Leibniz (1646-1716), fue uno de los filósofos, científicos y matemáticos más importantes de los siglos XVII y XVIII. Hijo de un profesor de filosofía moral en la universidad de Leipzig, Leibniz fue un niño precoz. Su padre tenía una importante biblioteca y, con sólo ocho años, el niño dominaba, entre otras cosas, la filosofía escolástica, él mismo cuenta que con esa edad leía, entre otros, al español Suárez, con la misma facilidad o mayor con que un doctor en leyes podía leer una sentencia dictada por un juez o un recurso presentado por la fiscalía.
En matemáticas, a Leibniz se le debe el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Durante bastante tiempo se creía que el filósofo alemán había plagiado a Newton, al que se tenía por el verdadero descubridor de dicho cálculo. Hoy se sabe que ambos, Leibniz y Newton alcanzaron su descubrimiento por separado, se sabe que Newton lo alcanzó primero, pero tardó tres años en hacerlo público, tiempo durante el cual Leibniz publicó el suyo.
Convencido de la armonía preestablecida del universo, Leibniz recuperó la idea de las mónadas, que ya habían sostenido los griegos, especialmente los pitagóricos, quienes entendían por mónada el Uno, es decir, Dios o la Unidad Originaria. Para el filósofo alemán, la monada es una sustancia inmaterial que confiere el dinamismo al universo.
La armonía del universo incluía la de la Naturaleza en la tierra. De ella afirmaba que era el reloj de Dios. Su entusiasmo en este sentido era del tal calibre que no dudó en afirmar que el nuestro era el mejor de los mundos posibles. Y lo sostenía con el argumento de que, de no ser así, Dios no habría creado nada, pues no puede obrar sin una razón o preferir lo menos perfecto a lo más perfecto.
Causa verdadera perplejidad que tanto filósofos como teólogos afirmen que Dios es incognoscible, que sólo podemos obtener cierto conocimiento de Él a través de sus obras y, seguidamente, leer cómo esos mismos filósofos tienen controlado a Dios, hasta el punto de asegurar que, siendo omnipotente, como afirman que es, no puede hacer lo que le salga... del alma, sino que tiene que obrar siempre con una razón y preferir lo más perfecto a lo imperfecto. Para hartarse de llorar o para mear y no echar gota, no sé, elija el posible y amable lector, según sus sentimientos. Porque cuesta lo suyo entender que un tipo tan inteligente como Leibniz soltara una frase tan rotunda, cuando cualquier mortal tiene en mente cinco o seis mundos mejores que este.
La afirmación del mejor de los mundos la hace el filósofo alemán en su libro Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal en la sociedad. Una vez más, y no falla, cuando los filósofos hablan del mal, se refieren exclusivamente al que pueden realizar y realizan los seres humanos. Se les olvida o, más acertado, no quieren saber nada de ese mal previo a cualquier otro que consiste en la necesidad que tenemos todos los seres animados de matar para vivir, un mal que constituye el marco o el campo de juego en el que se desarrolla la vida, la esencia misma de ésta, resumible en un sólo dicho: no hay vida si no hay muerte, pero muerte violenta, ejercida por el ser que pretende vivir. Un marco anterior a la misma existencia del ser humano, prueba rotunda de que, si el mundo ha sido creado por un ser inteligente, por Dios, como quieren los creyentes, o no es omnipotente o de bueno tiene lo que un servidor de obispo de Guadalajara.
Pero obviemos este marco y aceptemos por un momento la propuesta de los filósofos. Hace bastante tiempo que se dejó atrás el concepto agustino de que el mal no existe, puesto que es sólo carencia de bien, un argumento tan pobre, tan lejos de la realidad, que cuesta creer que fuese siquiera expuesto. Hoy lo que se defiende es la libertad del ser humano para elegir o para hacer el bien o el mal, es decir, el libre albedrío. Para los filósofos teístas, la mayoría, tal libre albedrío constituye el toque divino en el ser humano y es una de las pruebas más contundentes de la existencia de Dios. Para ellos, Dios pudo haber creado al ser humano sin el libre albedrío, pero entonces:
a) Los seres humanos seríamos autómatas, especie de robot, por utilizar una idea actual.
b) Nuestros actos carecerían de mérito, puesto que actuaríamos sin una conciencia clara de lo que hacíamos
c) Un mundo en el que los seres humanos carecieran de libertad sería tan irracional como aburrido.
