miércoles, 8 de septiembre de 2021

CARNE DE BRAGUETA

Se afirma que Cádiz es la ciudad de la luz, la ciudad de la alegría y la ciudad de la libertad, porque en ella se elaboró y se firmó la Constitución de 1812 y se establecieron las primeras Cortes liberales que existieron en el país, hechos que han propiciado la existencia de un Museo de las Cortes, histórico, situado en un suntuoso edificio de la calle Santa Inés. No obstante, sin negar ninguno de los calificativos anteriores, sino más bien reafirmándolos, tengo para mí que, sobre todos ellos, Cádiz es la ciudad del ingenio, cualidad que ha sacado a relucir en numerosas ocasiones de su dilatada y muchas veces azarosa historia.
Una de estas ocasiones se sitúa en la época del hambre tras la guerra de 1936-39, décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado. La población gaditana se asienta en una península, con un istmo tan estrecho, que casi puede considerarse una isla. Carece de tierras de cultivo y cría de ganado, de manera que todo lo que llega a sus mercados, fruterías y, en general, establecimientos de alimentación, procede del mar. No hay que derrochar mucha imaginación para entender cómo sería el suministro de alimentos en Cádiz, si éste era ya problemático en todo el país. Aparte de pescado, no era mucho lo que llegaba a la ciudad y esta escasez la sufrían sobre todo los barrios más populares.
Uno de estos barrios era y es el muy singular de Santa María, situado en una pequeña elevación que mira al mar y a la catedral y es famoso, entre otras cosas, por los magníficos cantaores de flamenco que en él nacieron y muchos de ellos viven. Algunos de los hombres de este barrio trabajaban en el Matadero. Allí mataban las reses que llegaban a la ciudad, le quitaban la piel, las descuartizaban y, en fin, las preparaban para su traslado al mercado, todo ello a mano, que era como se hacía casi todo por aquel entonces. Acuciados por la necesidad que había en sus casas, entre corte y corte, los hábiles jiferos hacían desaparecer alguna que otra buena tajada metiéndosela por la bragueta del pantalón y escondiéndola en los calzoncillos, que entonces eran de aquellos que llegaban hasta la pantorrilla donde se ajustaban con una cinta para que no se subieran.
Concluida la jornada, salían para sus casas con su carga entre las piernas. ¿Y que hacían sus mujeres con tan preciosa mercancía? ¿Qué iban a hacer? ¡Prepararla para darse un buen festín toda la familia! Contestará la mayoría. ¡Qué disparate! Aquel era un manjar demasiado valioso para sus humildes mesas y eran muchas las cosas que faltaban en la casa.
¿Qué hacían entonces? La cogían con todo cuidado, como si se tratara de un objeto sagrado, la troceaban convenientemente, la guardaban en un canasto e iban de puerta en puerta por los barrios acomodados, calle Ancha, Plaza de San Antonio, plaza de Mina, etc. pregonándola al murmullo de ¡carne de bragueta!, ¡carne de bragueta! Y la gente pudiente se la quitaba de las manos. ¡La vendían a mitad de precio de la que los carniceros ofrecían en el mercado!

Imágenes: La de arriba del Blog de Humor
                  La otra de Internet.

 

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