sábado, 19 de junio de 2021

EL TRIUNFO DEL CRISTIANISMO


"Y el cristianismo triunfó." "Se produjo el triunfo del cristianismo." "El cristianismo, tan perseguido, acabó alzándose con el triunfo." "Y a las persecuciones sucedió el gran triunfo del cristianismo."
Frases más o menos como estas y otras parecidas, en las que el término triunfo constituye el elemento determinante, repiten una y otra vez los historiadores que se acercan a la época de los albores de la nueva creencia, no importa que estén interesados exclusivamente en la religión o que su interés se extienda a la historia del imperio romano, como tampoco importa que se trate de historiadores católicos, protestantes, agnósticos o ateos, salvo muy escasas excepciones, la conclusión en todos ellos, es siempre la misma: el cristianismo acabó triunfando.
El que esto escribe se asombra y se maravilla de que ni uno solo de estos historiadores haga la más mínima referencia a las características o principios esenciales que diferenciaba al cristianismo de la totalidad de las religiones, denominadas despectivamente, tanto por los cristianos como por los historiadores posteriores, religiones paganas, principios fundamentales que avocaban a la nueva religión a exigir, a perseguir y a alcanzar precisamente el triunfo. Tales principios son el exclusivismo, el absolutismo, el proselitismo y el universalismo. Estos principios se encuentran en los textos de los primeros padres, empezando por San Pablo, pero no es necesario esforzarse mucho para descubrirlos, porque aparecen en la práctica diaria de la Iglesia desde los primeros tiempos casi hasta la actualidad.


El exclusivismo es el principio por el cual el cristianismo católico, que es el que terminó triunfando no sólo sobre las religiones paganas, sino también sobre los otros cristianismo existentes entonces, como el Marcionismo, el Gnoticismo, el Donatismo, etc., se declara en posesión de la única Verdad posible, la Verdad absoluta, y, en consecuencia, tacha de falsas y rechaza al resto de las religiones.
Mediante el absolutismo, el cristianismo católico pretende abarcar y controlar la totalidad de los actos, actitudes y pensamientos de los fieles, es decir, la totalidad de su vida, incluso en los aspectos más insignificantes. No es otra la razón por la que proclama que Dios está absolutamente en todas partes y nos vigila a todos y cada uno de nosotros en toda ocasión y en todo momento.
El proselitismo es la característica que lleva al cristianismo católico a ganar cada vez más fieles. Para ello los misioneros, predicadores ambulantes, impulsados por la jerarquía vaticana, incluido el papa, han utilizado distintos medios, desde la predicación pacífica hasta otros más expeditivos, como se ve a lo largo de la historia. En bastantes ocasiones, los misioneros se han dirigido expresamente al rey o al jefe de un país o de un grupo, porque convertido éste, era ya sumamente fácil convertir a la totalidad de los súbditos o subordinados.


El universalismo conlleva la ambición del cristianismo de extenderse y abarcar hasta el último rincón del mundo y de tener entre sus fieles a la totalidad de los seres humanos. Católico significa precisamente universal. Y con esta característica, el cristianismo católico no sólo tacha de falsas al resto de las religiones, no sólo las rechaza, sino que exige su desaparición total. 
En toda la historia de la humanidad, hasta la aparición de esta nueva religión, no había existido ninguna otra que reuniese estos cuatro principio o características. Algunas habían sido proselitistas, pero no con la intensidad que actuaría el cristianismo, acuciado no sólo porque, según el evangelio, este fue el mandato de Cristo, sino porque lo exigían los otros tres principios, especialmente el universalismo. El judaísmo era también exclusivista. Los judíos manifestaban ser el pueblo elegido de Dios, por tanto, ellos, antes que los cristianos proclaman poseer la verdad absoluta. En consecuencia, rechazaban al resto de las religiones, pero sólo dentro de su espacio vital, nunca exigieron su desaparición porque nunca fueron universalistas y, como bien puede verse en la Biblia, reconocían la existencia de otros dioses. 
Estos principios son tan evidentes que es imposible que su omisión por parte de los historiadores sea fruto de descuido o de olvido. Por el contrario, da la impresión de que lo que unos y otros pretenderían sería cubrir con el manto del silencio unos principios que niegan la proclama oficial de la Iglesia. 
En efecto, la Iglesia sostiene una y y otra vez que el catolicismo es una religión de paz y de amor. Pero tal proclama no se sostiene con unas características que inevitablemente llevan al enfrentamiento. No ya una religión, ninguna entidad u organización acepta tranquilamente que otra entre en su territorio con el propósito de restarle seguidores y menos aún con la intención no oculta, al proclamarse como la única verdadera, de hacerla desaparecer.


Es decir, que por más que lo proclamen sus dirigentes y voceros, por más que los fieles puedan creerlo, es falso que el cristianismo sea la religión del amor. Cristo pudo ser lo que quiera fuese, pero, en la práctica, el cristianismo es una religión provocadora y avasalladora, una religión totalitaria. Y así empezó a manifestarse en cuanto tuvo la ocasión de hacerlo. En fecha tan temprana como el 303, el concilio de Elvira (Granada) ya prohibía a los fieles cualquier relación con los judíos, desde el matrimonio hasta compartir con ellos la comida o asistir a sus fiestas.


En el 313, Constantino y Licinio emitieron el edicto de Milán. En él se equiparaba el cristianismo, hasta hacía poco perseguido, al resto de las religiones del Imperio.
Este edicto le otorgaba a los cristianos la entera libertad para practicar sus cultos, pública o íntimamente. Sin embargo, el cristianismo no se conformaba con esta libertad. Su exclusivismo exigía no sólo ser libre, sin ser único. Por consiguiente continuaron rogando, batallando y conspirando, hasta que, al fin, alcanzaron su propósito cuando Teodosio I, llamado el Grande, exclusivamente por los cristianos, por cierto, nacido en España, en el año 380, emitió el dicto de Tesalónica, que convertía al cristianismo paulino, es decir, el cristianismo católico salido de Nicea, en la única religión del imperio, prohibiendo, bajo pena de muerte, la practica de todas las demás, incluso si se practicaban en el recogimiento de los hogares.


Y así fue: el cristianismo acabó triunfando. Ahora bien, hasta su aparición, en toda la historia de la humanidad ninguna religión había necesitado ni pretendido ni exigido el triunfo sobre las demás, ni siquiera el judaísmo. Ninguna había buscado la desaparición de las demás. Si hoy en día da la impresión de que la Iglesia se conforma con la existencia de otras religiones, si incluso busca el acuerdo con, al menos, las otras dos religiones llamadas del Libro, judaísmo e islamismo, es porque no le queda otro remedio, pero recuérdese como en España, sin ir más lejos, se produjo la expulsión de los judíos y la de los moriscos, porque el país debía ser exclusivamente cristiano y católico.

Imágenes: Internet


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