La IA (Inteligencia Artificial) está revolucionando el periodismo, entre otras muchas cosas de esta vida nuestra tan ajetreada. Gracias a ella hoy es posible viajar en el tiempo, por decirlo así, y hasta hablar cara a cara con personajes que desaparecieron de este mundo hace cientos y hasta miles de años. Tal revolución la conocen bien en el periódico La Hora de Ahora, que se edita en la ciudad de Nueva York, en diecinueve idiomas, para satisfacer a la variada gama de sus lectores, cada día más numerosos.
En la creciente plantilla del diario destaca Horacio Pucha Pineda, un auténtico trotamundos capaz de hacerle una entrevista al Espíritu Santo en la hora de la siesta, único momento del día en que la tercera figura de la Trinidad puede procurarse algún descanso.
-Quiero dos entrevistas con la pregunta: ¿Por qué permite dios el mal?, una de ayer y otra de hoy -le encargó el director a Pucha- La comunidad de nuestros lectores anda bastante inquieta con este asunto, especialmente desde que el Trump ese quiere mandar a medio país a tomar morcilla.
-De acuerdo, jefe.
Y Horacio Pucha cogió la motocicleta, la arrancó trasteó en una pantalla que tenía en el centro del manillar y en menos de lo que se tarda en contarlo estaba el tío en Hipona, pidiendo ver a Agustín de Tagaste, el señor obispo. Una vez ante él, Horacio no se anduvo con rodeos.
-Señor obispo, ¿Por qué permite Dios el mal en nuestro mundo?
El futuro San Agustín miró al periodista con marcado desdén.
-¿Dice usted que viene del siglo XXI?
-Y de la ciudad de Nueva York, sí
-¿Y aún se están haciendo ustedes esta pregunta?
-Ya lo ve, eminencia -respondió Pucha, no muy seguro de si a un obispo se le llamaba ya eminencia.
El futuro San Agustín, alzó la cabeza y adelantó la barbilla, en un gesto que parecía de desafío.
-Esa pregunta, joven, no diré yo que sea una imbecilidad, pero sí que carece de sentido. ¿Sabe usted por qué? Porque el mal no existe.
-¿Cómo es eso? -preguntó inquieto Pucha.
-¡No, el mal no existe! ¡Lo único que existe es el bien! Lo que usted llama mal -añadió el señor obispo con un indudable tono de orgullo- es sólo ausencia de bien. ¡Hace más de treinta años que lo vengo diciendo!
El periodista dio un respingo y le retiró el micrófono al entrevistado.
-Muchas gracias, eminencia- con esa respuesta basta, ¿no le parece?
-Usted sabrá, joven.
-Saber, saber... Pero sí, es suficiente. Muchas gracias, de nuevo.
Y, sin más, Horacio Pucha dio media vuelta y salió a paso ligero en busca de su motocicleta. Unos minutos más tarde estaba en Madrid, para hacer una segunda entrevista, pero antes decidió dar un paseo, porque la respuesta del obispo de Hipona lo había desconcertado bastante. Caminando al albur de sus pasos, llegó a la Plaza Mayor. Allí se sentó en la terraza de la cafetería Magerit y le pidió al camarero un carajillo "doble, más bien un carajo", le dijo sonriente al camarero, "a ver si consigo dominar la carajera que llevo encima."
Y es que escuchar directamente de la boca del obispo una afirmación que Pucha había más que leído y oído, pero sobre la que nunca se le ocurrió reflexionar, lo tenía completamente apurruñado. "O sea, para que yo me entienda", murmuraba para sí, "cuando el león clava sus dientes en el pescuezo de la gacela hasta que pone fin a su vida no la está matando, sino que le está quitando un bien, el bien de la vida, y la gacela no está muerta, sólo privada de ese bien. Y ya en el colmo de la argumentación agustiniana, cuando el león devora la carne de la gacela está, obviamente obteniendo un bien. Es decir, que, según el señor obispo de Hipona, en toda esta secuencia no aparece el mal por ninguna parte, sólo el bien, por ello no se la puede calificar de dramática. ¡La madre que parió... Si Rodríguez de la Fuente levantara la cabeza!
