miércoles, 22 de diciembre de 2021

CELIBATO Y PEDERASTIA CLERICAL

Para los judíos bíblicos tener descendencia era no sólo una bendición de Dios, sino una obligación. Por el contrario, no tenerla era una maldición. Pero tener hijos significaba estar casado. Era impensable y repudiable que, si no contaba con un impedimento físico o mental, un varón de treinta años no estuviera casado y, salvo que uno de los cónyuges o los dos fueran estériles, no tuviera al menos un hijo.
Por tanto y, desde luego, más allá de lo que afirman los hagiógrafos y también muchos historiadores serios, hay que pensar que lo más probable es que Jesús estuviese casado e incluso que tuviera descendencia. Frente a lo que sostienen la mayoría de los historiadores, el silencio al respecto de los evangelios canónicos antes que negar este hecho lo confirmaría, pues con qué objeto se ha de hacer mención de lo que es absolutamente normal. Lo llamativo, y entonces sí que, a no dudar, aparecería, es que Jesús hubiera estado soltero.
La mayoría de los apóstoles estaban casados. San Pablo, que se tiene por el verdadero creador del cristianismo, era soltero, cierto, pero él, aunque judío, era también romano y, además, sus características físicas, con enfermedades como la epilepsia y alguna de la piel más bien repulsiva, como él mismo confiesa, si no le vetaban sí que le  dificultaban el matrimonio. Sin embargo, no está en contra de él. Por el contrario, pide que los diáconos sean serios y casados, aunque también es verdad que el Apóstol de los Gentiles apuesta por la castidad dejando el matrimonio para los que pueden achicharrarse si no se casan.
Pero también en Jesús se había dado una dicotomía semejante: por un lado había manifestado que porque el Creador los había hecho varón y hembra, el hombre dejaría a su padre y a su madre para unirse a su mujer y ser ambos una sola carne. Pero también dijo que en el reino de los cielos entrarían más fácilmente los que se hicieran eunucos a sí mismos, esto es, los que permanecieran castos.

En cualquier caso y, aunque los primeros papas estuvieron casados, lo mismo que muchos de los obispos y de los presbíteros, fueron esta invocación de Jesús y la preferencia de Pablo por la castidad, las que favorecieron hacia finales del siglo II que algunos cristianos se propusieran mantenerse castos durante toda su vida. Pero no sería hasta el siglo IV, con la aparición de los primeros cenobitas en el desierto de Egipto cuando se empieza a hablar de celibato, aunque todavía no recibiera este nombre. El Concilio de Elvira (Granada,303-324), celebrado por los obispos españoles, no prohibía aún el matrimonio, pero en el canon 33 decretaba que obispos, presbíteros y diáconos debían abstenerse de sus mujeres y no engendrar hijos, ordenando el apartamiento  de la clerecía de aquellos que no cumplieran.
De este modo la bola del celibato no dejaba de crecer. En la reciente entrada de este mismo blog dedicada al papa Gregorio VII (1073-1085) puede verse el volumen que había adquirido tras el paso del primer milenio así como el daño que el empeño en su imposición  estaba haciendo tanto entre los clérigos como, más aún entre sus mujeres. Poco después, en 1139, en el II Concilio de Letrán, el celibato se hace al fin obligatorio, aunque no sería hasta el Concilio de Trento, en el siglo XVI, cuando la Iglesia Católica consiguiese imponerlo en todos los clérigos, tanto conventuales como seculares.
¿Pero qué es exactamente el celibato? Muchísima gente, incluidos la mayoría de los católicos, cree que se trata únicamente de la prohibición de contraer matrimonio por parte de los sacerdotes. Pero el celibato es mucho más: es la contención erótica, la entrega absoluta de la castidad a Dios, referida no sólo a actos, sino también a pensamientos. Un sacerdote no puede casarse, pero tampoco puede mantener relaciones eróticas con una mujer o con un hombre, no puede masturbarse y ni siquiera puede tener sin rechazarlos de inmediato pensamientos más o menos libidinosos. 

