martes, 9 de agosto de 2022

PROHIBIDO DUDAR

Cuando yo era niño, ¡madre mía!, ¿cuándo fue eso?, preparándonos para la primera comunión, el párroco de San Pedro, don Julián Caballero nos contó una historia que, en nuestra insignificancia de entonces, nos llenó de pavor. Como además nos la contó con su voz más potente y cavernosa, aquella tarde salimos del templo con los congojos completamente atravesados en el gaznate.
Era dos amigos, llamémosles Felipe y Amadeo, ya adultos que conservaban su amistad desde la primera infancia. Cierto día, Amadeo le confesó a Felipe que tenía serias dudas de que Dios existiera, como le habían enseñado desde que eran niños, y de que existiera realmente otra vida después de la muerte. "A mi parecer", le dijo, "toda esa parafernalia que monta la religión es sólo teatro para domesticarnos y manejarnos a su antojo." Felipe, naturalmente protestó, señalándole a su amigo que sin Dios, el mundo, la vida, su amigo y él mismo carecían de explicación y, por supuesto, de sentido. 
Pero a Amadeo no se le disipaban las dudas. Muy al contrario, cada día dichas dudas se le iban transformando en la negación de la existencia de Dios. Pero poco antes de que su negación cristalizara y se tornara irreversible, Amadeo enfermó gravemente y, sintiendo que llegaba su última hora, hizo llamar a su amigo Felipe y cuando lo tuvo a su lado le dijo: "Felipe, me muero, ya lo ves, me voy al otro mundo. Te he llamado para decirte que si es verdad que hay Dios volveré a decírtelo." Y no bien hubo dicho estas palabras, expiró.
Pasó una semana, dos, tres. Felipe estaba seguro de que del otro lado de la muerte no había vuelto nunca nadie, salvo Jesús, por eso no le extrañaba que pasaran los días y Amadeo no regresara. 
Pero un día, justo cuando se cumplía el veintiuno de su muerte, a media noche, se escuchó en la habitación de Felipe un estruendo como si se hubiera caído un armario o hubieran tirado una piedra de buen tamaño por la ventana. Felipe despertó bruscamente y al abrir los ojos descubrió a los pies de su cama una figura negra y humeante, tan pavorosa que poco faltó para que sufriera un ataque al corazón. Pero entonces, "¡Feliiipeee! ¡Feliiipeee!", brotó de aquella horrorosa figura la voz que recordaba vagamente la de su amigo fallecido, "Soy Amadeoooo! Vengo a decirte que Dios existe y que yo estoy en el infierno para toda la eternidad por haber dudado de su existencia." Teníamos siete años y entonces no había televisión, ni radio en la mayoría de las casas, ni nada de nada.
Yo no sé en otras religiones, porque no soy un experto en religión comparada, pero en el catolicismo la simple duda es un pecado de tal calibre que, de morir con él, usted va directamente al infierno. Puede llevar una vida intachable, cumpliendo escrupulosamente todos los mandatos de la religión, incluso heroicamente y hasta, quizás con riesgo de su vida, que si en el último momento tiene la más mínima duda, ¡cataclás! de cabeza al infierno. Que religión tan chusca, ¿no?, incluso miserable. ¿Y qué clase de Dios es ese que a mí me predicaban de niño que te endosa un castigo eterno por una simple duda? La realidad es que, hábiles como son, sacerdotes y jerarcas lo único que persiguen es meterte bien metido el miedo en el cuerpo, sabedores de que el miedo que se adquiere de niño es si no imposible sí que muy difícil de erradicar.
Pero la duda está además tan duramente condenada, porque tras ella puede llegar y de hecho llega en muchas ocasiones la confirmación de que todo lo que te contaron no es más que un cuento para tenerte, como se dice, amarrado a los pies de la cama.
Tenía yo alrededor de catorce años y, pese al temor y todo lo demás, a mí me llevaban surgiendo dudas desde hacia bastante tiempo. Por aquel entonces, yo no pretendía alejarme de la Iglesia, sino encontrar respuestas. Y la encontré, la más formidable que hubieran podido darme. Durante un tiempo estuve preguntándome a quien plantearle aquella dudas y tras rechazar a don Julián, el párroco, a los padres de los salesianos en los que estudiaba, me acordé del coadjutor de mi parroquia, don Juan, un tipo cetrino y silencioso, gran fumador, que, aunque yo no lo sabía, vivía amancebado con la señora que, en teoría, le limpiaba la casa y le hacía la comida. Además de su silencio, aquel don Juan, que lo más que me decía era: "tú eres un niño zangolotino que se comió cuarenta kilos de pepinos." y que no tragaba a las beatas, hasta el punto de que les daba la comunión como si estuviera repartiendo cartas de mala leche, aquel don Juan era el mío. Así es que una mañana lo abordé en el atrio de la iglesia.
"Que mire usted, don Juan", empecé tímidamente. "Que yo es que tengo algunas dudas y me gustaría...."
No me dejó terminar.
"¿Dudas?", replicó si alterarse. "¡Dudas! Tú lo que tienes que hacer es rezar, verás como te desaparecen las dudas."
Y justo a partir de aquel momento me desaparecieron todas las dudas, vaya si me desaparecieron. Nunca más volví a dudar. Seguí acudiendo a la iglesia durante un tiempo, porque había que hacer el paripé, pero el catolicismo quedó para siempre fuera de mi vida.

Imágenes: Pinturas del cordobés Manuel Castillero

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