viernes, 12 de marzo de 2021

UN BANQUETE SINIESTRO

 

El poder corrompe, lo mismo que el dinero. Todos los estudiosos están de acuerdo: a más dinero y más poder, mayor corrupción. Y en esta corrupción siempre tiene un espacio reservado el sexo.
Son muy pocos los emperadores romanos que se libraron de ejercer el poder despóticamente y sin practicar toda clase de perversiones eróticas. Domiciano no fue uno de ellos.
Y el caso es que, de entrada, no era mal tipo, todo lo contrario, era culto, aficionado a las artes y a las letras. Escribió poesía y algunos tratados referidos a la administración del Estado. Incluso llegó a escribir un tratado sobre el cuidado del cabello, atormentado con su calva, que cubría con una peluca.
Sucedió a su hermano Tito, no estando destinado a ser emperador, y reinó del 81 al 96. Durante los primeros años su gobierno puede calificarse de modélico: protegió la agricultura y las letras y, en lo referente a la moralidad, prohibió a las prostitutas desplazarse en litera y decretó la pena de muerte para las vestales que practicaran sexo.
Pero, confirmando las afirmaciones del principio de esta entrada, todo se torció a partir del año 93, momento en que se convirtió en un déspota sádico y en un libertino absoluto. Organizaba fiestas sexuales, a las que llamaba luchas de cama; también batallas navales en las que los marineros eran jóvenes desnudos.
Pero lo mejor eran los banquetes que se montaba: Domiciano introducía a sus huéspedes en un gran salón enteramente pintado de negro, incluido mobiliario, cubiertos, vasos, copas, todo. Junto a cada uno de los invitados había colocado previamente una lápida sepulcral con su nombre. Una vez todos aposentados, y sin duda aterrorizados, hacían su entrada grupos de muchachos y de muchachas completamente desnudos y también pintados de negro, que danzaban y ronroneaban alrededor de los invitados, a quienes a cada instante atacaba con más fuerza la jindama. Tal iba siendo su nerviosismo que para cuando aparecía la comida a los comensales se les había pasado por completo el apetito y lo que necesitaban con urgencia era un inodoro
Pero había que comer y los invitados comían en absoluto silencio, seguros de que en cualquier momento su cabeza iba a rodar por los suelos. La única voz que se escuchaba era la de Domiciano, relatando precisamente cómo iba a matarlos a todos.
Sin embargo, no se trataba más que de una broma. Cuando, cansado, el emperador ponía fin al banquete, lo invitados salían de la sala como si huyeran de un toro furioso, llegaban a su casa sudando a mares todavía y con el vientre absolutamente descompuesto. Pero aún le faltaba por tener una última sorpresa: no habían hecho más que llegar a su casa, cuando hacía su aparición uno de los bailarines, cargado con la lápida de marras. Esta era de plata y junto con el propio bailarín o bailarina constituía un regalo del emperador, que no se yo hasta qué punto tranquilizaría al invitado o la mantendría en vilo y al acecho durante semanas e incluso meses.


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