jueves, 3 de junio de 2021

TEOLOGÍA DEL SANTO PREPUCIO

 

Aunque hoy muchos parecen ignorarlo, Cristo era judío. Así es que, cumpliendo con el ordenamiento judío, a los ocho días de su nacimiento fue sometido al ritual de la circuncisión, esto es, la extirpación de la piel que cubría su sagrado glande o bálano.
Esta sencilla operación, si bien muy dolorosa y propicia a la infección, pues se realizaba con un cuchillo de piedra, ha traído de cabeza a los teólogos católicos desde prácticamente los orígenes del cristianismo hasta el siglo XX. ¿Qué fue de aquel trocito de carne, del triste, por diminuto, anillito con el que la naturaleza dotó a los varones no se sabe bien con qué objeto, pues suele originar no pocos problemas? Los judíos tenían por costumbre enterrarlo inmediatamente de amputado. Pero el prepucio de Cristo no era un prepucio cualquiera. Como el resto de su cuerpo participaba de su carácter divino, o lo que viene a ser lo mismo, era un trozo de Dios y, según los más afamados teólogos, es imposible que un trozo del cuerpo de Dios, por más insignificante que sea, siga el camino de la putrefacción. Luego si a Cristo se lo extirparon y no se pudrió, existe. ¿Pero dónde está? Peor todavía: ¿Cuando en la comunión los fieles toman el Cuerpo de Cristo, lo toman entero o le falta este precioso y delicado trocito?
Si la respuesta a la primera pregunta exige la pericia no ya de un historiador, sino de todo un detective histórico, la segunda constituye un problema teológico de primera magnitud. Tan importante es para la teología católica que desde Orígenes las discusiones al respecto no dejaron de crecer. Primera cuestión: ¿ascendió al cielo con Jesús o sigue en la tierra esperando la resurrección de la carne? Muchos argumentaban que, puesto que al cielo entraremos completos, el carismático anillo había ascendido junto con Cristo. Perfecto, replicaban otros, pero si esto es así, ¿cuándo se reintegró en su cuerpo, en el momento de la resurrección o más tarde, en el de la ascensión? Para algunos, el prepucio se encontraba en el cielo, donde se reintegró en el cuerpo del Redentor tras la Ascensión. Tras la extirpación, un ángel lo había recogido y se lo había llevado con él. Por tanto, los fieles podían estar tranquilos, porque cuando comulgaban se tragaban enterito el cuerpo de Cristo.
Sin embargo, no todos lo tenían tan claro. Esgrimiendo argumentos de carácter histórico, muchos sostenían que, como el de cualquier bebé de su tiempo, tuvo que ser enterrado, pues, en primer lugar, el Jesús terreno no pretendió nunca distinguirse del resto de sus compatriotas. Además su cuerpo era un cuerpo humano, semejante al de cualquier fulano de la época que, aunque acogía al mismo Dios, no formaba estrictamente parte de la divinidad, por lo que tanto daba si estaba completo o no. Por otra parte, y este era el argumento de Tomás de Aquino, el prepucio venía a ser un elemento prescindible, más o menos lo mismo que las uñas o que el pelo, que Jesús se cortaría de cuando en cuando. El teólogo Leo Allatius (1586-1669) hacía un exhaustivo resumen de estas discusiones en su obra De Prepucio Domini Nostri Jesu Christi Diatriba (Discusiones acerca del Prepucio de Nuestro Señor Jesucristo)
Atareadísimos, como se ve, andaban los teólogos desde hacia ya tantos siglos, incapaces de llegar a un acuerdo y a punto más de uno de volverse loco cuando hete aquí que aparece la monja vienesa, capuchina, Agnes Blannbekin (muerta en 1715), con la monumental historia de que en toda su vida no había tenido una preocupación mayor que la de conocer el destino real del preciosísimo trocito del carajo, perdón, del pene, del Salvador, preocupación que se transformaba en horrible sufrimiento no sólo psíquico o espiritual, sino también físico a medida que, año tras año, se acercaba la fiesta de la Circuncisión, establecida por la Iglesia el primer día del mes de enero. En la actitud más sumisa que pudo adoptar, la monjita declaró que su sufrimiento había obtenido al fin una maravillosa recompensa por parte del Señor: cierto día, al