La Revolución Francesa, que acabó con el Antiguo Régimen y cambió radicalmente las sociedades de buena parte de Europa, no se produjo por un estallido espontáneo de las masas populares, aunque éstas terminaran estallando, sino que, con mayor o menor consciencia de lo que hacían, fue preparada y anticipada por las clases pudientes y por grupos nada insignificantes de aristócratas. Se fue fraguando en los salones más distinguidos y en los cafés, que hicieron su aparición en París hacia 1740, y en este movimiento, de carácter eminentemente intelectual, no fueron pocas las mujeres que tuvieron un importante protagonismo, aunque la historia se haya encargado de mantenerlas en un segundo plano.
Los salones, lugares particulares de reunión de artistas y de pensadores, existían ya desde comienzos del siglo XVII en distintas ciudades de Francia, pero fue en París, a lo largo del siglo XVIII donde se establecieron los más importantes y numerosos. Cabe decir, casi desde antes de nada que desde la invención de la imprenta se había generalizado la lectura y, desde luego en las capas superiores y medias, había desaparecido el analfabetismo en prácticamente toda Europa. La lectura se vio favorecida por la facilidad en la edición de libros y de textos en general, de modo que los que hasta hacía no tanto habían estado a disposición sólo de unos pocos privilegiados, ahora estaban fácilmente al alcance de casi cualquiera. La cultura dio así un enorme paso adelante. Muchos asuntos, cuyo trasfondo pocos conocían, siendo dados por buenos sistemáticamente, fueron puestos en cuestión y estamentos que hasta entonces se habían mantenido bien asentados en la sociedad comenzaron a tambalearse.
Por aquel tiempo, Descartes en Francia, Leibniz en Alemania y Newton en Inglaterra, principalmente, habían establecido principios y leyes nuevos en matemáticas, en física y en filosofía y un nuevo espíritu impregnado de materialismo, que exigía libertad de pensamiento, frente al rigorismo de las normas religiosas, fue progresando y extendiéndose por las capas ilustradas de la sociedad y de éstas hacia las menos dotadas económicamente y de conocimientos.
Estas damas solían recibir varios días a la semana, alguno de ellos con comida o cena incluidas, y a sus salones acudían intelectuales de la talla de Diderot, D'Alambert, Mamontes, Reaumur, D'Holbach y hasta el inefable Rousseau, el más conocido de todos, antes que por ser el más valioso, porque la historia y aun la filosofía no sólo ha estado escrita por hombres, sino también por hombres conservadores.
Gabrielle-Émile Le Tournelier de Bretuil, que este era su nombre de soltera, nació en París en 1706, quinta hija del barón de Bretuil, que fue jefe de protocolo en la Corte de Luis XIV. Como desde muy pequeña mostró una sorprendente inteligencia, recibió una educación nada habitual entre las mujeres de su tiempo y de su clase: Latín, griego, inglés, matemáticas y filosofía.
A los diecinueve años realizó un matrimonio de conveniencia con el marqués de Châtelet, que le doblada la edad, pero con el que llegó a un pacto por el que ella consiguió una muy amplia libertad de movimientos, facilitada por el hecho de que él era militar y pasaba largas temporadas lejos del domicilio familiar. Con él tuvo tres hijos de los que sobrevivieron dos, un niño y una niña. Pero, dada su clase, aquellos niños no coartaron apenas su libertad, porque estuvieron en manos, primero de matronas y, después, de institutrices.
Mujer de carácter fuerte y decidido, su pasión por el conocimiento científico era incontenible. Al respecto, escribía: "Estoy convencida de que muchas mujeres no son conscientes de sus talentos a causa de los prejuicios que les impiden tener carácter intelectual." Aunque algo más adelante, se queja, con un argumento irreprochable: "Siento todo el peso de los prejuicios que universalmente nos excluyen de las ciencias; es una de las contradicciones de este mundo que siempre me han sorprendido, viendo que la ley nos permite determinar el destino de grandes países; sin embargo no existe un lugar donde podamos pensar." Un ejemplo de su carácter lo ofrece el hecho de que como cuando aparecieron en París los cafés no permitían entrar a mujeres, no dudó ni un instante en disfrazarse de hombre, con objeto de participar en las tertulias que en ellos empezaron a celebrar artistas e intelectuales, muchos de ellos amigos suyos.
Un ejemplo de lo que hemos hecho los hombres con las mujeres a lo largo de la historia se muestra en que, ante la audacia de terminadas ideas contenidas en "Instituciones de la Física", Émile no se atrevía a publicarla, temerosa de sufrir algún tipo de condena o de represalia, dada su condición femenina. Su amiga Madame de Chambonin, otra ilustrada, la convenció de que la publicara. No obstante, la autora se la dio a leer primero a su antiguo profesor Samuel Koening, el cual, con la mayor desvergüenza, una vez publicada la obra hizo correr el rumor de que era suya y que Émile se había limitado a copiar sus notas. Al final, después de no pocas peripecias, su autoría fue reconocida, siendo alabada por la Sorbona, en la que Émile no sería admitida, y por la Academia de Ciencias de Bolonia, en la que si lo fue.
Se separó de Voltaire cuando ambos decidieron participar en un concurso convocado por la Academia Francesa de Ciencias para estudiar las características del fuego, que por aquel entonces se desconocían. Acodaron hacer la investigación cada uno por su lado y resultó que cada uno obtuvo un resultado diferente. Ninguno de los dos ganó el concurso, pero sus trabajos, de indudable interés, fueron ambos publicados.
Mientras escribía su "Discurso sobre la felicidad", se enamoró del poeta Saint-Lambert, quedando embarazada. Fruto de este amor, en septiembre de 1749 dio a luz a una niña, pero ella falleció pocos días después de fiebres puerperales. Tenía sólo cuarenta y dos años. Aparte del "Discurso sobre la felicidad", había terminado también "Los principios matemáticos de la filosofía de Newton", que sería publicado en 1762.
No obstante, Madame de Châtelet y su obra fueron a parar enseguida al cajón del olvido, apareciendo, si acaso, como una mujer subordina a Voltaire, hasta que casi cien años más tarde la francesa Luise Colet denunció esta manipulación y ocultamiento. Pero la recuperación, no tanto de su obra como de su existencia y de su personalidad, no se produciría, aunque sólo en parte, hasta 1947, cuando la estadounidense Ira O. Wide publicó sus cartas personales.
Al final y refiriéndose a ella algún tiempo después de su muerte, el propio Voltaire cayó también en el estereotipo cuando, tratando de alabar y ensalzar su labor, escribió: "Ella fue un gran hombre cuya única falta fue ser mujer. Una mujer que tradujo y comentó a Newton es, en una palabra, un hombre excelente." Un pensamiento disparatado que, sin embargo, siguen teniendo hoy muchos hombres, más de dos siglos y medio después.
Fuentes:
Historia de la vida privada, tomo III
Historia de las mujeres, tomo III
La aventura de la Historia, número 20, junio 2000
El siglo de la Institución.- Carl Grimberg
Los enciclopedistas.- José A. Pérez, Alex Ord.
Imágenes: Internet.
No sabía que Voltaire era otro machista de tomo y lomo. Extraordinaria mujer como muchas anónimas, sin tanto bagaje cultural, que la historia escrita por los mismos ha silenciado siempre. Gracias por la pincelada que permite modificar criterios. Un abrazo
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