sábado, 16 de diciembre de 2023

EL CULTO AL DOLOR

No me pidan que comprenda el dolor. Aborrezco de todo corazón esa tan extendida creencia, apoyada incluso por cierta filosofía, de que sin la existencia del dolor no nos sería posible valorar la salud. Al parecer, ni los creyentes ni los filósofos son capaces de entender que si el dolor no existiera, no tendríamos la más mínima necesidad de valorar la salud. Más aún, la salud no está para valorarla, sino para vivirla. Esa creencia, a mi juicio, sumamente absurda, no tiene otro sentido que el de justificar la existencia del dolor y con ello conseguir un consuelo que no puede ser más elemental ni más evanescente.
Pero si hay una entidad entregada no sólo al dolor, sino a su culto, esta no es otra que la Iglesia Católica. Más de dos mil años lleva entregada enteramente a él. No es la única, desde luego, las tres religiones monoteístas, denominadas del Libro, son manifiestamente masoquistas, pero el refinamiento de la teología católica alcanza cotas a las que ni de lejos alcanzan las otras dos, no hay más que ver la fruición y aún el regodeo con que celebran cada año el sufrimiento de un Hombre muerto en una cruz.
No, no me pidan que comprenda el dolor. La Iglesia lleva más de dos mil años demandándoselo a sus fieles y a los que no lo son. Durante más de dos mil años no ha cesado de exigir mortificación y penitencia, con el pretexto de expiar una extraña culpa cometida por los que Ella llama nuestros primeros padres, primigenios antepasados cuya existencia la ciencia se encargó ha tiempo de desmentir.
La Iglesia, buena parte de sus miembros y sus jerarcas, son tan aficionados al dolor que a lo largo de la historia no han dudado en aplicárselo con severa contundencia a todo aquel que ha osado disentir de sus doctrinas. No sólo perturban continuamente nuestra vida con tan peregrina afición, sino que en los últimos tiempos se empeñan también en ordenarnos cómo debemos morir.
Cristo no tuvo remedio paliativos, tronaba un indignadísimo obispo español oponiéndose radicalmente a la aprobación de la ley de eutanasia. Y es verdad, Cristo no tuvo esos remedio. Dando por válida la historia tal y como nos la cuentan -hecho con el que no todo el mundo está de acuerdo-, el sufrimiento de Cristo fue, sin duda, descomunal. Pero se trató de un sufrimiento crítico, es decir, puntual, un sufrimiento concentrado en el curso de unas pocas horas. El Hombre que murió en la cruz no fue durante más de media vida un leproso, enfermedad muy común en su tiempo y en su tierra que, junto al dolor físico, llevaba aparejado el temible dolor del rechazo social: no sufrió un cáncer de útero, con dolores espeluznantes y sin apenas tregua durante nueve meses de interminable agonía; no sufrió un cáncer de pulmón ni conoció, en consecuencia, al lado del dolor corporal, el dolor psíquico de ver cómo te vas convirtiendo lenta e inexorablemente en una ruina de ti mismo; no sufrió el encadenamiento de por vida en una cama o en una silla de ruedas, ni, en fin, cualquiera de tantos y tantos padecimientos horribles que aquejan a diario a tantísimos seres humanos. En punto a sufrimiento hay montañas de mujeres y de hombres que le dan sopas con honda al mismísimo Cristo.
No comprendo el dolor, no. Cuando me sitúo en la órbita de la teología católica el dolor me parece sencillamente una soberbia maldad. ¿Un Dios bondadoso y justiciero capaz de permitir semejantes aberraciones? No, ni comprendo el dolor ni, mucho menos, estoy dispuesto a aceptarlo mansamente. Por el contrario, creo que, dentro o fuera de la Iglesia, el ser humano no debe conformarse y sufrir resignadamente lo que sea necesario, sino enfrentarse al dolor, tratar de doblegarlo con todas las armas, principalmente médicas, de que podamos disponer hasta lograr si no suprimirlo, reducirlo, al menos, a su mínima expresión. Y, cuando esto ya no sea posible o, simplemente, cuando ya no tengamos fuerzas para seguir luchando, escapar de él por la única puerta por donde es posible hacerlo. Por eso, aplaudí y continúo aplaudiendo la aprobación en nuestro país de la ley de eutanasia, que incluye el suicidio asistido, ley que, más o menos idéntica, se encuentra en vigor también en Holanda, Luxemburgo, Bélgica, Nueva Zelanda, Canadá y Colombia, así como en varios Estados norteamericanos.

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