Sí, yo también quise ser sacerdote. En aquel tiempo éramos legión los niños de once, doce o trece años que sentíamos en nuestros tiernos pechos la llamada de la vocación. No puedo precisar qué era exactamente lo que nos movía. Sólo puedo decir que cuando un niño manifestaba, aunque vagamente, aquel deseo, su madre, sobre todo, experimentaba lo que sólo puede denominarse un ataque de gozo.
La mía no era nada religiosa, su misa de ocho de la mañana los domingos, porque había que guardar las apariencias y pare usted de contar. Pero conocía, lo que yo he sabido después: la autoridad, el carisma y la seguridad económica de la que gozaban en general los sacerdotes.
El camino del sacerdocio no era gratis, costaba, mucho, y en mi casa no había dinero, lo que había era hambre. Pero mi madre movió cielo y tierra, hasta que consiguió que un preboste de la parroquia que se dedicaba al negocio del aceite estuviera dispuesto a soltar la pasta mes a mes nada menos que durante doce años, que era lo que entonces duraba la carrera. Y así, un día de finales de septiembre entré en el seminario.
Pero no era sólo la comida, abundante y bien elaborada, era el fastuoso paisaje que nos rodeaba, la lejanía del mundanal ruido con su extraordinaria miseria económica y moral, los baños en el Bembézar, que discurría en el fondo del barranco al que se asomaba el seminario, formando deliciosas piscinas naturales, porque aún no habían construido el pantano... Aunque sin puerta, sólo cerrado con una cortina, teníamos hasta nuestro dormitorio individual.
En San Pelagio fue donde aprendí el amor cristiano. La comida era mala y escasa y además muy mal cocinada. Y a los señores jesuitas no se les ocurrió otra cosa que permitir que nos enviaran comida de nuestras casas. Permitieron más: que el que quisiera se llevara la comida al comedor.
Quiero recordar que estábamos preparándonos para ser sacerdotes y quiero recordar que en la mayoría de las casas había poco que mandar y, aparte de algún minúsculo tarrito de miel o algún tubito de sobrasada o de leche condensada, no teníamos nada con que alegrar lo que nos ponían en la mesa los señores jesuitas.
Pero la interminable posguerra parecía no afectar a alguno y recibían de su casa olorosos y bien surtidos paquetones. Había uno, Gregorio se llamaba, de Pozoblanco, grande, rollizo, pelirrojo, que en la larga mesa de mármol en la que comíamos se sentaba enfrente de mí y que todas las noches, mientras tratábamos de engullir nuestra ración de lentejas viudísimas, él se ponía en el plato tremendas lonchas de jamón bien veteado de la brillante grasa del cerdo ibérico, o tronchos de un salchichón gordo como su brazo y de un maravilloso color nazareno salpicado de gotas de marfil.
¡Y cómo comía el gachó, cómo comía! ¡Con qué fruición movía los carrillos, los dos a la vez! Algunas noches hasta gotitas de sudor brotaban de su frente, mientras la nuez, con precisa cadencia, no dejaba de subir y bajar por su hermoso gaznate.
Ni ¿queréis?, preguntaba el tío, como suele hacerse por educación. Qué iba a preguntar, si veía en los ojos y en toda la cara de carpantas de los que nos sentábamos enfrente cual habría sido la respuesta.
Imágenes:
Fotografías de Cristina García Rodero
Internet.
Habría que ver la procedencia del jamón del gordo, seguro sería oscura . Un abrazo.
ResponderEliminarNo lo sé, Paco. Como el tipo era de Pozoblanco, era seguro jamón de los Pedroches. Como lo hubieran conseguido sus padres, eso queda como incógnita que nunca sabremos.
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