lunes, 7 de agosto de 2023

SUCEDIÓ EN ALMERÍA

Desde que la descubrí, allá por los últimos años de la sexta década del siglo pasado, he estado visitando Almería con mucha frecuencia, una vez al año, como mínimo, hasta que los achaques de la edad han terminado impidiéndomelo. La ciudad en sí no tiene mucho que ofrecer desde el punto de vista monumental, la inmensa alcazaba, la Catedral y poco más. Pero a mí me han atraído de ella, principalmente dos cosas: su maravillosa luz y el carácter afable y parsimonioso de sus habitantes, carácter que de un modo tan profundo contrasta con la hostilidad del territorio en el que la ciudad se asienta.
La última vez que estuve en Almería fue para visitar el Refugio Subterráneo construido durante la guerra de 1936. Aparte de los sevillanos, que en cualquier ocasión ponen a su ciudad por las nubes, a veces incluso en oposición a otras ciudades de la actual Comunidad, los andaluces no sabemos vender nuestra tierra. Fama imperecedera, aunque aciaga, goza Gernika, en el País Vasco, a causa del salvaje bombardeo llevado a cabo sobre ella por la tristemente célebre Legión Cóndor, alemana, y la Aviación Legionaria Italiana, que produjeron, además de la destrucción de la villa, entre 120 y 300 muertos, no ha sido posible o no se ha tenido interés en concretar la cifra exacta. Pues bien, a lo largo de la guerra, la capital almeriense, que se había mantenido fiel a la República, sufrió nada menos que cincuenta y dos bombardeos, tanto desde el aire como desde el mar, recibiendo un total de setecientas cincuenta y cuatro bombas de gran tamaño, que produjeron daños muy superiores a los de Gernika, teniendo en cuenta las diferencias de tamaño de una población y de la otra. Sólo el bombardeo del 31 de mayo de 1937 produjo treintaiún muertos y la destrucción de medio centenar de edificios. Lo llevó a cabo desde el mar una escuadra alemana encabezada por el acorazado Admiral Scheer (que habría sido de Franco sin la ayuda de los nazis alemanes, los fascistas italianos y el cobarde y repugnante silencio de las democracias europeas, Francia e Inglaterra, principalmente) con el lanzamiento sobre la ciudad de un total de doscientos cañonazos. Sin embargo, a pesar de la gravedad y relevancia de estos hechos, son muy pocos los españoles y aun los andaluces que los conocen.
Para protegerse de tal diluvio de bombas, los almerienses construyeron en un tiempo récor y bajo la dirección del arquitecto municipal Guillermo Langle este refugio, que llegó a tener más de cuatro kilómetros de longitud, con varias ramas, y contaba con sesenta y siete accesos, ventilación, almacenes y hasta un pequeño hospital dotado incluso de quirófano.

