domingo, 4 de diciembre de 2022

ESA COSA DE LO QUEER

Desde que en el capítulo dos del Génesis, primer libro de la Biblia, se cuenta que fue creada por Dios de una costilla del hombre, la mujer no ha dejado de ser considerada inferior a éste y, como consecuencia, de estar sometida a él, en el marco de las tres religiones llamadas del Libro: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. No obstante, más allá de ese sometimiento, la mujer no dejaba de ser mujer.
Por si no había quedado claro con la narración del Génesis, el octavo mandamiento de la ley de Dios, contenido en las tablas que el propio Creador le entregó a Moisés en el monte Sinaí, según se cuenta en el Éxodo, segundo libro de la Biblia, dice textualmente: No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo", un mandamiento en el que se ve claramente como el propio Dios, puesto que a Él se debe su redacción, equipara a la mujer a la casa o a un animal como el asno o el buey, es decir, no la considera como persona, sino como un simple elemento al servicio del hombre. Sin embargo y aun cargando con ese desprecio, la mujer no deja de ser mujer.
Pero no son sólo estas tres religiones las que menosprecian a la mujer, sino que ese menosprecio se remonta al momento en que el hombre advirtió que en el nacimiento de un nuevo ser su concurso era tan necesario como el de la mujer. Andando el tiempo, el hombre llegó incluso a la conclusión de que dicho concurso no era igual de necesario, sino superior al de la mujer.
Este concepto de la paternidad se mantuvo invariable a lo largo de los siglos, pasando de la prehistoria a la historia y llegando al mundo siempre tan admirado de los griegos. Es verdad que desde Homero los griegos son admirables por muchos motivos, como la creación de la democracia, de la filosofía, del teatro; por sus aportaciones científicas; por sus prodigiosas arquitectura y escultura, etc. Pero en lo relativo a la consideración de la mujer, Grecia naufraga y no se aparta un ápice de la línea histórica que venían manteniendo todas las culturas. Así, por ejemplo, Esquilo, uno de los tres grandes dramaturgos de la época, junto con Sófocles y Eurípides, en su tragedia las Euménides hace decir a Apolo: "La madre no da la vida al hijo, como dicen. Ella nutre al embrión, la vida la da el padre." En general, en toda la época de la Grecia clásica los hombres desprecian a la mujer, la cual sólo tienen la oportunidad de ser madre. No obstante, no deja de ser mujer.
Pero entonces aparece Aristóteles, ese filósofo tan admirado y elogiado posteriormente, y da un paso más allá, cuando afirma que "la mujer es un hombre imperfecto", un paso realmente grave, en el que, por primera vez, la mujer deja de serlo y, por arte de la mera opinión de un hombre, pasa a ser también un hombre, aunque, eso sí, incompleto. Sin duda, para sostener su despreciable aserto, el señor Aristóteles se basaba en el hecho fácilmente visible de que las mujeres carecen del pene que tienen los hombres. No obstante, tan buen observador de la naturaleza como era, no se fijó en que las mujeres poseen un par de pechos, de los que los hombres sólo tienen un triste remedo; pero, sobre todo, olvidó el milagro natural en que consiste la formación de un nuevo ser humano en el vientre de la mujer, milagro que le está completamente vedado al hombre. Ante la solemne tontería que se le ocurrió soltar no es descabellado sostener que, quizás, lo que Aristóteles sentía realmente era envidia de aquel milagro. Sea como sea, ya se sabe que, como tantas cosas en el mundo patriarcal en el que vivimos desde hace milenios, la filosofía ha estado hecha exclusivamente por hombres y en ella la mujer no suele salir bien parada.
Mucho tiempo después, en los evangelios puede vislumbrarse que el judío Jesús (a muchos se les olvida que Jesús era judío) fue más bien proclive a tratar a la mujer en pie de igualdad, aunque no es posible negar que los evangelios son también un cajón de sastre en el que tienen cabida determinadas ideas y sus contrarias. De todas maneras y, por si había alguna duda del puesto que habría de tener la mujer en el cristianismo, ahí está su verdadero fundador, San Pablo, situando a la mujer en el mismo lugar en el que la situaba la sociedad desde hacía milenios. Así, dice en el capítulo once de la primera encíclica a los corintios: "La cabeza de la mujer es el hombre... Ni fue creado el hombre por razón de la mujer, sino la mujer por razón del hombre... Porque la mujer procede del hombre." Aquí mismo ordena que la mujer entre en la iglesia cubierta ¡o rapada! (la exclamación es mía) y, textualmente: "Las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra, antes bien, estén sumisas, como también la Ley lo dice. Si quieren aprender algo pregúntenlo a sus propios maridos en casa."
