domingo, 12 de diciembre de 2021

EL GRAN GREGORIO


Cuando el papa Esteban II (752-757) consiguió de Pipino de Francia y de sus hijos, Carlomagno y Carlomán, el pacto por el que se establecían los Estados Pontificios, el papado se vio libre de la amenaza de los longobardos, al tiempo que consolidaba la autoridad papal sobre la Iglesia. 
Sin embargo, Esteban II tuvo que ceder a ciertas pretensiones de Pipino. La más importante de ellas consistió en que, aunque por aquel entonces el papa, como obispo de la ciudad, era elegido por el pueblo romano, a partir del pacto con Pipino no podría tomar posesión de su cargo hasta no ser ratificado por el emperador de los francos. 
Importante también fue la cesión a reyes y condes de la potestad de nombrar obispos y abades de los conventos en el territorio bajo su jurisdicción, potestad que muy pronto dio lugar a un crecimiento desorbitado de la simonía, o venta de cargos eclesiásticos. Así, reyes y condes no nombraban obispo o abad a la persona más idónea, sino a la que podía pagar el precio que aquéllos establecían.
Ahora bien, más allá de este pacto, los papas sucesivos no dejaron en ningún momento de maniobrar para conseguir su absoluta autonomía en el ejercicio de sus funciones, una de las cuales consistía, según su criterio, en el nombramiento por su parte de la totalidad de los cargos eclesiásticos, así como para imponerse sobre los poderes temporales o, lo que es lo mismo, para implantar en el mundo la teocracia con la que soñaban desde la caída del Imperio Romano.
La lucha fue larga y con diferentes alternativas. El paso, quizás, más importante, en principio, tardó algo más de trescientos años en producirse. Lo dio Nicolás II (1059-1061), cuando el mismo año de su elección determinó que en lo sucesivo el papa sería elegido exclusivamente por los cardenales. De esta manera, el papado ganaba en independencia, aunque el emperador del ahora Imperio Sacro Romano Germánico seguía teniendo la potestad de su ratificación. 
Poco tiempo después, el colegio cardenalicio eligió como papa al monje cluniacense Hildebrando, quien tomó el nombre de Gregorio VII (1073-1085). Los historiadores eclesiásticos se deshacen en elogios con este papa. Probablemente, fue la cabeza más privilegiada de Europa, pero era ante todo un monje severo, rígido, hábilmente soberbio, con una dosis nada insignificante de cinismo y con una idea principal en su mente: lograr para el papado establecer al fin el gobierno teocrático del mundo o, para decirlo tal y como es, lograr para la persona del papa el absoluto poder espiritual, pero también el temporal. Para la consecución de este fin, no reparaba en medios, tanto legales como ilegales, tanto éticos como inmorales. Cuenta Eric Frattini, en su libro El sexo de los papas, que uno de sus cardenales le llamaba San Satanás, y Lutero, Höllebrand (hoguera del infierno).
Hildebrando había sido consejero de los papas León IX (1049-1054), Víctor II (1055-1057), Esteban IX (1057-1058), Nicolás II (1059-1061) y Alejandro II (1061-1073), en la elección de los cuales había influido poderosamente; había viajado por toda Europa y había participado con su influencia en la elección de reyes y emperadores, hasta que al fin consiguió que los cardenales lo eligieran a él como nuevo papa. 
En la actualidad, el papa es elegido exclusivamente entre los cardenales que participan en el cónclave, pero en aquel entonces el elegido podía ser cualquier cristiano, incluso un moje como Hildebrando, que ni siquiera era sacerdote. De hecho, aunque lo nombraron en abril, no pudo acceder al papado hasta un mes después, en que recibió la ordenación sacerdotal.
En el camino de la teocracia, las primeras tareas a las que se aplicó fueron las de plasmar definitivamente la autoridad papal sobre clérigos y seglares; acabar con la simonía; y poner fin al matrimonio de los sacerdotes, la mayoría de los cuales vivían con su mujer y sus hijos en parroquias y conventos, transmitiendo a sus hijos la herencia que, según Gregorio VII, correspondía a la Iglesia. 


 
En 1075, emitió el conocido Dictatus Papae, cuya autoría los historiadores eclesiásticos, como LLorca o Villoslada, no han tenido más remedio que admitir, aunque lo hacen a regañadientes y, estos dos, traduciéndolo al castellano con ligeras variantes que suavizan ligeramente su contenido. Se trata de una colección de veintisiete puntos o principios que el papa pretendía desarrollar y en los que expone exactamente sus pretensiones. Entre esos puntos destacan los siguientes:
nº 3.- Sólo el papa puede deponer y reinstalar obispos.
nº 6.- No se debe permanecer en la misma casa con un excomulgado
nº 9.- Todos los príncipes besarán los pies del papa.
nº 10.- El nombre del papa sólo se pronunciará en las iglesias
nº 11.- El título de papa es único en el mundo
nº 12.- (ojo que este es gordo): El papa puede deponer emperadores
nº 19.- El papa no puede ser juzgado por nadie
nº 23.- La iglesia romana nunca se ha equivocado
nº 27.- El papa puede absolver a los súbditos de su lealtad a los hombres malvados.