Franco no perdonó nunca a Almería su fidelidad a la República, por ello, durante su mandato, la mantuvo aislada del resto del país, sumida en el atraso y la pobreza y, entre otras cosas, ordenó sellar estos refugios, de modo que con el tiempo los almerienses perdieron hasta su recuerdo. Tan es así que desde la muerte del Dictador tuvieron que pasar muchos años para que salieran de nuevo a la luz. Su descubrimiento se realizó en el año 2001 y fue por casualidad, durante la construcción de un aparcamiento subterráneo en la Rambla del Obispo Orberá, pegando a la plaza de Purchena. Nadie en Almería sabía ya que aquello estaba allí, de modo que fue mayúscula la sorpresa de sus descubridores y, enseguida, la de los almerienses en general.
Desde entonces, se ha rehabilitado uno de los cuatro kilómetros, que es visitable a través de una entrada situada al lado mismo del aparcamiento, en la plaza de Manuel Pérez. El túnel, pues de tal se trata, se encuentra a una profundidad de entre ocho y doce metros, tiene una altura libre de dos metros y veinte centímetros y consiste en una bóveda de medio cañón rebajada que descansa sobre muros de hormigón de ochenta centímetros de espesor, con bancos corridos a un lado y a otro y contrafuertes sucesivos para evitar el efecto de las ondas expansivas causadas por las explosiones de la bombas. Ni en España ni en Europa existe en la actualidad un refugio de la envergadura de este. Su visita resulta, o al menos a mí me resultó tan sobrecogedora como emotiva, Una tormenta de imágenes a cual más dolorosa me golpeaba la cabeza, acentuándose al alcanzar el pequeño hospital, con la misma dotación que tuvo en su día.
Cuando de nuevo salí a la superficie, emocionado y no poco desconcertado, me senté en uno de los relucientes bancos que habían instalados no hacía mucho en la Rambla del Obispo Orberá.
"Buenos días", oí una voz que parecía dirigirse a mí. Volví la cabeza y descubrí que el que me saludaba era un señor mayor, de unos setenta y cinco años, por lo menos, que se encontraba sentado en el otro extremo del banco y en el que, en mi aturdimiento, no había reparado.
"Buenos días", respondí. "Perdóneme, ni siquiera le he preguntado si podía sentarme. Salgo de visitar el refugio y...
"Y está usted aturdido", me interrumpió. 
"La verdad es que sí", dije. Me he emocionado, no he podido evitarlo."
"A casi todo el mundo que lo visita le ocurre lo mismo." 
Me quedé un momento pensativo, sin saber que añadir y entonces él afirmó más que preguntó:
"Usted no es de Almería."
"No, soy de Córdoba."
"¡Ah, Córdoba! Una hermosa ciudad."
"¿La conoce?"
"La conocí. Hice el servicio militar en ella, en el cuartel de Artillería.
"¡Ah!"
"¿Y sabe usted? Ese mismo aturdimiento que ha experimentado usted, aunque de un orden enteramente distinto, porque fue un aturdimiento gozoso, lo viví yo cuando entré por primera vez a la Mezquita. No podía imaginar algo tan grandioso, aquella inmensidad de columnas, el prodigioso juego de los arcos, la maravilla del mihrab..." El hombre se demoró durante un rato hablándome de las excelencias de Córdoba, el río, las callejuelas por las que se había extraviado muchas veces y hasta de la novia que tuvo, "una cordobesa guapísima", con la que no se casó por culpa de la distancia y las pésimas comunicaciones, una vez que se licenció y volvió a Almería.
"Bueno", le repliqué, ciertamente halagado por las alabanzas que el hombre le había dedicado a Córdoba, "ustedes tienen el mar y, aunque, seguramente, no reparen en ella, porque les acompaña desde su nacimiento, tienen la luz, esta increíble luz que remueve los cimientos del alma."
Hablamos durante un rato de la luz de Almería, de los cambios que había sufrido la ciudad en los últimos años, un ejemplo de los cuales era la restauración que acababa de sufrir la Puerta de Purchena, corazón sentimental de los almerienses.
"¿Sabe usted que es lo que más pesa en esta ciudad?", prorrumpió el hombre de repente.
Y yo, sorprendido, pregunté a mi vez: "¿Lo que más pesa?"
"Sí, sí, lo que más pesa."
"No tengo ni idea."
"El olvido."
Pensé: ¿Qué dice este hombre? Pero no tuve tiempo para más, porque sin darme tiempo a reaccionar, el hombre prosiguió:
"Yo pasé muchas horas en ese refugio. Mi madre murió ahí, al pie de la escalera por la que usted ha bajado, llevándome de la mano. Nos demoramos en llegar y un cascote lanzado al aire por una de las bombas impactó violentamente en su espalda destrozándola por dentro." 
Al hombre le temblaban la voz y las manos.
"Yo sólo tenía cinco año, pero no pasa un día sin que recuerde cómo se aflojaba la presión de su mano sujetando la mía, cómo se desplomaba a mi lado, ¡muerta! ¡Fue espantoso! Caían las bombas por todas partes. Una destrucción metódica, perfectamente planificada por aquella caterva de golpistas, a los que les importaba un ardite la vida de las personas, civiles, no militares, y tan españoles como ellos. ¡Nadie que no lo haya vivido puede imaginarlo!"
Yo guardé silencio, mientras experimentaba el horror de la escena que acababa de escuchar. Luego, movido por no sé qué afán de controversia, dije:
"Debió de ser espantoso, sí, pero ustedes, los almerienses, tampoco se andaban con chiquitas, se atrevieron a asesinar fríamente nada menos que a dos obispos, el de Almería y el de Guadix, además de otros sacerdotes y seglares."
El hombre me lanzó una mirada llena no de ira, ni siquiera de reproche, sino de compasión.
