Sr. José María Aznar:
Ya sé que sólo
a un gran imbécil como yo
se le ocurriría escribirle a usted
que es flor de altura,
nardo pomposo, almibarado,
fatuo y perdonavidas.
Pero mire, los muertos
que usted produjo
siguen clamando a ciegas
por todas las esquinas.
Vienen de Siria,
donde aún no han aparecido
aquellas armas
de destrucción masiva
con las que usted nos arrojó
sus heces a la cara;
Vienen de Afganistán,
donde otra vez han vuelto
aquellos que en el fondo
usted ama
como a su propia vida
porque encarnan la idea
que tiene usted del mundo;
salen de un avión podrido
buscando entre tinieblas
los miembros que perdieron
por culpa de su roña
y de su prisa;
desorientados, salen
de los trenes malditos
sin saber todavía
que están muertos
para toda la vida.
Y usted sigue riendo
a carcajadas
con su cara de palo
tan seria y tan obtusa.
Ni siquiera ha tenido
hasta hoy
la dignidad y el coraje
no ya de pedir perdón,
sino al menos de lamentar
tanta muerte sin rumbo,
tanto dolor irreparable
y sin otro sentido
que el de alimentar
su desmesurada egolatría.
Bien, quizás alguna tarde,
mientras usted se afana
en seguir fortaleciendo
sus portentosos abdominales,
llueva sobre su agria cabeza
la sangre despreciada
que viaja por los cielos
aguardando el momento
de conseguir justicia.
Igual que yo, usted sabe
que si ese día llegara
el aire de este país
sería un poco menos sucio
y menos maloliente.
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