miércoles, 25 de agosto de 2021

DE CÓMO APRENDÍ EL CONCEPTO DE JUSTICIA

A los nacidos a partir de la mitad de los años sesenta del siglo pasado les resultará increíble, pero es la verdad, la simple, pura y absoluta verdad.
Don Francisco no era sacerdote, era laico, pero daba clase en el colegio de los Salesianos, en la parte de los gratuitos. Alguno habrá aún que lo recuerde. Era un tipo formidable: más alto que bajo, delgado, de cara aflautada, pelo al cepillo, nariz abundante y gafas redondas. Y rubio antes que moreno.
¿He dicho que era un tipo formidable? Tal vez fuera falangista. O guardia civil en excedencia, si es que esto era posible. O aspirante a verdugo. Los curas que lo contrataron lo sabrían, nosotros no. Desde luego no podían ignorar sus métodos, eran los amos del cotarro, lo que significa que eran parte y cómplices de aquellos, sobre todo cómplices.
El caso es que el tipo no tenía pinta de sádico. Joven, de unos veinticinco años, más o menos, parecía más bien un chico de buena familia y comunión diaria. No alzaba mucho la voz, ni era de los que echaban mano de la regla a las primeras de cambio para imponer el orden. El tenía un sistema más personal, más efectivo y, sobre todo más divertido... Para él. Y, tristemente, también para nosotros.
En aquel tiempo de oscuridad, miseria y hambruna, el sábado era un día lectivo más en las escuelas, aunque con clase sólo por la mañana. ¡Y aquel era el gran día! Durante la semana, don Francisco había ido anotando en su libretita de pastas negras al que hablaba en clase, al que reía, al que no había hecho la tarea o llevaba el cuaderno lleno de lamparones, etc. Y el sábado era el día de impartir justicia, como lo llamaba, con una aviesa sonrisilla atravesada en la boca. El eminente profesor tenía un amplio y variado repertorio de penas. Yo, ahora, en aras de la brevedad, describiré solamente las dos más relevantes y, sin duda, más ilustrativas: el toreo y una variedad del abejorro, más escueta, pero también más contundente.
La impartición de la justicia por parte del profesor empezaba siempre con el toreo. Don Francisco, un gran pañuelo rojo en la mano izquierda, a guisa de capote, y regla de reglamento en la derecha, se dedicaba a torear a los que iba nombrando de la lista de su libreta, en el espacio existente entre la tarima, donde se situaba su mesa, y las bancas. Uno a uno los toreaba de modo que el toro debía embestir doblado, simulando ser un toro de verdad, con las manos en las sienes y los dedos índices extendidos, para que parecieran los cuernos del burel, y al pasar, siguiendo al pañuelo, que el diestro movía con gracia insuperable, don Francisco le soltaba en el culo un reglazo de categoría, entre los oles y los aplausos obligatorios del resto de la clase, que debíamos mantenernos atentos en nuestras bancas. Diez, doce, catorce pases daba el torero, hasta que remataba la faena cuadrando al toro y entrando a matar, suerte que llevaba a cabo descargando un último reglazo en la espalda del alumno, niño de no más de diez años.
La variedad del abejorro se quedaba siempre para el final. Sentado en su mesa, el maestro, si se le podía llamar así, nombraba a dos de los alumnos anotados en su libretita y le pedía que se situaran frente a frente en el mismo espacio en el que él había estado toreando. A continuación, en el silencio expectante de la clase, exclamaba: "Muñoz, dale una bofetada a Zamorano." Muñoz alzaba la mano y descargaba en la mejilla de Zamorano una bofetada tan suave que era poco más que una caricia. "¡Más fuerte, maricón!", alzaba la voz don Francisco. "Ahora tú, Zamorano." La bofetada de Zamorano era un poquitín, sólo un poquitín más fuerte que la de su oponente. "¡Más fuerte, maricón!", se crispaba la voz de don Francisco. Al tercer envite, don Francisco ya no tenía que arengar a los condenados: las bofetadas eran cada vez más enérgicas, más sonoras, al tiempo que las mejillas de los colegiales enrojecían y se inflamaban. Más de uno terminaba este pseudo combate echando sangre por la nariz y alguno, aunque rara vez, incluso por el oído, pero a ver quién era el guapo que se quejaba, si estábamos allí por caridad y nos estaban educando para ser hombres de provecho, cristianos de ley y patriotas de cuerpo entero. 

Imágenes: Internet.

2 comentarios:

  1. Me ha gustado su entrada. Yo, que nací antes de los 60 viví lo mismo tanto en colegio público (los sábados además cantábamos el "Cara al Sol" alineados en filas en los pasillos) como en privado. El nivel de sadismo, depravación y bordez supera lo inimaginable. Toda esa gente -si aún viven- mostró algún tipo de arrepentimiento, remordimiento o símplemente cayó en la cuenta de sus actos?. Hace años, en el asensor de un hospital me encontré un tipo de esos y le dije: no sé si te acuerdas de mí, pero yo sí, eras un fascista y un maricón. El tipo se bajó en la primera parada del ascensor-que no era la suya-.
    En fin vivimos en un mundo de amnésicos (por cierto aprovecho para recomendarte el libro de Geraldine Schawarz Los Amnésicos). Salud y un abrazo

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  2. Hombre, Melastregues, no sé si leerás mi comentario, porque acabo de ve el tuyo después de bastante tiempo. Pero te digo que soy aquel Molón Suave que tenía El Cuaderno Escarlata y con el que los anticlericales norteños estuvisteis comiendo en Córdoba, en la patio de la Sociedad de Plateros. No sabes la alegría que me has dado. Leo tu blog Anticlerical a diario y lamento que no lo hayas montado para pasarlo al facebook, porque muchas de las entradas las pasaría. Voy a ponerte un comentario en tu blog, para decirte lo que me has alegrado. Un abrazo.

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