El rechazo de la sexualidad es una de las características principales del cristianismo, más aún la de la mujer, a la que desde siempre le han pedido la conservación de su virginidad. No en vano, la religión cristiana hunde su primera raíz en una virgen, la judía María, que concibió y parió a Jesús sin pérdida, ni siquiera daño, del apreciadísimo himen. San Pablo aceptaba el matrimonio sólo para aquellos que podían abrasarse en el fuego del deseo y, en consecuencia, pecar, yendo con rameras y otras mujeres de mal vivir. (En este y en la mayoría de los asuntos de los que trata en sus epístolas, el gran difusor del cristianismo católico se dirige prácticamente siempre al hombre) San Jerónimo (340-420) aconsejaba a una matrona romana de elevada posición cómo debía ser la educación de su hija Paulita, consagrada a Cristo ya desde antes de su nacimiento.
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Luego vinieron los conventos, comunidades de mujeres, teóricamente vírgenes, dedicadas a la oración, a la contemplación y a la penitencia. Pero al margen de los conventos, desde la época medieval y hasta bien avanzada la Edad Moderna se produjo en España el movimiento de las emparedadas, mujeres que sin ser monjas ni seguir regla alguna y sólo por amor a Cristo decidían encerrarse de por vida, generalmente solas, pero en algunos caso en grupo, en espacios estrechos y sin comunicación exterior, dedicadas enteramente a la oración y, por supuesto, con absoluta castidad. Bien cierto es que la Iglesia nunca vio con demasiado agrado este movimiento y muchas de aquellas, vamos a decir, piadosas mujeres tuvieron problemas con el obispo de su diócesis.Este movimiento pasó. Sin embargo, cómo cambian los tiempos. La aparición de los anticonceptivos, así como en nuestro país el fin de la dictadura, liberalizó la sexualidad, principalmente, al liberar a la mujer de la servidumbre del embarazo no deseado (sigue habiéndolos, pero ahora, más que nada, por error o por dejación), circunstancia que restó y de qué manera importancia a la sacrosanta conservación del himen hasta el momento del matrimonio. La Iglesia, no obstante, aunque más comedidamente, sigue abogando por la castidad, ahí está manteniendo el celibato de sus sacerdotes, a pesar de los problemas ya constatados que aquél produce.
Ahora bien, dentro de esta eclosión de libertad sexual, si ahora, en pleno siglo XXI, uno de esos periodista callejeros que hacen preguntas al azar para determinados programa de televisión, preguntara si al día de hoy existen mujeres que dedican a Dios su castidad, todo el mundo contestaría que sí, que, aunque escasos en vocaciones autóctonas, ahí siguen en pie los conventos de monjas, devotas esposas de Cristo, muchas de ellas todavía en rigurosa clausura. Pero si el periodista añadiera que no se trata de monjas, sino de mujeres seglares que, al estilo de las antiguas emparedadas, deciden no ofrecer su vida, como hacían éstas, sino, exactamente, su virginidad, la respuesta, probablemente, sería un gesto de asombro y de incredulidad o, directamente, una carcajada.
¡Y no obstante, existen!
¿Ahora, en pleno siglo XXI?
Ahora y aquí mismo, en la tierra de María Santísima, en esta España nuestra que dicen tan liberal, tan laica y con una Justicia tan justa. ¡Qué tiempos! La Iglesia, a la que tan poca gracia le hacían aquellas emparedadas de antaño, porque no se sometían a regla alguna, consagra hoy a estas nuevas vírgenes, a veces, en pomposas ceremonias celebradas en las catedrales, sin necesidad de profesar en convento alguno ni el de realizar otro voto que el de su perpetua virginidad.
Y están aquí, entre nosotros, caminan por las calles, pasean por los parques, se entregan a su trabajo, participan en labores sociales ¡y son vírgenes! Unas ejercen de maestras, otras de médicos, otras son funcionarias municipales o estatales. Unas viven con sus padres, otras solas, otras comparten piso. Visten como cualquier mujer de hoy, alternan con sus amigos, no se apartan del mundo, uno de los enemigos clásicos del alma (los otros dos son el demonio y la carne), de modo que no es posible distinguirlas ni por su aspecto ni por sus vestidos. En lo único que se distinguen de las demás mujeres con las que nos cruzamos es en que, más allá de sus ocupaciones mundanas, ellas viven entregadas por completo a su Amante, un Amante perfecto, según creen, que les perforará el alma con el dardo de su amor, pero nunca, nunca les desgarrará su delicado humen, como acostumbramos a hacer los bestias de los amantes humanos.
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