"Esos asesinatos fueron lamentables, tiene usted razón, ¿pero sabe una cosa? Aquellos religiosos no eran tan inocentes como podemos verlos hoy, desde la distancia, y no lo eran, porque la Iglesia fue pieza importante y yo diría que insustituible en el golpe militar contra la República, por el que habían estado conspirando desde el mismo momento de la instauración de aquélla. Aunque es verdad que el pobre Ventaja (Diego Ventaja, nombrado obispo de Almería unos meses antes del golpe militar) no tuvo tiempo de conspirar y, por lo que he podido saber, parecía una buena persona. Ahora bien, ¿no pretenderá usted comparar el desmadre de grupos exasperados por la actitud de la Iglesia, siempre del brazo de los poderosos, con los bombardeos de la ciudad? La célebre carta de los obispos españoles apoyando a los golpistas constituye la prueba más contundente, pero no la única, de la posición de la Iglesia en aquel tiempo, posición, por cierto, de la que hasta el día de hoy no se ha retractado."
"No parece que le tenga usted demasiada simpatía a la Iglesia", argüí, con el propósito ahora de que no dejara de hablar.
"Mire usted, yo no querría que se repitiera una cosa así ni aunque con ello consiguiera volver a la niñez y tener a mi madre viva. Sin embargo, eso no es óbice para situar las cosas en su sitio: los que provocaron la guerra no fueron los republicanos, sino los que se alzaron en armas contra un gobierno legalmente constituido. Y de ese alzamiento forma parte la Iglesia. Le diré más: el fin de la guerra no trajo consigo la paz, sino el triunfo de los vencedores, que se prolongó durante casi cuarenta años, un triunfo del que la Iglesia disfrutó a sus anchas."
A pesar de la firmeza de sus palabras, el semblante del hombre mostraba una serenidad conmovedora.
"Fíjese", prosiguió, "la muerte de aquellos clérigos fue, no cabe duda, un asesinato, pero, mire, su sacrificio ha sido reconocido, si va usted a la catedral verá su imagen en una de las capillas, porque hasta han sido elevados a los altares. Sin embargo, los muertos en los bombardeos, completamente inocentes, siguen en el anonimato y han sido y siguen sumidos en el olvido, a pesar del descubrimiento de ese refugio. Seguramente habrá usted visto el pequeño monumento que han colocado en el parque de las Almadrabillas, frente a la playa. No se trata de un recuerdo de los muertos en los bombardeos, como algunos creen, sino del de los ciento cuarenta y dos almerienses que perecieron en el campo de concentración nazi de Mauthausent, algunos adolescentes, que tuvieron que huir de España tras la victoria franquista, como si en los campos de concentración montados por Franco aquí, en España, no hubiera muerto ninguno."
Sí, yo había visto el monumento de las Almadrabillas, consistente sólo en un ridículo monolito con una sencillísima placa. Y había visto la capilla llamada de los Martires en la catedral, en la que figuraba una gran pintura con las imágenes de los obispos y de los sacerdotes asesinados obra del pintor almeriense Andrés García Ibáñez (Olula del Río, 1971, donde tiene su casa y un espléndido museo con gran parte de su obra) uno de los grandes pintores españoles de la actualidad. Pintó este cuadro antes de pasarse al agnosticismo, cuando, mientras pintaba los frescos de la catedral de El Salvador, descubrió "la miseria y abusos de poder en los que la Iglesia participaba", como él mismo cuenta.
El flujo humano ante el banco en el que nos encontrábamos iba en aumento casi a cada minuto. La puerta de Purchena, cuyo nombre es una corrupción del de Pechina que tuvo en sus orígenes, rebosaba de vida. El mármol amarillo de Macael restallaba en las aceras bajo los rayos de un sol que a aquella hora estaba ya bien alto en el cielo y derramaba sobre la ciudad continuas oleadas de luz. Más que caminar, la gente se deslizaba por aquel sorprendente y singular pavimento, como si temiera estropearlo. A sólo unos metros de donde nos encontrábamos el hombre y yo estaba el Cañillo, una fuente de tres caños de la que, a pesar del nombre un tanto despectivo, se asegura que quien bebe de su agua se casará en Almería y si ya está casado y no es de la ciudad no tardará en volver. Tres chicas rubias de aspecto nórdico, altas y un tanto desgarbadas, se acercaron a beber riendo, conocedoras, sin duda, del dicho. Muchas mujeres y también algunos hombres enfilaban la Rambla del Obispo Orberá tirando de carritos de la compra. Se dirigían al mercado de abastos a aprovisionarse de viandas. Esta avenida se llamó antaño Rambla de los Hileros, nombre que recibía porque, como muchas de las calles de Almería, más o menos perpendiculares al mar, por ella se precipitaban las aguas de lluvia que bajaban de Sierra Alamilla y porque aquí tenían sus talleres los artesanos que obtenían los hilos de la seda, en los tiempos en que la ciudad era una de las principales productoras de este tejido, muy apreciado en toda Europa y más aún en los mercados orientales.
El hombre y yo continuamos charlando, pero ya no de la guerra, sino de su vida después de ésta, una vida compleja, entre el dolor del recuerdo y la necesidad de enfrentarse a la supervivencia, que no de otro modo describía su trayectoria.
"Hoy Almería goza de un periodo de bienestar, gracias al esfuerzo de los almerienses. Esperemos que sea por mucho tiempo."
Fueron sus últimas palabras.

Imágenes: Internet
 



 



2 comentarios:

  1. Que entrada más emotiva, hay momentos que se le hace a uno un nudo. Es tremendo. Nadie es rencoroso. Y lo lamentable es que a pesar de lo pasado el color politico de esa provicnia es el que es. Hasta en el control del olvido ganaron estos fascistas. Nosotros hemos estado dos o tres veces, pero ninguna para visitar la ciudad a fondo. Y la verdad es que merece la pena y comnetado lo del refugio más. Un abrazo.

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    1. Es verdad Paco, hoy Almería ya sabemos por dónde va. El silencio impuesto por la Dictadura y, en muchos casos, también mantenido por los testigos de aquella época, por el temor, quizás, de no herir a sus hijos y/o nietos, y luego, el silencio mantenido también por esta Democracia, hace que sean muy pocos los que conozcan realmente la historia. Pero, además y creo que sobre todo, ya sabemos lo que pasa con los nuevos ricos, son muchísimo peores que los ricos de toda la vida.

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