Bien, a la hora de hablar de libertad en los seres humanos hay que tener en cuenta algo que de igual modo obvian generalmente los filósofos y es la genética de cada individuo, su conformación neurológica y, muy especialmente, el medio en el que discurren los primerísimos tiempos de su existencia, tres condicionantes que pueden restringir bastante la libertad de elección y/o de acción de un individuo. Pero es que, además, según estudios sicológicos, parece que nuestro inconsciente va dos o tres segundos por delante de nuestro consciente en la toma de decisiones, una circunstancia que choca casi frontalmente con el concepto que tenemos de libertad.
Bueno, pues incluso olvidando estos hechos, qué clase de libertad es la que cacarean con tanto ahínco los teístas que si, pudiendo escoger un bien, usted escoge un mal (y el mal para estos grandes pensadores puede ser mismamente que un señor o señora se vayan a la cama con alguien del mismo sexo) se encontrará con un soberano castigo, eso sí, en la otra vida, la que, según ellos, empieza tras la muerte. ¿Esa libertad no es realmente una falacia? Vendría a ser algo así como si a nuestro hijo de ocho o diez años le dijéramos: Voy a salir, ahí en la mesa tienes un pastel de chocolate y los cuadernos con la tarea del colegio, eres libre de comerte el pastel o de hacer la tarea, pero, entérate bien, como se te ocurra comerte el pastel te voy a cuajar el lomo a correazos. En esta situación, ¿puede afirmarse que este niño goza de plena libertad para obrar, que es dueño absoluto de sus actos? Pues ese es el libre albedrío que, según los creyentes, Dios nos entregó a los seres humanos. Una verdadera bicoca.
Y aún hay más. En el uso del libre albedrío el ser humano puede una vez tras otra escoger el bien, rechazando todo lo que tenga el menor indicio de mal. Es difícil, porque el mundo es como es, pero no imposible. Igualmente, puede inclinarse siempre por el mal, lo cual le resultaría, sin duda, más fácil. Pero lo que interesa resaltar es que, del mismo modo que vivimos en un mundo en el que mal y bien coexisten, podríamos vivir en un mundo en el que no existiese más que el bien o en el que no existiese más que el mal. Y ni uno ni otro tendría que ser ni más aburrido ni más divertido. En ninguno de los dos tendríamos por qué ser autómatas los seres humanos ¿O sí, señores teístas?
Porque lo curioso es que para los teístas esos mundos existen, creen en ellos profundamente, aunque parece que no son capaces de advertir su incongruencia. En efecto, según los teístas, la vida real empieza tras la muerte, y los cristianos en concreto, que son los que mejor conozco, creen firmemente en la existencia del cielo y del infierno, ambos, como todo, creaciones de Dios. Pues tanto en el cielo como en el infierno no existirá ni la sombra del libre albedrío del que el creyente disfrutó o sufrió en vida, porque en el cielo sólo de podrá practicar y, por tanto, escoger el bien, y en el infierno, el mal. Yo no sé cómo de aburrido pueda ser el cielo, pero, desde luego, en el infierno sí que no debe faltar la diversión.
Ahora bien, hay algo mucho más importante, que pone realmente en cuestión la existencia real del libre albedrío: Según los creyentes, Dios lo ve todo, sabe, porque lo está viendo, lo que va a suceder en el próximo minuto y en los próximos diez años y siempre. Sabe de antemano, lo que vamos a hacer cada uno de nosotros en cada momento. Y Dios no se equivoca, es infinitamente sabio. Por tanto, si cada movimiento nuestro ya es conocido por Dios antes de realizarlo, no podemos actuar más que como Él ha previsto, aunque creamos actuar libremente, de manera que, si existe ese Dios con todas las propiedades que se le adjudican, de qué libertad o de que libre albedrío hablamos.
No, acuerdo con lo expuesto, nuestra responsabilidad se sitúa exclusivamente en el marco de la relación entre nosotros, los seres humanos, es en este marco en el que, con las limitaciones expuestas, disponemos, en general, de la suficiente libertad como para ser responsables de nuestros actos. Pero ante ese hipotético Dios al que dicen adorar (y temer) los teístas nuestra libertad es poco más o menos cero y, por tanto, nuestra responsabilidad ninguna.
Imágenes: Pinterest
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