En fin, ninguna novedad por parte de don Pablo y del cristianismo en general: la misoginia tradicional desde mucho antes del comienzo de la Historia. Pero, al menos, la burrada de Aristóteles parecía olvidada y la mujer seguía siendo mujer. No obstante, los Padres de la Iglesia, olvidándose de quién era su madre y quién la madre de Cristo, no paraban de echar pestes de ella, era la gran tentadora demoniaca, la puerta del infierno, el instrumento malévolo para la perdición del hombre (pobrecico mío). Todavía en el siglo XX, el papa Juan Pablo II, no se cortó ni un pelo para afirmar que el hombre que mira a su mujer con lascivia, peca y peca gravemente. Es decir, habían pasado casi dos mil años y el pensamiento real de la Santa Madre Iglesia seguía siendo tan misógino como entonces. 
La condición de la mujer estuvo a punto de extraviarse otra vez en la Edad Media, cuando sesudos teólogos, como Tomás de Aquino, estuvieron muy cerca de superar al propio Aristóteles, al que habían recuperado gracias al musulmán cordobés Averroes. Durante bastante tiempo discutieron y casi llegaron a aprobar que la mujer carecía de alma, lo que, al tratarse de un ser animado, la convertía no en un hombre imperfecto, sino directamente en un animal, pues sabido es que los animales carecen de esa cosa inmaterial y, por tanto, invisible, que hoy aún siguen llamando alma y es, según la sacrosanta doctrina cristiana, lo que convierte a un individuo en verdadero ser humano. El asunto no pasó de la discusión y, en consecuencia, la mujer no dejó de ser mujer.
Y así fue pasando el tiempo y, aunque constantemente ninguneada y aun silenciada en campos como los de la ciencia, la pintura, la literatura, etc. la mujer seguía siendo mujer. Y así llegó el siglo XX y luego el XXI y la mujer, no sin una fuerte lucha, logró ir dando pasos hacia la libertad, la autonomía y el reconocimiento de méritos que hasta entonces habían sido patrimonio exclusivo del hombre. Todo ello sin dejar de ser mujer. Hasta que hizo su aparición esa cosa de lo Queer, que intentan colar como filosofía y que no es más que un conjunto de absurdas, retrógradas y hasta miserables ocurrencias que no alcanzan siquiera la categoría de doctrina. 
Nacida en los años noventa del siglo pasado como una degeneración, más que como un desarrollo, del estructuralismo y de la deconstrucción, con un lenguaje técnico y aparentemente creativo, lejos del feminismo, al que, en el fondo, combate y mezclando maliciosamente sexo y género, los teóricos, defensores y propagadores de lo Queer no sufren el más mínimo rubor cuando, entre otras muchas cosas, sostienen que el sexo se nos asigna al nacer, es decir, que, al menos hasta el día de hoy, no es la naturaleza la que nos dota de los correspondientes atributos de macho y hembra, como al resto de los animales, que es lo que en primera instancia somos, sino que estamos ante una construcción cultural. Por esta senda, predican la flexibilidad sexual, no en el sentido de que cualquier persona pueda hacer con su sexo o en relación a su sexo, lo que le dé la gana, sino en el de que yo, o usted, o él o ella, puedan ser hoy hombre o mujer y mañana lo contrario, lo de en medio o lo de ambas cosas simultáneamente. Más aún, que, con sus santos cojones, un hombre, porque aquí está el problema fundamental, pueda en un momento dado afirmar que es mujer y exigir que la traten como tal desde absolutamente todos los puntos de vista, tanto sociales como legales y puede, como en aquel baile de la yenka, dar un paso atrás y volver a ser hombre cuando le parezca, para volver a ser mujer en el momento que quiera.
Más allá del lenguaje, casi siempre enrevesado y confuso, y bastante más allá de su pretensión de progresismo, con una actitud avasalladora y, en muchos casos, insultante, esta cosa de lo Queer constituye, sin ninguna duda, el mayor ataque que haya sufrido nunca la mujer. En efecto, a lo largo de la historia los hombres le hemos hecho de todo a las mujeres, pero hasta ahora jamás, jamás nos habíamos atrevido a apoderarnos de su identidad, de su condición femenina, de su esencia, en una palabra, a suplantarla, que es lo que hace un hombre cuando, con la pretensión que hemos visto, se declara mujer.
Aquí, por arte de la mera palabrería, pero con efectos prácticos, la mujer desaparece por completo, no ya para convertirse en un hombre imperfecto, como pretendía Aristóteles, sino porque ahora ni siquiera se la llama mujer, sino persona gestante y menstruante. De este modo queda libre el campo para que mujer sea sólo el hombre que afirma ser mujer, ya que él, en su estado de mujer, no puede ser definido como persona gestante y menstruante, sino únicamente como mujer.


Imágenes: Internet

 

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