Fue el filósofo David Hume (1711-1776) el primero que situó el problema del mal en el lugar en el que debía situarse: Si todo lo existente es obra de Dios, vino a decir, y teniendo en cuenta que el mal existe, tiene una textura tan real y tan amplia como el bien, o Dios no es bueno o no es todopoderoso.
Parece mentira que hasta entonces a nadie se le hubiese ocurrido una formulación tan simple y tan exacta. En tiempos antiguos, Epicuro, o al menos a él se le atribuye, planteó su famosa paradoja o trilema, pero la fórmula de Hume es mucho más simple.
Aparte de Epicuro, hasta Hume, la filosofía y, por supuesto, la teología y, en general, la religión, habían seguido como burros de noria a San Agustín (354-430), que, siguiendo a su vez a filósofos orientales, como el confuciano chino Mencio (372-289 a.C.), negaba la existencia del mal.
Para el obispo de Hipona, todo era bueno y el mal era sólo carencia de bien. Con una poca de observación, a este argumento se le podía haber dado la vuelta fácilmente, diciendo que todo es malo y que el bien es sólo ausencia de mal. No sería ni más obtuso ni más inexacto que el del señor obispo. Pero nadie tuvo agallas para plantearlo, porque, para el creacionista, situar al mal por encima del bien sería convertir el mundo en un infierno y a Dios en un monstruoso tirano que nos priva de la más mínima esperanza de una vida si no feliz, al menos exenta de sufrimiento.
Sin embargo, lo de Hume, tan sencillo y tan veraz, es igualmente rechazado por los filósofos teístas o creacionistas, porque quieras que no también se lleva una buena tajada de la esperanza que mueve a estos filósofos. Así es que se dieron a elucubrar y a elucubrar hasta que encontraron una salida: Dios es omnipotente e infinitamente bueno, sostenían y siguen sosteniendo al día de hoy, todo lo hizo bien, tan bien que en tanto creó a los animales sujetos a su instinto, al hombre, su mejor obra, lo dotó de libertad, de modo que está en su mano hacer el bien o hacer el mal, escoger el bien o escoger el mal.
¿Son graciosos estos filósofos? Lo son, en primer lugar porque ya no rechazan el mal, sino que lo dejan al libre albedrío del ser humano. Pero son graciosos, sobre todo, porque su argumento no puede ser ni más soberbio ni, al mismo tiempo, más cutre. Son lo que se llama homocentristas, para ellos la creación que defienden está hecha por y a la medida del hombre, situando al hombre (estos filósofos nunca hablan de la mujer) en el centro de la creación.
Pero qué ocurre si hacemos abstracción del ser humano, si imaginamos el mundo sin ese hombre y también sin la mujer, ¿desaparece el mal? ¿Ya no hay mal alguno en el mundo? Pregúntele, amable lector o lectora a la gacela a cuyo cuello acaba de saltar el leopardo, o pregúntele a los millones de bacterias que tiene usted en su cuerpo tratando de devorarse unas a otras para sobrevivir.
El hecho de que para vivir sea imprescindible matar, el hecho de que la vida de unos se sostenga sobre la muerte de otros, es, se pongan como se pongan los filósofos teístas, un mal absoluto del que, de ser el creador, Dios es el único responsable o por impotencia o por maldad.
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