 
Se trata de un mandato que va frontalmente contra una de las fuerzas más potentes de la Naturaleza, un mandato, es cierto, que el sacerdote acepta voluntaria y libremente, pero que con el correr de los años se va tornando cada vez más y más difícil de cumplir. Muchos tratan enérgica y sinceramente de sublimar la represión que ejercen sobre sí mismos por el camino de la mística (y ya dejó sentado Georges Bataille la semejanza que existe entre mística y erotismo), aunque son poquísimos los que lo consiguen. Deben hacerlo además en la más absoluta soledad, por lo que la mayoría acaba cayendo en la masturbación, en la relación íntima con una mujer o con un hombre y, en muchas casos, en una desviación tan atroz como la pederastia.
Ante todo, cabe señalar, porque no se resalta lo suficiente, que la pederastia, el abuso sexual de menores es, una vez más, una acción propia de hombres. No se conocen casos de abusos sexuales cometidos por mujeres. Y es igualmente un problema que no atañe sólo a la Iglesia Católica, sino también a toda la sociedad, puesto que son nuestros hijos y nuestros nietos los que se convierten en víctimas.
Pero es principalmente un problema de y generado por la Iglesia Católica, que tiene su raíz y encuentra su sustento en el celibato obligatorio. Esta afirmación no ni es caprichosa ni una exageración, sino que puede deducirse fácilmente de lo expuesto hasta aquí, donde se observa que la imposición efectiva de semejante aberración le costó a la jerarquía eclesiástica nada menos que 1560 años. Pero además, hay un dato de lo más significativo: masivamente, lo mismo que una plaga, la pederastia sólo aparece entre los clérigos de la Iglesia Católica, en tanto en las demás confesiones cristianas: ortodoxos, anglicanos, las distintas sectas protestantes, etc. puede que haya algún caso, como lo hay en todos los estratos de la sociedad, pero el problema como tal no existe y la razón de su inexistencia es que en estas confesiones los clérigos se casan, evitando así "achicharrarse".
Lejos del que esto escribe sostener que el pederasta es inocente y, por tanto, no merece castigo alguno, pero es necesario ponerse en el lugar del sacerdote secular o del que pertenece a una orden religiosa dedicada a la enseñanza: está, como ya se ha dicho, absolutamente solo; no puede comentar con ningún compañero nada relacionado con su intimidad y, mucho menos si se trata de sexo, porque ese es un tema tabú entre ellos. Quien, por el motivo que sea, se ha propuesto guardar la castidad, aunque sea sólo por un tiempo, sabe de sobra cómo de potente es el envite de la Naturaleza y el esfuerzo que supone mantener el compromiso. Si a todo esto se añade el secretismo y la protección del culpable que todavía hoy, al menos en España, practica la jerarquía católica, el cuadro resultante no puede ser más desolador. A título de ejemplo, en la imagen de más abajo puede verse al arzobispo de Granada, Francisco Javier Martínez Fernández encogiéndose de hombros ante el problema.

Sin embargo, en relación con el celibato, el cuadro no está completo aún, a todo lo dicho hay que añadir la descomunal hipocresía de la jerarquía eclesiástica en este asunto. En los versículos 32 a 34, capítulo 7 de la epístola primera a los corintios, San Pablo apunta ya, en fecha bien temprana, cuál es exactamente el motivo por el que la Iglesia acabó haciendo obligatorio el celibato: "Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido. A esto Gregorio VII añadió que no podía tolerarse que un sacerdote casado dejara su herencia a sus hijos. 
Es decir, lo que la jerarquía ha pretendido y conseguido es tener a su disposición un ejército de trabajadores con dedicación exclusiva que, además, dejen intacto todo lo que vaya cayendo en las arcas de la Iglesia, aunque proceda directamente de ellos.  O lo que viene a ser lo mismo: el celibato como tal importa un pepino. Lo que importa es que el sacerdote no formalice una situación que altere el estatus quo existente. La prueba es que un sacerdote puede tener una amante, siempre que no se haga público, que no haya escándalo. Y no ahora, sino de siempre. Cuando yo era niño, en plena dictadura, el coadjutor de San Pedro vivía amancebado, con conocimiento del párroco, del obispo y de todo el mundo. El párroco de San Lorenzo, al que llamaban El Látigo Negro, por su altura y extremada delgadez, estaba liado al mismo tiempo con una señora y con su hija, mayor de edad., por poner sólo un par de ejemplos. Pero si un sacerdote se dirige a su obispo diciéndole que quiere abandonar el sacerdocio porque se ha enamorado de una mujer y pretende casarse con ella, las presiones que sufre son  brutales, incluida la más que insinuación de que no sea tonto y mantenga a la señora como querida, eso sí en secreto. Cuando el sacerdote, tras mucho insistir consigue que el papa, pues tiene que ser él, lo dispense de su actividad sacerdotal, tiene que comprometerse, antes de obtener el documento, a celebrar el matrimonio en la intimidad, una vez más, sin escándalo. 

La prensa no ha hablado de ello, porque la prensa española es extraordinariamente timorata en el tema eclesiástico, pero hay que imaginar las presiones que habrá recibido Xavier Novell, el obispo de Solsona, hasta conseguir la dispensa papal, siendo, además, nada menos que obispo, no un simple párroco de una iglesia rural. En el libro El sexo del clero, de Pepe Rodríguez, aparecen testimonios realmente pavorosos de sacerdotes y exsacerdotes, con nombres y apellidos, que dan cuenta de lo tremendo de la situación, del dolor y los problemas mentales que sufren muchos de sus compañeros, así como de la abrumadora hipocresía de la jerarquía católica. Ellos mismos llegan a afirmar que el 96% de los clérigos de todas las categorías incumplen el celibato.
Por tanto y como conclusión, una cosa es que un señor o una señora se propongan mantenerse castos y otra la obligatoriedad de mantener la castidad contra viento y marea, es decir, el celibato. Desde los primeros intentos de su implantación, este engendro, válido únicamente para la Empresa, sólo ha producido dolor y, aunque no sea la causa, sí que es la raíz de la que, como plaga, se alimenta la pederastia. Lo sabe el papa actual y lo han sabido los anteriores y lo sabe toda la jerarquía, pero no hacen nada porque no les sale de la entrepierna. Sin embargo, en tanto se mantenga el celibato obligatorio, no desaparecerá el dolor ni, mucho menos, la plaga de la pederastia. Y, dado, como se ha dicho, que éste es un problema social, las autoridades civiles deberían tomar cartas en el asunto y exigirle al obispo correspondiente la oportuna responsabilidad subsidiaria, cada vez que en su diócesis aparezca un pederasta, pues no puede olvidarse que el obispo es el patrón del que dependen los trabajadores de su diócesis.

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