Este conjunto de directrices enfureció al emperador germánico Enrique IV, que a la sazón contaba con veinte años de edad. Reunió a los obispos alemanes en la dieta de Worms, que decretó la falsedad de Gregorio VII como papa, instando a los romanos a elegir otro. Gregorio respondió con la excomunión fulminante del emperador, así como con la retirada de la obediencia de sus súbditos si en el plazo de un año Enrique no lograba el perdón papal.
Lo que sigue es de sobra conocido, pero conviene recordarlo porque pone de relieve la soberbia de Gregorio, que, a la postre, constituiría su perdición: Enrique se echó atrás y, vestido de penitente, corrió a suplicar el perdón papal a Canosa, al norte de Italia, el castillo de la condesa Matilde, en el que se encontraba el papa. Era invierno y nevaba y Gregorio humilló al emperador impidiéndole la entrada al castillo durante tres días. Por fin, lo hizo pasar y ambos firmaron las paces. 


Pero se trató de una paz ficticia. Los historiadores eclesiásticos cuentan que el papa erró al no deshacerse de Enrique, manteniendo la excomunión. Naturalmente, el emperador no iba a olvidar la humillación a la que había sido sometido, tan no la olvidó que al poco invadió Roma, apresó a Gregorio y nombró a un nuevo papa: Clemente VI. Los acontecimientos se precipitaron: Gregorio logró llamar en su ayuda a los normandos, quienes desde Sicilia, que ocupaban, se presentaron en Roma en un santiamén, expulsaron a Enrique y al antipapa y liberaron a Gregorio. Pero no se detuvieron allí, sino que seguidamente se dedicaron a saquear la ciudad, violando a cuanta mujer encontraban a su paso, incluidas las aristócratas. El pueblo romano culpó a Gregorio de lo que ocurría y éste, acojonado, para decirlo con un término eminentemente popular, y muy lejos de exponerse al martirio, corrió a refugiarse en Salerno. Allí falleció un año más tarde, tras pronunciar una de frases más hipócritas que se le han escuchado jamás a un moribundo: "He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el exilio."
Su amor a la justicia y su odio (¿pero en el cristianismo no está desterrado el odio?) a la iniquidad se comprueba de manera especial en el sadismo que empleó persiguiendo el matrimonio eclesial, que aún no estaba prohibido por la Iglesia, aunque se valorara más el celibato, una persecución que o no cuentan los historiadores eclesiásticos o pasan por ella de puntillas. No sólo prohibió el matrimonio de los sacerdotes, sino que ordenó la expulsión de todos cuantos no repudiaran y abandonaran de forma inmediata a sus mujeres y a sus hijos. En el colmo del odio a la iniquidad, llegó a mostrarse a favor de "matar a los sacerdotes casados"
Clérigos y obispos protestaron, alegando que mientras Gregorio prohibía el matrimonio clerical, el "tenía tratos con la condesa Matilda." El arzobispo de Mainz declaró: "Este papa, tan sucio y fornicador como es, ha prohibido el matrimonio casto de los sacerdotes." El alegato papal de matar a sacerdotes casados provocó el asesinato de no pocos, incluso mientras oficiaban misa, al tiempo que sus mujeres eran violadas y asesinadas al pie mismo de los altares. "Matar a determinados clérigos no es un crimen, pero sí lo es que éstos amen a sus esposas.", declaraba el arzobispo de Worms. El obispo de Hersfield escribía a un colega: "Sólo un mentecato puede obligar a las personas a vivir como ángeles." El obispo Weinrich, de Tréveris, informaba al papa: "Cada vez que anuncio vuestras órdenes a algún sacerdote casado, responde que esa ley ha sido escupida por el infierno, que la estupidez la ha difundido y la locura intenta consolidarla."
En cualquier caso, la autoridad papal de una parte y el miedo a perder la casa y el sustento por parte de la mayoría de los clérigos, acabó convirtiendo a miles de esposas inocentes en mujeres abandonadas (históricamente, siempre es la mujer la perdedora). Muchas se suicidaron y otras muchas se convirtieron en prostitutas para poder criar a sus hijos, igualmente abandonados. 
Los obispos italianos, bajo el liderazgo del de Pavía, excomulgaron a Gregorio, "por haber separado a esposos y, por tanto, haber propiciado el libertinaje entre el clero, en lugar de la moral del matrimonio." El concilio de Brixeu, celebrado bajo los auspicios del obispo Bermo, de Osnabrüch, condenó a Gregorio "por sembrar el innoble divorcio entre matrimonios legítimos."
A pesar de todo, en 1606, Gregorio VII fue canonizado por Pablo V.

Fuentes:
Historia de la Iglesia. Tomo II, Llorca, Villoslada, Montalbán
Historia de los papas.- Laboa
Los papas y el sexo.- Eric Frattini
Historia política de los papas.- P. Lanfrey

Imágenes: Internet

No hay comentarios:

Publicar un comentario