por asuntos insignificantes, los menos, cuyo sentencia se comunicaba en las mismas dependencias de la Inquisición, en lo que se llamaba un Autillo, en publico confesaban tanto los reconciliados como los relapsos y los condenados directamente a muerte. Conviene decir aquí que reconciliados eran todos los que, tras abjurar de sus errores y arrepentidos de ellos, regresaban al seno de la Iglesia. Había tres tipos de abjuración: de levi, para los que solo se tenían leves sospechas de herejía, como, por ejemplo, los bígamos y los blasfemos
; de vehementi, para los que se estimaba que eran heréticos, aunque no muy gravemente, como los que no comían cerdo o no asistían a misa; y en forma, para los claramente judaizantes, que fueron los más perseguidos al principio, o para las brujas, más tarde, o para los iluminados o los erasmistas y protestantes, después, y eran declarados formalmente culpables. Ninguno se libraba de su condena: los de levi, una multa o una penitencia, como peregrinar a un lugar sagrado a recluirse por un tiempo en un convento; los de vehementi, destierro, flagelación pública, galera o prisión;  finalmente, la condena de los últimos consistía en ser relajados, es decir, entregados al brazo secular, que era quien publicaba y ejecutaba la sentencia: muerte en la hoguera. 

En este hecho, precisamente, que no revela más que la abrumadora hipocresía de la Inquisición y, por extensión, de la propia Iglesia, son legión los historiadores que sostienen que al ser el de la Inquisición un tribunal eclesiástico, sus jueces  no condenaban a muerte, sino que esta condena la dictaba la autoridad civil. Pero demás sabían unos y otros que el relajado iba directamente a la hoguera. Y hay bastantes pruebas que lo certifican, pero bastan los trozos de leña que figuraban en una Cruz Blanca que sacaban en procesión y que representaba la que iba a utilizarse en quemar al relajado. La realidad es que quienes torturaban y condenaban eran los clérigos, aunque físicamente tanto la tortura como la condena a la hoguera la realizaran y materializaran laicos. Lo demás es mentir, que es lo que hacen esa caterva de historiadores, muchos de ellos ocupando cátedras en nuestras universidades.
El Auto de Fe consistía exactamente en una procesión que se organizaba desde la cárcel de la Inquisición hasta el lugar en el que los reos procederían a confesar sus delitos y a recibir oficialmente su sentencia, lugar que, aunque al principio era la iglesia mayor de la localidad en la que se celebraba el Auto, casi enseguida fue la plaza más importante. A tal efecto, los preparativos comenzaban con un mes de antelación, porque lo primero que se hacía era levantar un estrado en el que irían las autoridades y otro en el que estarían los reos. El día anterior al Auto, en una primera procesión, trasladaban al lugar una cruz verde, que constituía, agarrémonos, un símbolo de misericordia y de esperanza. Allí permanecía hasta el día siguiente vigilada por familiares de la Inquisición y por una guardia de soldados.


