Es difícil encontrar a un historiador de la Iglesia Católica, creyente, o a un sociólogo de la religión, creyente también, que digan la verdad. No mienten por lo que dicen, sino por lo que callan o por lo que distorsionan para acercar el ascua a su sardina, como se dice coloquialmente.
Uno de estos historiadores es Karen Armstrong, que es también socióloga. Nacida en Reino Unido en 1944, la señora Armstrong profesó muy joven como monja en la Sociedad del Santo Niño Jesús, institución que abandonó en 1969 para dedicarse a la enseñanza y a la investigación. Es historiadora de la religión y experta en religiones comparadas. Ha escrito libros como En defensa de Dios, Historia de la Biblia, Buda, Mahoma y Campos de Sangre, entre otros. Es miembro del grupo de alto nivel de la Alianza de Civilizaciones y entre sus variados premios cuenta con el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales.
Bien, pues con toda está formación, publicaciones y premios, en su libro Campos de sangre, que tiene por subtítulo La religión y la historia de la violencia, doña Karen barre para su terreno, el de la defensa de la religión, al considerar como violencia exclusivamente al enfrentamiento físico, sin armas o con armas, entre dos personas o entre grupos de ellas. Ya en la contraportada se afirma textualmente que: "Desafiando la popular afirmación atea que sostiene que las religiones y sus seguidores son constitutivamente violentos... (la autora) demuestra que las verdaderas razones de la guerra y la violencia en nuestra historia, a menudo tienen muy poco que ver con la religión."
No se puede escribir nada más falso que lo que en esas frases se sostiene. Yo no conozco a ningún ateo que afirme que las religiones y sus creyentes sean constitutiva y absolutamente violentos ni, mucho menos, que todas las guerras se deban a motivaciones religiosas.
Pero dejando semejante distorsión de momento aparte, a la señora socióloga se le escapa, no creo que inconscientemente, que en nuestro mundo humano existe una violencia primaria, sumamente potente, que nada tiene que ver con el enfrentamiento físico, armado o no, y que, en todo caso, es anterior a éste. Se trata, como conocen muy bien los expertos, de una violencia de carácter fundamentalmente psicológico, que actúa de manera principal sobre la mente, aunque en determinadas ocasiones el cuerpo no escape de ella. Esta violencia, en apariencia, sutil, ejercida en la mayoría de las ocasiones sobre niños, a menudo muy pequeños, y siempre de un individuo superior sobre uno inferior, deja una huella tan profunda en la mente de quienes la sufren que suele ser la responsable más tarde de la violencia física de los adultos y/o, cuando menos, de sufrimientos sumamente difíciles de superar.
El autoritarismo, por ejemplo, ejercido por un adulto sobre un niño, o el maltrato verbal de un hombre sobre una mujer, ¿qué otra cosa son sino violencia? ¿Y no es violencia también, violencia elemental, primaria, meter miedo a un niño? ¿Acaso no es violencia de la peor especie y, desde luego, anterior a cualquier enfrentamiento físico, la pederastia? Últimamente vienen repitiéndose las noticias y denuncias sobre pederastas religiosos. Seguramente, no existe una violencia más repugnante. que la que valiéndose de la superioridad de la edad, pero, sobre todo, de la superioridad moral ejerce un sacerdote sobre un niño o una niña a los que somete a abusos sexuales. Una acción que deja a la víctima tocada para toda su vida y cuya criminalidad se multiplica cuando, además, es ocultada por los obispos y las autoridades religiosas. Ahora bien, no es posible negar que, mucho más que en instituciones religiosas, tanto la pederastia como el autoritarismo en general se produce en el seno de la familia, es decir, exclusivamente entre laicos.
Sin embargo, sí que existe una violencia inherente a la religión, a cualquier religión. Así, es violencia genuinamente religiosa inculcarle a un niño o a una niña que un ser invisible y todopoderoso los vigila constantemente, de día y de noche, controlando no sólo la totalidad de sus actos, sino también sus palabras y hasta sus pensamientos. Si, además, no se limitan a decírselo, sino que se lo graban en la mente con martillo y cincel, como sacerdotes católicos me hicieron a mí y a buena parte de mi generación, la violencia es de tal calibre que llega a ser casi tan criminal como la pederastia.
Y, no obstante, la violencia exclusivamente religiosa no termina aquí. En el ámbito del catolicismo, que es el que más nos afecta a los españoles, ¿no es acaso violencia el bautismo de un recién nacido, al que de esta forma se convierte en católico sin contar con su autorización? ¿Y qué es, aparte de violencia, la oposición continua a las innovaciones tecnológicas, como históricamente ha hecho la Iglesia Católica y como sigue haciendo en la actualidad cuando condena la investigación con células madre, el uso de embriones humanos fallidos, o la consecución de un bebé capaz de curar una enfermedad incurable de su hermano mayor, no limitando su negativa a sus fieles, sino con la pretensión de extenderla a todo el mundo?
La Iglesia Católica no sólo se negaba a reconocer que la tierra no es ni plana ni el centro del universo, sino redonda y en continuo giro alrededor del sol, también se oponía a la construcción de canales para el riego, aduciendo que los ríos eran intocables, porque así lo había dispuesto Dios, quien, de haberlo encontrado necesario, habría creado también dichos canales. Se opuso igualmente a la vacuna de la viruela, la primera que empezó a aplicarse, gracias a los experimentos del médico inglés Edward Jenner, etc. etc.
Ejemplos como estos de una violencia específica e inherente a la religión podríamos seguir poniendo bastantes. Sin embargo, de esta violencia, anterior y distinta a cualquier enfrentamiento físico, nada quiere saber doña Karen. La señora socióloga prefiere centrarse exclusivamente en la violencia de los enfrentamientos físicos, en concreto, en la guerra, porque en este terreno siempre encuentra la excusa para que, aunque un enfrentamiento, una guerra, tenga en su origen una motivación religiosa, la violencia desatada acabe siendo laica.
Así, por ejemplo, las cruzadas, guerras montadas para liberar la llamada Tierra Santa, entonces en poder de los musulmanes. Se trató de una iniciativa del papa Gregorio VII (1073-1085) que llevó a cabo su sucesor, Urbano II (1088-1099) quien predicó la primera en Clermond (Francia) en 1095. Más religioso no podía ser el asunto, pero como quiera que lo que movió a un gran número de participantes fueron motivos económicos y políticos, la conquista de tierras, con las perspectivas de ganancias personales, pues nada, para la señora Karen, la violencia generada no fue propiamente religiosa, sino laica.
Más descarado aú: la cruzada contra los cátaros proclamada por Inocencio III (1198-1216). En la terminología católica, la de los cátaros era una herejía que la Iglesia no podía tolerar. Por tanto, su extirpación era un motivo exclusivamente religioso. Ahora bien, teniendo en cuenta la ambición del monarca francés Felipe Augusto, que pretendía aprovechar la ocasión para apoderarse de las tierras del Languedoc, entonces independientes de la corona francesa, pues nada otra vez, la violencia que se produjo no era exclusivamente religiosa, sino laica.
Como se ve, no sólo con el silencio de la violencia expuesta en la primera parte, sino también en el terreno de la guerra hace trampas doña Karen, pues lo cierto es que ninguna, absolutamente ninguna guerra se produce por una sola causa, sino que en todas ellas existen distintas motivaciones, que van desde la política, la economía, la religión y hasta mismamente el odio. Pero lo que hay que ver es cual es el motivo predominante y es indudable que a lo largo de la historia son numerosos los conflictos bélicos originados por y para la religión.
Imágenes.- Internet.
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