viernes, 20 de junio de 2025

CIEGOS Y SORDOS

El próximo cinco de noviembre, Dios mediante, el señor Charles Clyde Taylor cumplirá noventa y cuatro años. Nacido en Montreal (Canadá) en 1931, este buen hombre de apellido inglés es antes que nada un fervoroso defensor de la provincia francófona de Quebec. Es también filósofo, pero eso después, aunque la filosofía haya sido y siga siendo su profesión. Filósofo, además, creyente, y, para más señas, cristiano. En su ya larga carrera vital, ha sido profesor de filosofía en distintas universidades, entre ellas Oxford, la más renombrada. Igualmente, ha recibido premios como, en 2007, el que otorga la Fundación Templenton, dedicado a los estudios de carácter espiritual, principalmente religiosos, o el premio Ratzinger, que otorga el Vaticano y que le entregó el papa Francisco en 2019.
La filosofía del profesor Taylor se centra en el estudio de la modernidad y los cambios que en los últimos tiempos han ido sufriendo nuestras sociedades, con especial hincapié en las formas que hasta el día de hoy ha ido adoptando la religión. El que se considera más importante de sus libros y también el más famoso es el que lleva por título Fuentes del yo: una construcción de la identidad moderna. En él y a través de un repaso de la historia, mister Taylor, ilustra al lector acerca de la evolución por la que ha ido pasando, el concepto o, mejor, la entidad del yo hasta llegar a la concepción de un yo personal en el que, siempre según nuestro filósofo, se reconoce la individuación de cada ser humano, desvinculado de la naturaleza, pero también de la tradición, la cual, sin haber pasado al estatus de obsoleta, se sitúa en un segundo plano. Platón, cómo no, San Agustín, Descartes y la Ilustración, se encuentran en las páginas del libro como apoyo a la tesis del filósofo.
Importante es también el libro Una edad secularizada, dedicado exclusivamente a la filosofía de la religión. En él trata de rebatir la tesis de Max Weber y otros, consistente en el avance de la secularización a medida que crece el progreso en ciencia, tecnología y economía, es decir, a medida que los seres humanos van superando el estado de necesidad y de inseguridad, estado en el que se debatían las sociedades premodernas y siguen debatiéndose hoy los países subdesarrollados. Libros suyos traducidos al castellano son también: Hegel, Variedades de la religión hoy, La ética de la autenticidad, Multiculturalismo y política del reconocimiento.
Bien, pues este caballero de tan larga experiencia, tan reconocido filósofo y tan cristiano, no traga a los ateos. Al respecto, entre las muchas perlas que va soltando en sus escritos y, más que probablemente, en sus clases y conferencias, destaca esta, encontrada en su libro Una edad secularizada: "Los ateos llevan una vida más pobre, una vida de algún modo menos plena que la de los creyentes." Y en una increíble parrafada añade que "los ateos ansían algo más, algo superior a lo que es capaz de ofrecer el autónomo poder de la razón, que los ateos viven ciegos y sordos a esos momentos en los que Dios irrumpe en lo real, como sucede en las obras de Dante o de Bach, o incluso en la catedral de Chartres."
Ante semejante acusación de un hombre tan sumamente célebre y celebrado, yo me pregunto: ¿Esta gente es gilipollas o, tan creyentes y piadosos como son, lo que buscan es tocar las pelotas y los ovarios? En una sociedad moderna o no, el principal problema que plantea el hombre religioso consiste en que no se conforma con serlo, sino que pretende que lo seamos todos, hasta el perro y el gato. Tiene tan introyectada la posibilidad de la salvación o la condenación eternas, que está dispuesto a llevarnos incluso a la hoguera con tal de lograr nuestra salvación. 
Porque, ¿cómo carajo (creo que este es el lenguaje que se merece un tío tan "listo"), cómo carajo sabe el eminente señor Taylor lo que pasa por la mente de un ateo para soltar semejante bellaquería? ¿En qué fuentes ha bebido? ¿A cuántos ateos ha interrogado? ¿Cuántos güisquis se había tomado antes de soltar esta parrafada? 
Para empezar, el ateo se encara sin rodeos a la "pesada carga de la vida", que señalaba con acierto Nietzsche, en tanto el creyente huye de ella refugiándose en la religión. La entereza del ateo ni siquiera la huele el hombre religioso. Ateos hay de todos los colores, no vamos a negarlo, pero, en general, el ateo actúa sin segundas intenciones trascendentales, en tanto la persona religiosa no hace nada que no sea con miras a su salvación. Un ejemplo rápido: Organizaciones como Médicos sin fronteras actúan con el único propósito de mejorar la salud de las personas en lugares traumáticos. No diré que sus miembros son ateos, pero la organización sí lo es, en cuanto que se limita a aplicar conocimientos y medios puramente científicos y humanos, sin referencia a transcendencia alguna. En cambio, grupos religiosos como los Padres Blancos, por ejemplo, y los misioneros cristianos en general, llevan escuelas y hospitales y otros bienes a países necesitados, y es evidente que con ello mejoran la vida de las personas, pero esta no es más que una excusa,  la razón última por la que lo hacen no es otra que predicar el evangelio y convertirlas y, por supuesto, siempre con la mira puesta en el otro mundo y en su salvación.
Éticamente, pues, la diferencia es brutal a favor del ateo, se ponga como se ponga don Taylor.
Otro problema de los hombres religiosos consiste en que si se dedican a la filosofía, en realidad, no filosofan, ofrecen catequesis de altura, quiero decir catequesis para personas con cierta formación. Emplean términos, fórmulas y maneras filosóficas, pero lo que hacen es endiñar a sus alumnos y a quienes los leen todo el material dogmático de su creencia. En defensa de la religión, sostienen enfáticamente que ésta y la ciencia no chocan, porque cada una busca la verdad por diferentes caminos. Y se quedan tan panchos, cuando saben de sobra que esa afirmación es falsa, porque el camino de la ciencia es el de la investigación y el conocimiento, en tanto el de la religión es la fe y ésta lo primero que exige es el rechazo de la razón. Lo dicen Agustín y Lutero y Tertuliano y tantos que esgrimen la fe como su bandera. La verdad científica exige la evidencia, la comprobación; la fe, en cambio promueve lo que llaman verdades metafísicas, que no son otra cosa que puras elucubraciones sin ningún valor real, porque no son comprobables ni mucho menos evidentes.
El individuo religioso, el creyente es necesariamente dogmático, vive en la verdad inmutable de su fe. Todas las religiones tienen establecidos sus dogmas a los que hay que acogerse porque sí, o porque es absurdo, como afirmaba Tertuliano, mandando a hacer puñetas la razón que, no lo olvidemos, también les ha sido dada por el Dios en el que creen. El ateo, pone en duda todas las certezas, las contrasta continuamente, descubre que lo que hasta hoy ha sido cierto deja de serlo, porque hay algo mejor que lo sustituye. La duda, no la certeza, es, principalmente, lo que permite avanzar a las sociedades, también en el plano moral. Lo absoluto es un fraude.
Richard Taylor
En fin, el señor Taylor puede seguir filosofando, creyendo, practicando y encontrando consuelo en su religión,  con la seguridad de que ningún ateo va a meterse en su vida ni a reprocharle que reniegue de la razón ni a acusarlo de nada. Si yo ahora me he tomado la libertad de rechazar su referencia a los ateos, puedo decir en mi descargo lo mismo que en cierta ocasión dijo Mafalda: Él fue el que empezó.

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