sábado, 27 de agosto de 2022

DE CÓMO ASESINÉ A LA ROMANA



Yo me enamoré del teatro a los nueve años de edad. Fue un flechazo en toda regla. Una sombría tarde de otoño, en el teatro del colegio de los salesianos de Córdoba, hoy sede del Teatro Avanti. No puedo recordar el título de la obra que se desarrollaba en el escenario y, claro es, tampoco su autor. Creo que se trataba de El cardenal. En todo caso, era un montaje del grupo de teatro de la Asociación de Antiguos Alumnos del colegio. El patio de butacas estaba a rebosar de alumnos. Pero yo, no sé por qué, me encontraba en el anfiteatro, junto a sólo un pequeño grupito de compañeros. Me fascinó, sobre todo, la iluminación del escenario en medio de la oscuridad absoluta de la sala, luces de distintos colores que se encendían o se apagaban acentuando o difuminando  los distintos momentos de la obra y, bajo ellas, los personajes deambulando en sus trajes de época, principios del siglo XX, sosteniendo entre ellos diálogos que ni entendía ni falta que me hacía, pura magia para mi, que me permitió vivir uno de los momentos más gratos e intensos de mi estancia en el colegio.
La afición a la lectura era anterior. Tengo para mí que nací con ella. A los cuatro años ya leía el periódico y todos los letreros de las tiendas que veía en la calle, sin enterarme de casi nada, por supuesto. Me enseñó mi padre, que leía mucho, sobre todo en la cama, con su casi perpetuo cigarrillo entre los dedos, pero sólo novelas del oeste, de aquellas de Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane y otros por el estilo. Estas constituyeron también mis primeras lecturas. Las leía a escondidas, algún día contaré por qué. Mas llegó un día en que me cansé de ellas: eran todas iguales. No sé cómo mi padre podía leer una tras otra sin cansarse ni aburrirse.
En una casa humilde en la que faltaba casi de todo, un buen refugio para mí, aunque mucho más adelante, fue la Enciclopedia Pulga. Gracias a ella descubrí a Julio Verne, Salgari, Stevenson, Poe, etc. Me hice de dos ejemplares y luego los iba cambiando por una perra gorda en un local de tebeos y de novelas del oeste y del FBI que había casi al lado de mi casa y que tenía decenas de ejemplares de esta colección.
Mi adolescencia transcurrió en su mayor parte en una guerra permanente entre la naturaleza y la religión. La naturaleza me empujaba a descubrir mi cuerpo, a conocerlo, a disfrutar del placer que podía proporcionarme, en una palabra, me empujaba a masturbarme, cosa que, por temporadas, practicaba casi a diario con exquisita fruición. La religión, por su parte, tiraba de mí, desgarrándome, hacia una antinatural e imposible castidad, cuya exigencia me habían imbuido los santos padres del colegio, señalándomela como el único camino para llegar a ser un hombre de provecho y, lo que era mucho más importante, para conseguir la salvación eterna en la otra vida. Fue una lucha titánica, con episodios que me llenaban de euforia seguidos de otros que me hundían en la más amarga desesperación.
Hacia los catorce años, no recuerdo cómo, cayó en mis manos un libro inolvidable: La Romana, de Alberto Moravia. ¡Madre de Dios, cómo narraba el bueno de Pincherle! ¡Qué verismo! ¡Y que escenas tan eróticas y tan... tan... tan magníficas! Bendito Onán que estás en el paraíso, ni gallardas que me eché yo a costa de la pobre Adriana. Aquel buscándonos las carnes, de la  protagonista con su noviete o con uno de sus clientes, no recuerdo, me ponía como un soldado romano a punto de entrar en combate. Que me perdone don Alberto, pero una vez tras otra volvía a aquel libro buscando únicamente las escenas subidas de tono y siempre con el mismo propósito.
Llevaba sólo unos meses con aquel libro cuando subí por primera vez a un escenario. Fue también en los salesianos. Un domingo de primavera, a primeras horas de la tarde. Me escogió uno de aquellos benditos padres para hacer nada menos que de Santo Domingo Savio, el protagonista de una de aquellas obras educativas de la Galería Dramática Salesiana. En síntesis, la obrita contaba cómo un grupete de niños se hacía con una revistas de mujeres ligeras de ropa y cómo Dominguito Savio que, según contaban no se había masturbado ni siquiera una vez en su vida, los descubría, se apoderaba de las revista y las destruía, después de haber conseguido el acuerdo de los chavales, a los que les había largado una sentida plática acerca de la pureza.
No sé cómo ocurrió. Quizás que, en mi inexperiencia, me metí demasiado en el papel. O acaso fueran los continuos sermones del cura en los ensayos, incluidas las consabidas amenazas ultraterrenales. El caso es que al terminar la representación sufrí uno de los ataques de remordimiento y de temor que me volvían del revés y me empujaban al arrepentimiento y a la expiación, de manera que corrí a mi casa, cogí la queridísima Romana de Moravia, que guardaba como un tesoro bien oculto a las miradas siempre inquisitivas de mi madre, me fui con ella a la orilla del río y allí, cayendo ya la tarde, entre lágrimas y suspiros, fui arrancando sus hojas y una a una arrojándolas al agua. Un asesinato en toda regla del que todavía no he terminado de arrepentirme.


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