domingo, 27 de abril de 2025

DE CÓMO APRENDÍ A SUFRIR CON PACIENCIA.

Es posible que alguien recuerde todavía aquellas sandalias veraniegas de goma, de una sola pieza, con calados a la altura de los dedos y en el talón. Era un calzado sumamente barato, quizás el más barato de los que se vendían por entonces, motivo indudable por el que estuvieron de moda durante algún tiempo entre las clases más depauperadas, en un país que quince años después de la guerra continuaba en la más extenuante depauperación.
Como ya he contado por aquí, yo vivía entonces en Cartaya y como en mi casa no había nunca un duro, a lo sumo tres pesetas y eso sólo en temporadas de muy, muy corta duración, mi madre me compró una de aquella sandalias que, a la verdad, aunque fuesen de goma, tenían muy buena planta.
Cartaya, cuyos orígenes se remontan nada menos que a la época de los fenicios, aunque sus tiempos de mayor importancia histórica fueron los de Roma, era entonces una población pequeña, con un castillo, una iglesia del siglo XV, un ayuntamiento señorial y, sobre todo, con las inmensas y maravillosas playas de El Rompido, aunque eso sí, a unos once kilómetros del caserío. Yo vivía en la calle San Sebastián, cerca del río Piedras, en cuyas orillas las mareas del Atlántico habían formado una agradable y acogedora playa, tenía siete años y el colegio al que iba estaba en el otro extremo del pueblo.
Cartaya. El castlllo
¡Ah!, con qué alegría estrené las sandalias la mañana de un día que no he podido olvidar y que no olvidaré ni en el día de mi muerte: el siete de mayo de 1952, miércoles para más señas. ¡Qué bonitas eran! ¡Y qué bien se ajustaban a mis pequeños pies! Podían ser de goma, pero, una vez puestas, yo las sentía como delicados guantes de la más suave piel.
Qué bonitas eran mis sandalias, sí, pero no había andado más allá de doscientos pasos cuando empecé a experimentar lo que de verdad era aquel calzado, especialmente en el dedo meñique de ambos pies. El calado de goma coincidía exactamente con estos dedos, de modo que los bordes me iban rozando la uña produciéndome un dolor creciente que para cuando llegué al colegio era ya insoportable.
Aquel fue uno de los días más chungos que recuerdo. Parece mentira que algo tan insignificante como unas simples sandalias te lo puedan hacer pasar tan mal. Aun sentado en el pupitre, el dolor en ambos dedos no dejaba de crecer. La puta goma de la puta sandalia me habían hecho una rozadura justo sobre la uña y, aunque yo procuraba mantener inmóviles los pies,  sentía que la gomita no dejaba de clavarse y de clavarse y de clavarse.
Cuando al fin llegó la hora del final de las clases y, como todos los días, la mayoría de los niños abandonaban el colegio gritando y a la carrera, lo mismo que si escaparan de una celda de castigo, yo temblaba en la puerta, convencido de que para cuando  llegara a mi casa con aquel maldito tormento habría perdido mis dos dedos para siempre, eso sí no me desangraba por el camino con la sangre que, no me cabía duda, empezaría a manar en cuanto diera los primeros pasos. Entonces, después de meditar durante un rato, si meditación puede llamarse a la profunda duda que me carcomía, tomé una decisión radical: me quité las sandalias y me dispuse a volver a mi casa descalzo, con ellas en la mano. El calado de la goma había dejado un surco de suciedad de color negro en los dedos y en los tobillos. ¡Y de la uña de mis dedos meñiques lo que quedaba era un muñoncillo sanguinolento.
Cartaya. El Ayuntamiento
Pero aún me quedaba vivir lo mejor del día. A lo largo del recorrido, poco más de un kilómetro, no sufrí ningún otro percance, pero cuando mi madre me vio llegar descalzo, con las sandalias en la mano, no lo dudó ni un instante, montó en aquella cólera suave tan propia de su carácter, se quitó la zapatilla y me puso el culo como tambor de Semana Santa. Como yo era tan callado y apenas había dicho media palabra cuando me puse las sandalias, la pobre pensó que no me gustaban y que aquella era mi forma de rechazarlas. Sin embargo, cuando vio el estado de mis dedos creo que se asustó un poco, porque enseguida cogió una palangana con agua, me lavó los pies y me puso alcohol en las dos hermosas rozaduras. Sin la más mínima disculpa, por supuesto. Las madres de entonces no creían que tuvieran que disculparse por nada.
Además de aprender que había que sufrir con paciencia los dolores y las contrariedades que la vida me deparara, en aquella aventura perdí para siempre las uñas de mis pobres dedos.

2 comentarios:

  1. Sangre, sudor y sandalias (de goma). A mí me pasó con los zapatos de la primera comunión que debían ser de mármol porque me hicieron unas "sentaduras" terribles y lo peor es que tuve que seguir usándolos (había que aprovechar el calzado). Eso sí, teñidos de manera artesanal de negro o marrón, no recuerdo, solo recuerdo las heridas en los talones

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    1. Yo no volví a ponerme aquellas sandalias. Tiempos duros, que olvidamos, en lugar de transmitirlo. Hoy son legión los que creen que todo el monte es orégano

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