sábado, 14 de agosto de 2021

MIEDO



Sin miedo no hay religión. O, dicho de otro modo, el miedo es el pilar básico de la religión. Con el miedo, como un peso angustioso, sofocante, aparece el espectro de la culpa y, con ésta, la necesidad de expiación, que, por si ella no contuviera por sí misma suficiente sufrimiento, convierte la vida en una herida abierta muy difícil de cerrar. Los pastores lo saben y tratan de inocular dicho miedo en los fieles y lo hacen siguiendo pautas que van cambiando según la época histórica.


Una de las formas más eficaces de inocular el miedo es la amenaza de lo que nos puede ocurrir si incumplimos una norma o dejamos de cumplir una obligación, ambas impuestas por el amenazante. 
En la Biblia católica, cuya religión es la que nos atañe por estas tierras, la amenaza aparece ya en el capítulo dos, página segunda, versículos 16 y 17, del primero de sus libros, el Génesis. Aquí se lee textualmente: "Y Dios impuso al hombre este mandamiento: De cualquier árbol del jardín puedes comer, más del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio." Si seguidamente se cuenta la transgresión de la norma y el cumplimiento de la amenaza, como, en efecto, ocurre en este caso, la inoculación del miedo está asegurada.
Todo el Antiguo Testamento está plagado de este tipo de amenazas: "Si no obedeces la voz de Yahvé tu Dios... Yahvé hará que se te pegue la peste..., te herirá de tisis, de fiebre, de inflamación, de gangrena, de aridez, de tizón, de añublo..." se dice en el Deuteronomio y, como se ve, todas las amenazas son terrenales, porque todavía no existía la vida eterna ni, en consecuencia, el infierno. De hecho, los judíos bíblicos no creyeron jamás en estas cosas.
El Nuevo Testamento no se queda atrás en cuanto a amenazas. La Biblia católica (yo manejo la de Jerusalén y la Nácar Colunga) está organizada arteramente. En el Nuevo Testamento la Iglesia coloca en primer lugar los evangelios, empezando por el de Mateo, cuando se sabe con absoluta certeza que los primeros escritos referidos al cristianismo son las epístolas de San Pablo. Además, el primer evangelio que se escribió no es el de Mateo, sino el de Marcos, del que beben tanto Mateo como Lucas. San Pablo no cuenta nada de la vida de Jesús, sólo da cuenta de su muerte, sin narrar el hecho, y de su resurrección. Y este es el motivo por el que la Iglesia coloca sus cartas detrás de los evangelio, para dar a entender que si Pablo no dice nada de la vida de Jesús es porque ya estaba contada. 


Bien, pues el Apostol de los Gentiles, como se le conoce en el argot católico, escribe sus cartas soltando amenazas cada dos por tres. Ya en la primera, dirigida a los Romanos, en el capítulo uno, versículo 18, larga: "...la cólera de Dios se revela desde el cielo contra la impiedad e injusticia de los hombres." Y en el capítulo dos, versículo 5: "Por la dureza y la impenitencia de tu corazón vas atesorando contra ti la cólera para el día de la cólera y de la revelación del justo juicio de Dios."
Pero el miedo no se queda sólo en la Biblia. Aparte los escritos de los llamados Padres de la Iglesia, en la Edad Media surgieron numerosos predicadores que iban de ciudad en ciudad aterrorizando a los creyentes, todos los habitantes, por narices, en aquella época, con cohortes de flagelantes y pavorosos sermones. Quizás el ejemplo más contundente de estos predicadores fue San Vicente Ferrer.
Poco después, la Iglesia crea la Inquisición, una organización que reunía todas las características para inducir no sólo miedo, sino terror, allí donde actuaba; por ejemplo, en España, donde estuvo en vigor desde 1478 hasta 1833, nada menos que la friolera de 355 años.
La clave principal del catolicismo no estriba en la predicación de Jesús, ni en sus milagros, ni en su pasión y su muerte, sino en su resurrección. Lo repite San Pablo una y otra vez: Si Cristo no hubiera resucitado, viene a decir, nuestra fe no tendría ningún valor. 


Sin embargo, el Concilio de Trento, que se celebró entre 1545 y 1563 con el propósito de hacer frente a a Reforma Protestante, potencia hasta el paroxismo la Semana Santa, durante la que se conmemora la pasión y muerte de Cristo durante siete días con innumerables procesiones de Cristos sufrientes y Vírgenes llorosas, dejando sólo un día para celebrar, más bien lánguidamente, la resurrección. El objetivo no confeso, pero claro, de esas procesiones con tan tétricas imágenes, rodeadas de cirios y precedidas por largas filas de penitentes vestidos con túnicas muchas veces negras y encapuchados con siniestros capirotes, no es otro que el de seguir insuflando miedo a la gente.


La mejor etapa de la vida para que el miedo cale y se grabe profundamente en los individuos es la infancia. Eso lo han sabido desde siempre los pastores mejor que hoy los psicólogos. A los niños de mi generación, en plena dictadura franquista, nos metieron el miedo por las bravas, a martillazo limpio, con descripciones terroríficas del infierno y aterradoras explicaciones de la eternidad.
La ampliación de la libertad tras el fin de la dictadura, la mejora de la economía y una mayor cultura, cambiaron las reglas del juego, el rebaño se disgregó y muchos de sus componentes se alejaron de él, por eso los pastores cambiaron el método y desde entonces el miedo a los fieles se inocula de un modo mucho más sibilino. El mejor ejemplo de este nuevo tiempo lo encontramos en el papa Juan Pablo II. 


¡Qué gran actor fue este hombre y, como tal, qué gran farsante! Hizo viajes por todo el mundo, viajar era la mayor de sus aficiones, y allí donde llegaba, ante las multitudes de fieles que se concentraban frente a él exclamaba en el idioma del país y con su voz más gutural: ¡No tengáis miedo! ¡No tengáis miedo! No especificaba a qué no había que tener miedo, era suficiente. Y es que cuando se oye una exhortación como esa sin venir a cuento, la mente del oyente entra en una nebulosa, pierde el equilibrio y la brújula e imaginando todos los males que pueden sobrevenirle, que
da completamente a merced del exhortador.

Imágenes:
San Pablo: Pintura de El Greco
Las demás, de Internet.

 

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