Horacio Pucha Pineda no sabía si reír o llorar, estaba nervioso, era evidente, se rascaba la cabeza, miraba a un lado y a otro, como si temiera que alguien lo fuese siguiendo y, al fin, sin levantar la voz, estalló. ¿De veras San Agustín pensaba esto? ¿De verás el santísimo y sapientísimo obispo de Hipona creía que la gacela no sufre mal alguno? ¿De veras creía que tener que matar para vivir como tenemos que hacer todos no es un mal radical? Pues si lo creía", se dijo apurando el carajillo, "por gran filósofo que fuese era un imbécil de vuelta y media. Y si no lo creía y aquella era su forma de defender a su Dios, entonces estaba enteramente poseído por el mal."
Mucho más tranquilo, tras este desahogo, nuestro periodista abandonó el bar y partió a entrevistar a un tal señor Hurtado, del que, lo único que sabía es que era católico creyente y practicante, tenía siete hijos y últimamente, en su numerosas conferencias venía sosteniendo que podía demostrar la existencia de Dios, aunque, la verdad, Horacio Pucha no se había preocupado de comprobar con antelación si era cierto que lo demostraba.
La pregunta del periodista al señor Hurtado era la misma que a San Agustín, por lo tanto, Pucha, no esperaba una respuesta diferente, quizás con matices que supusieran su actualización y nada más.
-Dígame, señor Hurtado: ¿Por qué permite Dios el mal?
Pero el periodista se equivocaba. La respuesta del señor Hurtado no tenía nada que ver con la de San Agustín.
-Bueno, verá, no es que Dios permita el mal, no lo permite -afirmó el entrevistado, sonriendo con inequívoca jactancia-, Lo que ocurre es que Dios no quiere hacer del ser humano un esclavo o un autómata, por tanto, al crearnos, nos dotó de lo que llamamos libre albedrío, es decir, de la capacidad de actuar en todo momento libremente. Por tanto, cuando nosotros actuamos mal no puede decirse que Dios sea el responsable, los responsables somos nosotros.
Esta respuesta no desconcertó a nuestro periodista, su efecto fue el de irritarlo profundamente. Qué clase de galimatías sofístico era aquél. Pucha pensó que el tal Hurtado se burlaba de él y a punto estuvo de levantarse y meterle el micrófono entero en la boca. Consiguió contenerse y, aunque sabía que su misión debía limitarse estrictamente a formular preguntas, sin entrometerse en las respuestas, prorrumpió:
-Es usted un buen creyente y mejor practicante, ¿no es cierto, señor Hurtado?
-Soy creyente, si, creo firmemente que Jesucristo es Dios y que nos encontraremos con él en la vida verdadera, que empieza después de esta.
-O sea -se lanzó el periodista sin el menor titubeo-, que me toma usted por gilipollas.
-¿Cómo dice? -exclamó el señor Hurtado, incapaz de creer lo que acababa de oír.
-Digo que me toma usted por gilipollas con el rollito del libre albedrío. A no ser que lo diga de verdad y entonces el gilipollas es usted.
-¿Pero cómo se atreve...?
-No lo tome usted como un insulto, sino como mera descripción -sonrió el periodista-. Verá usted, se lo explico es dos palabras: De acuerdo con su creencia, cuando usted muera irá sin duda al cielo y allí no tendrá usted ese cacareado libre albedrío, porque ¡no podrá hacer el mal! Y si, Dios no lo quiera, tiene usted algún muerto en el armario y va usted al infierno, tampoco tendrá libre albedrío, ya que allí no podrá ni pensar en hacer el bien. Por consiguiente, eso del libre albedrío no es más que un bonito cuento con el que gente como usted pretenden no tanto endulzarle la vida al personal, como mantenerlo en el estado amorfo de resignación, justificando la real existencia del mal. O lo que viene a ser lo mismo. Que el Dios en el que usted cree, pudo haber hecho un mundo en el que el mal no existiese.
-Bueno, mire, yo puedo explicarle.
-Usted, señor Hurtado, no tiene nada que explicarme, ni a mi ni a mis lectores, siga usted engatusando imbéciles y que su Dios se lo tenga favorablemente en cuenta. Buenos días.
Y ahora sí, Horacio Pucha guardó apresuradamente sus bártulos y salió deprisa, dejando al señor Hurtado con la palabra en boca.
No obstante, Camino del periódico se preguntaba qué diría el director cuando leyera el trabajito que le llevaba.
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