El Auto de Fe se celebraba siempre en domingo, para que pudiera asistir el mayor número de público, parte del cual llegaba de las localidades aledañas, pues durante el mes de preparación se había ido realizando una intensa campaña de publicidad del mismo. Y es que, aunque mediante el Auto de Fe, las autoridades eclesiásticas afirmaban pretender la salvación del alma del condenado, la realidad era que lo que realmente se buscaba, en connivencia con el poder político, era el mantenimiento del orden público, atendiendo a la idea de "un estado, una religión", por lo que se procuraba inculcar el temor y aún el horror en los concurrentes y que, más que de ejemplo, las ejecuciones les sirvieran de aviso.
 Lo dice textualmente Nicolás Eymerich en su Manual del Inquisidor: "conviene que una gran multitud asista al suplicio y a los tormentos de los culpables a fin de que el temor les aparte del mal." 
El domingo señalado, a las tres de la mañana, se despertaba a los condenados, que habían sido reunidos de distintos tribunales más o menos cercanos, y se les vestía, a unos, los de delitos más leves, con la coroza, gorro de papel semejante a la mitra de los obispos y, a los de delitos más graves, además con el sambenito, especie de gran escapulario, semejante a una casulla, con una cruz de san Andrés y, en ocasiones, con figuras del demonio; se les daba el desayuno, y a las cinco de la mañana la procesión se ponía en marcha por un itinerario previamente anunciado y que a aquella hora ya estaba abarrotado de un público expectante y amenazador.
Se procuraba que asistieran las autoridades del lugar y la más alta llevaba la Cruz Blanca, a la que hemos hecho mención más arriba, seguida del estandarte de la Inquisición. Luego iban los reos, soldados vigilantes, los familiares y oficiales designados de la Inquisición y los correspondientes clérigos. A medida que pasaban, los reos eran injuriados hasta gravemente por el público. Llegados al lugar de la celebración, se procedía a oficiar una misa solemne y seguidamente se abría una arquita a propósito en la que se guardaban las sentencias y se le leían a los reos, a cada uno de los cuales se les asignaban dos religiosos, con el propósito de que consiguieran su abjuración, pues aquel y no antes era el momento en que debían hacerlo. Los condenados a la hoguera también podían abjurar y reconciliarse con la Iglesia, pero esto no los libraba del fuego; lo que conseguían era que los mataran mediante el garrote antes de quemarlos, en tanto, los que se negaban a abjurar, los pertinaces, eran quemados vivos. 
Terminados todos estos actos, que duraban buena parte del día, los condenados al fuego eran trasladados al quemadero, que se encontraba en otro lugar. Allí se quemaba a los presentes, pero también a los ausentes, porque hubieran logrado huir antes de ser detenidos, éstos en imagen, e incluso se quemaban los restos de muertos que habían sido condenados después de morir, o que habían muerto en el curso del proceso, muchas veces sólo un montón de huesos, que era lo que quedaba de ellos.


No tardaron mucho los Autos de Fe en convertirse en celebraciones semejantes a las de los toros o, en aquellos tiempos, a los fuegos artificiales. Como éstos, se organizaban con ocasión de acontecimientos importantes. Así, en 1560, se organizó uno en Toledo para celebrar el matrimonio de Felipe II con Isabel de Valois, al que, por supuesto, asistió el monarca y su esposa (desconocemos el impacto que le causaría el espectáculo a la reina, francesa, aunque Kamen cuenta que a los extranjeros les causaban tanto asombro como repugnancia.)
 En 1564, se organizó otro en Barcelona por la visita del mismo Felipe II para la celebración de Cortes Generales. Al rey macabro, apelativo que le viene como un guante a Felipe II, le encantaban estos actos. Además de a estos dos, asistió al de 1569 en Valladolid; en 1582 en Lisboa, y en 1591 otro más en Toledo. Célebre fue el de 1680 en Madrid, en la boda de Carlos II con María Luisa de Orleans, especialmente por la magnífica pintura que del mismo realizó Francisco Rizi, que puede verse en el Museo del Prado, así como por la relación que de él dejó escrito José Olmo. 
El auto de Fe más brutal, por el número de condenados a muerte, de cuantos se organizaron se celebró en Córdoba el 22 de diciembre de 1504, bajo los auspicios del famoso inquisidor Diego Rodríguez Lucero, apodado Lucero El tenebroso. En este Auto fueron quemadas nada menos que ciento siete (107) personas, muchas de ellas absolutamente inocentes. 

Fuentes:
Historia de la Iglesia Tomo II.- Llorca, Villoslada, Montalbán
La Inquisición española.- Henry Kamen
Historia de la Inquisición española.- H.C. Lea
Los secretos de la Inquisición.- Edward Burman
Historia secreta de la Iglesia española.- César Vidal

Imágenes.- Internet

2 comentarios:

  1. Buena descripción de los formulismos criminales de la iglesia católica. "Muchas de ellas absolutamente inocentes" Yo creo que todas, porque un delito de pensamiento no puede ser culpable de nada. Lo lamentable es que siguen actuando inquisitorialmente esta gente, su poder es tremendo y su hipocresía horriblemente hipócrita.

    ResponderEliminar
  2. Así es, Paco: todas eran inocentes, pero me refiero en concreto a esas "muchas" porque lo eran de acuerdo con lo que la Inquisición determinaba que era delito. O sea, esas "muchas personas" ni siquiera había cometido el delito que estaba reconocido como tal. Y sigue habiendo historiadores que le quitan importancia al asunto, diciendo que la justicia civil hacía más o menos lo mismo. No es verdad: la justicia civil era mucho más formalista, aunque también practicara la tortura en ciertos casos, pero sobre todo es que la Iglesia es una institución que predica el amor y el perdón. Perdón el que no tiene.

    ResponderEliminar