viernes, 23 de mayo de 2025

IN ARTÍCULO MORTIS

¿Os acordáis de Plácido, la película de Luis García Berlanga? Cierto día del mes de mayo, siendo yo monaguillo en la parroquia de San Pedro, como ya he contado por aquí alguna vez, se recibió el aviso de que un hombre se estaba muriendo. Inmediatamente, don Julián, el párroco, salió de su despacho y entre él y yo lo dispusimos todo para llevarle los últimos auxilios de la religión, como se decía entonces, la comunión y la extremaunción. Yo no sé cómo lo hacían, pero en un abrir y cerrar de ojos ya había cuatro hombres portando el palio y otros cuatro o seis con los faroles.
El hombre se encontraba en la posada de las Yerbas, en la calle Juramento, un lugar misterioso, para mis ojos de niño, por cuya puerta me veía obligado a pasar en muchas ocasiones, cosa que hacía acelerando el paso y sin mirar al interior. El cortejo avanzó por la calle del Poyo, siguió por Almonas y dobló por Cedaceros, para, a la derecha, entrar en Juramento, hacia cuya mitad se encontraba la posada.
Yo, que iba como siempre en cabeza, entré sin dejar de tocar la campanilla, más que para avisar, para disimular el tembleque que se estaba apoderando de mí.
Había varios huéspedes en el patio, que se apresuraron a caer de rodillas, como estaba mandado. Enseguida la dueña del establecimiento, o la encargada, o quienquiera que fuese nos llevó hasta la puerta de la habitación en la que se encontraba el enfermo. Entramos don Julián y yo, mientras los hombres con el palio y los faroles se quedaban en la puerta. En aquella España turbulenta, comida por el hambre, las chinches y los piojos, aquella habitación era el sitio más lóbrego al que yo había entrado nunca. Debía medir no más de tres metros de largo por poco más de dos y medio de ancho, carecía de ventanas al exterior, de modo que, una vez cerrada la puerta de entrada, la única luz procedía de una bombilla colgada del techo y su potencia era tan endeble que la habitación no pasaba de una penumbra mortecina, fúnebre. Una mujer, algo más joven que el hombre, quizás, aunque de aspecto pesaroso, enmohecido, cogía la mano del moribundo, con esa ternura mansa y como sobrecogida que sólo es patrimonio de los pobres.
Don Julián se desentendió del enfermo y se dirigió a la mujer
-¿Es usted su esposa? -le preguntó perentoriamente.
-No, no -respondió la mujer poco más que en un hilo de voz.
-Pero hace vida marital con él, ¿no?
-¿Vida marital? -se encogió la mujer sin atreverse a mirar al párroco- ¿Qué es eso?
-¡Qué vive usted con él! ¡Que comparte su cama!
-Sí, eso sí -susurró apenas la mujer.
-¡Pues tienen ustedes que casarse! ¡Ahora! -bramó don Julián. Y la mujer, pálida, casi gris:
-¡Casarnos! -exclamó.
-Sí no quiere ver a ese hombre en el infierno, donde arderá por toda la eternidad, porque no es posible darle los sacramentos a quien vive abarraganado.
-Sí, sí, cásenos usted, haga lo que quiera -sollozó más que respondió la mujer.
A partir de aquí, todo sucedió prácticamente igual que en la secuencia de Plácido, salvo que el ambiente era mucho más siniestro y también algo más complejo. Para empezar, se necesitaban dos testigos que conociesen a la pareja, así es que allá que salí yo en busca de nuestra guía a ver si en la posada había en aquel momento dos personas que cumpliesen la condición reclamada por don Julián. Había sólo una, un hombre.
-Pero si vas a la Corredera, en los soportales verás a varias mujeres paseando arriba y abajo, cualquiera de ellas conoce a los dos.
"Varias mujeres paseando...", si, prostitutas que tenían allí su cuartel general, viudas, más que probablemente, de algún republicano muerto en combate o represaliado durante o tras el final de la guerra, en una postguerra que no iba a terminar nunca. Era evidente que la mujer que acompañaba al moribundo era también una prostituta.
Muchas veces pasaba yo por aquella plaza, porque era uno de los dos caminos para ir desde mi casa a casa de mi abuelo, en la calle del Cister, esquina con la Cuesta del Bailío, y al centro de la ciudad. Todavía se alzaba en ella el monumental mercado de hierro que la ahogaba  casi por completo y que debió ser trasladado a otro sitio de mayor amplitud, en lugar de proceder a su derribo sin más. Con esa curiosidad morbosa, en la que no falta el temor, que suele acompañar a la adolescencia, yo pasaba por el lado de los soportales, pero por el exterior, aunque no perdía vista el interior. Por aquel entonces bullía allí un submundo brumoso, patético y, al menos para mí, atemorizador. Tipos desubicados, vagabundos de todo pelaje, rufianes, sin duda, chulos, charranes, matasiete y rajabroqueles, que acudían a las dos o tres tabernas y a las casas de comida y de huéspedes que allí se encontraban, muchos de ellos clientes de aquellas mujeres, de aspecto cansado y tristísimo y edad, casi seguro, bordeando los cincuenta o por encima de ellos.
Superando mi temor, llegué a los soportales por la calleja del Toril, y a la primera mujer que encontré le di el nombre de la que acompañaba al moribundo y le dije lo que se necesitaba, y ella, una mujerona de las más jóvenes que por allí andaban, no dudó en acompañarme.
Bien, con los testigos junto al lecho, comenzó la ceremonia. 
-Fulano de tal, ¿quieres recibir como esposa a fulanita, aquí presente, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, así, amarla y respetarla todos los días de tu vida? 
Preguntó don Julián sin ahorrarse ni una sola de las palabras de la fórmula habitual. Yo alucinaba, era la primera vez que asistía a la celebración de un matrimonio en semejante situación, aquel hombre estaba ya más muerto que vivo ¡y el párroco le pedía ser fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad! El hombre se revolvió ligeramente en el lecho, pero no contestó. 
-¿Me has oído? ¿Me has oído? -casi bramó don Julián, más furioso que preocupado- ¿Me oyes? ¡Contéstame! ¿Quieres a esta mujer por esposa...?
-Grrrrr -brotó de la garganta del moribundo lo que, más que una respuesta, a mí me pareció un estertor de agonía
-¡Ha dicho sí! -exclamó tajante don Julián- Admitámoslo porque es lo mejor para todos. 
La pregunta entonces fue para la mujer, que seguía cogiendo la mano del enfermo. Este emitió un nuevo gruñido, más largo y profundo que el anterior, se arqueó ligeramente y cayó como derrumbado.
-Creo... Creo... que ha muerto -lloriqueo la mujer
-¡Conteste usted sí o no!
-Sí, sí -mientras las lágrimas rodaban ya mansamente por su mejillas.
-¡Yo os declaro marido y mujer! -y a los testigos-: ¡Tienen ustedes que pasar por la parroquia para firmar el acta matrimonial!
Y no hubo tiempo para más. El enfermo había muerto del todo, muerto, muerto, así es que don Julián le aplicó rápidamente los aceites de la Extremaunción y tras recordarle a los testigos que firmar aquel acta era una obligación inexcusable, salió de la habitación con el mismo ímpetu con el que había entrado, sin dirigirle ni siquiera una palabra de piedad o de conmiseración a la mujer que, según propia confesión, hacía vida marital con aquel hombre ¡sin estar casada! 





No hay comentarios:

Publicar un comentario