jueves, 1 de septiembre de 2022

LAS SECUELAS DE LA INQUISICIÓN

Su reino no es de este mundo, no paran de repetirlo, pero la voracidad y la codicia eclesiásticas no tienen límite. Con el cinismo y la habilidad que la caracterizan la Iglesia católica se ha apropiado a lo largo de los últimos años de más de treinta y cinco mil bienes inmobiliarios urbanos y rústicos que jamás fueron suyos, incluidos monumentos como la Mezquita de Córdoba, una apropiación legal, pero ellos saben que ilegítima.
Esta voracidad no es nueva, sino que se ha ido desarrollando a lo largo de la historia, y no se queda únicamente en España, sino que se extiende a todos los lugares del planeta a los que llegan sus tentáculos. Pero centrándonos en España y sin remontarnos demasiado, en 1701, tras la muerte de Carlos II y la llegada de Felipe V, el primer Borbón, el irlandés Tobías Boureck, representante del fugaz pretendiente al trono español Jacobo de Inglaterra, cuenta textualmente lo siguiente: "El clero constituye por lo menos un tercio de este reino, y el tercio más poderoso. Los religiosos tienen la mayor parte de la riqueza del país en sus manos y, si alguna vez llega a haber un levantamiento en España serán ellos quienes, por consideraciones puramente temporales les proporcionen los medio necesarios. El gobierno presente no tiene enemigos más peligrosos que ellos." (Tremenda premonición que, entre otras ocasiones, se cumpliría en el levantamiento de 1808 contra los franceses, o en el golpe militar de 1936 contra el gobierno de la República, contra la que el clero conspiró desde el minuto uno de su instauración.)
Pero la organización verdaderamente voraz dentro del clero fue la Inquisición, organismo represivo católico que estuvo funcionando en España desde 1478 a 1833, nada menos que 355 años y que, si en un principio se dedicó a perseguir herejes, pronto se enseñoreaba del país persiguiendo con cualquier excusa a todo el que se atrevía a alzar la voz por leve que fuera contra la organización, contra los privilegios de la Iglesia o a favor del más mínimo cambio en la organización política, social o económica del territorio.
De la Inquisición se han estudiado más o menos a fondo sus métodos, brutales; su organización; su modus operandi para apoderarse de los bienes de los condenados. Lo que no se ha estudiado aún y, a mi juicio es, quizás, lo más importante, es el sufrimiento no sólo de sus víctimas directas, sino de buena parte de los españoles, así como la huella que dejó en el país y en el modo de ser de sus habitantes. Una organización tan poderosa, presente en todos los estratos sociales, con el mismo afán insaciable de sangre que de bienes materiales, que además actúa durante tanto tiempo, no pasa por un territorio sin dejar en él una profunda huella.
La Inquisición implantó la fiscalización generalizada de los españoles entre sí, fiscalización que no se limitaba a la vida pública, sino que penetraba con el mismo rigor en la privada, introduciéndose hasta el último rincón de las casas. Ay, por ejemplo de los que nunca empleaban en sus cocinas los productos del cerdo, porque eso significaba que eran judaizantes, un delito feroz que la Inquisición perseguía con especial saña. Unos a otros se fiscalizaban los vestidos, los comportamientos y hasta el modo más o menos cordial de saludar. Los españoles dejaron de tener vida propiamente privada, porque hasta el pensamiento propio era peligroso y, desde luego, por diversas razones, había que tener infinito cuidado con las confidencias. 
Blanco White (1775-1841), uno de los españoles más honrados de su tiempo, contaba en sus memorias que cuando empezó a tener dudas acerca de los dogmas católicos, no podía hacer partícipe de ellas ni siquiera a su madre, porque, de hacerla, ésta estaba obligada a denunciarlo a la Inquisición, no sólo bajo pena de pecado, sino de complicidad con su hijo, si, por el camino que fuera, llegaba tal confidencia a oídos de la Inquisición.
Tal fiscalización a lo largo de tanto tiempo se tradujo en un celo desmesurado por preservar la vida íntima. Todavía hoy, a los españoles en general nos cuesta no poco presentarnos, dar nuestro nombre, como hacen, por ejemplo, los norteamericanos a las primeras de cambio, nos cuesta franquear la entrada de nuestra casa, incluso entrar en la ajena cuando nos invitan a hacerlo.