comulgar, se preguntó una vez más, angustiada y ya casi desesperada, dónde podría estar el divino prepucio. ¡Y aquel día lo supo! De repente, tan pronto como recibió la hostia, la hermana Agnes sintió en su boca un pellejito, de una suavidad indescriptible y de una dulzura absolutamente desconocida para ella. Entonces se lo tragó, pero apenas lo había hecho cuando el pellejito estaba otra vez en su lengua. Se lo tragó de nuevo y al momento otra vez había salido de su estómago. Prepucio adentro, prepucio afuera, estuvo la monjita  durante un buen rato, hasta que el propio Cristo le reveló que aquella maravilla era su prepucio, que había resucitado al mismo tiempo que Él y, por tanto, se encontraba en el cielo, bien engarzado de nuevo en su cipote, perdón, en su pene. Tan grande fue el dulzor que la hermana Agnes experimentó cuando se tragó el prepucio por última vez, tales flaccidez, frescor y gloria se apoderaron de su cuerpo todo que creyó que fallecía y que ascendía directamente al paraíso.
Las revelaciones de la monja vienesa tenían tal viso de verdad que resultaban concluyentes. Por tanto, los teólogos podían descansar al fin y olvidarse de sus diatribas. Ah, pero no todo era tan fácil, porque la monjita podía contar lo que quisiera y nadie ponía en duda su experiencia, ¿pero, si todo lo que ella contaba era verdad, volvieron a la carga los teólogos, cómo explicar la existencia de los prepucios que se conservaban en distintas iglesias de la cristiandad, todos ellos con la vitola de auténticos? En su libro El sagrado prepucio de Cristo, publicado en 1907, el dominico A.A. Müller da cuenta de trece de ellos, localizados en los siguientes lugares: uno en San Juan de Letrán (Roma), otro Charroux, cercad de Poitiers  otro en París, otro en Amberes, otro en Brujas, otro en Bolonia, otro en Bensançon, otro en Nancy, otro en Metz, otro en Le Puy, otro en Conques, otro en Hildestehein, y otro en Calcata (Italia), la mayoría de ellos traídos directamente de Tierra Santa durante las Cruzadas y algunos transportados amorosamente por ángeles. Cada uno de estos prepucios, y otros que el dominico no recoge, como el de Burgos (España siempre menospreciada en Europa) tienen fantásticas historias que llenan de unción a los fieles y de óbolos a las iglesias que los poseen. Por ejemplo, el de Calcata, pequeña localidad de Viterbo, Italia, fue entregado por la Virgen María a María Magdalena, conservado en un frasco lleno de aceite de nardos, regalo que añadiría leña a otra portentosa discusión para la que tampoco se alcanzan acuerdos: la de si María Magdalena fue la esposa o, al menos, la amante de Cristo, con la que habría tenido por lo menos un hijo. Mucho tiempo después y sin que se sepa cómo, el preciadísimo pellejito fue entregado por un ángel a San Gregorio Magno, quien se lo regaló al papa León III, la Navidad del 800, cuando coronó emperador a Carlomagno. Después de distintas peripecias acabó en Calcata, donde todos los años se celebraba una procesión con la reliquia, que atraía a numerosos fieles de los alrededores y también a muchos turistas. Su robo por un desalmado en 1984 produjo gran quebranto en la devoción de la feligresía y en los ingresos económicos que percibía ese día la localidad.
Reputados como muy útiles para lograr el embarazo de las mujeres con dificultades, todos estos prepucios fueron altamente venerados hasta 1900, fecha en que la Iglesia acabó con las discusiones derogando su culto (muerto el perro, se acabó la rabia), derogación que se extendió a la propia fiesta de la Circuncisión tras el concilio Vaticano II, con la excusa de que se trataba más de una curiosidad irrespetuosa que de una verdadera devoción. En la prohibición de 1900, se incluía la de la Cofradía del Santo Prepucio, cuya fundación se remontaba nada menos que a 1427, y por cuya recuperación abogaba el periodista Jesús García Polo en un artículo publicado el 18 de marzo de 2008 en El Norte de Castilla, es verdad que con su puntito de ironía y hasta de cachondeo.
 


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