sábado, 23 de diciembre de 2023

DE CÓMO APRENDÍ A VIAJAR EN TREN

Rolando Rivi
Es marzo, tiempo de Cuaresma, a punto de empezar la primavera. A través de la ventana entra la luz como agrietada de un sol pálido, medio cegado por nubes azulinas, que se derrama sobre el campo de fútbol y, más allá, sobre el huerto, en el que han surgido ya desde hace un par de semanas las matas de berenjenas, de patatas, de tomates y de pimientos. Desde la banca se divisan los eucaliptos gigantescos que bordean la tapia y, entre sus troncos, la copa de los naranjos.
En la tarima, de espaldas al encerado, un sacerdote habla. Tiene la voz melosa y sus manos se mueven en el aire con cautela. Tiene la tez blanca, como la sal, los labios rojos, las orejas algo despegadas y el pelo cortado al cepillo. Ha venido expresamente desde Ronda, o desde Roma, no lo sabemos y no nos atrevemos a preguntárselo. Está contando un cuento.
"Imaginad", dice, "un tren que cada día realiza un recorrido de ida y vuelta entre dos estaciones, Córdoba y Málaga, por ejemplo. Todos los días sale por la mañana muy temprano y regresa al anochecer. Imaginad", y ahora, mientras habla, va representando la narración en la pizarra. "Imaginad que hacia la mitad del camino, poco más o menos, hay un precipicio muy, muy profundo, tan profundo que no se le ve el fondo, salvado por un puente por el que discurre la vía del ferrocarril. El tren, controlado por el maquinista, pasa por este puente dos veces cada día. Por las mañanas, especialmente en verano, ve el inmenso panorama que se ofrece a sus ojos. Por la noche, en el regreso, la oscuridad lo envuelve todo y el maquinista debe conformarse con el ruido especial que hace el tren al pasar por el puente. El maquinista sabe que tanto de día como de noche no corre riesgo alguno de precipitarse en el vacío, gracias al puente que une los dos lados del abismo. Está tan convencido que cada día, cuando pone el tren en marcha y luego durante el recorrido, ni siquiera se le ocurre pensar ni en el abismo ni en el puente.
"Bien, imaginad que un día ha sufrido un fallo en uno de sus pilares y el puente se ha derrumbado. El derrumbamiento se ha producido durante la tarde, bastantes horas después del paso del tren de la mañana, de manera que aquel anochecer, cuando pone en marcha el convoy y éste sale de la estación, el maquinista cree con absoluto convencimiento que el puente sigue en pie, ¡cómo que lo ha atravesado aquella mañana en el recorrido de ida! Pero yo os digo y quiero que os fijéis bien en este detalle, ¿qué importa lo que crea o deje de creer el maquinista?" Y aquí el sacerdote alza la voz, la atipla ligeramente y se mece con suavidad a un lado y a otro. "¿Qué importa, repito, lo que crea el maquinista? Crea lo que crea, y esto debéis metéroslo bien en la cabeza, crea lo que crea, si no frena y detiene el convoy antes de llegar al puente, el tren se precipitará inexorablemente en el abismo, ¡ine-xo-ra-ble-men-te!
¡Pues exactamente lo mismo que con el puente, exactamente lo mismo, ocurre con el infierno! Vosotros sois libres de creer lo que queráis, que existe o que no existe, pero si existe y yo os garantizo que existe, creáis lo que creáis, si no dejáis de pecar y hacéis penitencia, no solo en estos días de Cuaresma, sino a lo largo de todo el año, os condenaréis, os con-de-na-réis para todo la eternidad, ¡para toda la eternidad!"
Cuántas noches, tras aquella plática, el niño soñó que, lo mismo que el tren en el abismo, él se precipitaba en las profundidades del infierno, cuyas horrendas características ya nos las había detallado el sacerdote el día anterior con todo lujo de detalles. Era la Cuaresma, teníamos ocho, nueve, diez años, las clases se suspendían durante una semana y, en su lugar, hacíamos ejercicios espirituales.

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