El temible organismo creó toda una espesa red de espionaje que se extendía por todo el país. Los espías recibían el curioso nombre de familiares, que denunciaban no sólo las sospechas de herejía, sino todo tipo de insignificancias y hasta de imbecilidades que, no obstante, en la mayoría de las ocasiones servían para armar un caso e iniciar un procedimiento. El cargo de familiar, que en un principio fue ocupado por personar de baja extracción, debido a que era despreciado, precisamente por su carácter de chivato, con el paso de no mucho tiempo y gracias a la importancia que los inquisidores daban a sus pesquisas, ganó tal relevancia, que no tardaron en ocuparlo personas incluso de la nobleza.
Pero la Inquisición hizo todavía algo peor: dividió a los españoles en dos categorías: cristianos viejos y cristianos nuevos, dando lugar a la aparición de la miserablemente célebre limpieza de sangre, de manera que por las venas del cristiano viejo corría sangre purísima, mientras el sistema circulatorio del cristiano nuevo era poco menos que un albañal. Influidos no poco por la Iglesia, los Reyes Católicos, tan unánimemente aplaudidos por los historiadores, le ofrecieron a los numerosos judíos que existían en el reino la alternativa de conversión o expulsión. La mayoría salieron de España entonces, pero no pocos optaron por la conversión. Casi un siglo antes y después de la encerrona de Tortosa (los historiadoras la llaman Disputa, cuando allí no hubo nada que disputar), Vicente Ferrer, el valenciano, no el de la India, había conseguido con todo tipo de triquiñuelas, artimañas y, sobre todo, amenazas, la conversión contaban que de numerosos judíos.
Bien, pues para la autoridades religiosas, para los católicos de toda la vida y para la Inquisición, con la conversión no bastaba: el judío era siempre judío y, aunque el cristianismo predicase el amor y el perdón, incluso de los enemigos, al judío converso, o cristiano nuevo, había que cortarle las alas y tenerlo bien controlado hasta la vigesimotercera generación, por lo menos. Una situación que, dado que el cristiano viejo no se distinguía en nada del cristiano nuevo, abocaba a los españoles de entonces a hacer malabarismos para demostrar que entre sus antepasados no había ningún judío.
Cuando en 1716 la Inquisición le imputa a Melchor Macanaz ascendencia judía, este se remontó nada menos que catorce generaciones para demostrar la pureza de su sangre, nombrando antepasados ilustres, como Damián Macanaz, que participó en la batalla de Lepanto y Ginés Macanaz, capitán del ejército, defensor de Tarragona en 1641. El abate Jean Vayrac (1664-1734), que viajó por España dejó el siguiente testimonio escrito: "No existe ni un triste aldeano que no traiga siempre su genealogía y que no se esfuerce por convencer a todo el mundo de que desciende en línea recta de los godos que ayudaron a Pelayo a echar a los moros de Castilla la Vieja."
La exigencia de la limpieza de sangre, produjo el afán por la nobleza de la estirpe, por la hidalguía, es decir, por la pertenencia a una clase que rehuía el trabajo, la dedicación al comercio o a la industria, consideradas profesiones viles que sólo podían ejercer las clases inferiores o, lo que era lo mismo, los cristianos nuevos, motivo por el que los que a ellas se dedicaban resultaban también para la Inquisición sospechosos de judaísmo. La de la hidalguía fue una auténtica plaga que cayó sobre nuestro país, por distintas razones, entre las que sobresale la existencia de la Inquisición, porque, aunque a la hora de acusar, esta no discriminaba a nadie, la hidalguía, en principio, constituía un buen salvoconducto ante posibles sospechas, más aún si iba acompañada de la ociosidad. Por toda España se multiplicaban los hidalgos que se morían de hambre antes que ejercer cualquiera de aquellos oficios. Cervantes hizo de ellos una síntesis magistral en la figura de su Don Quijote.


Imágenes de Internet. Para alegrar un poquito la vista, dada la poca gracia del tema.

2 comentarios:

  1. Que de lacras tiene la historia de este país, y en todas está la mano del clero, de una u otra manera. Un abrazo Rafael

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    1. El peso del clero es, sin duda, una de las mayores lacras, si no la mayor, que tiene nuestro país, un peso que no hemos sabido quitarnos de encima todavía. No he incluido la fuente, porque se me ha pasado, pero los datos están tomados de El proceso de Macanaz, de Carmen Martín Gayte, libro que la autora subtitula como : Historia de un empapelamiento.

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