viernes, 30 de mayo de 2025

¡AH, EL LIBRE ALBEDRÍO!

Leibniz (1646-1716), fue uno de los filósofos, científicos y matemáticos más importantes de los siglos XVII y XVIII. Hijo de un profesor de filosofía moral en la universidad de Leipzig, Leibniz fue un niño precoz. Su padre tenía una importante biblioteca y, con sólo ocho años, el niño dominaba, entre otras cosas, la filosofía escolástica, él mismo cuenta que con esa edad leía, entre otros, al español Suárez, con la misma facilidad o mayor con que un doctor en leyes podía leer una sentencia dictada por un juez o un recurso presentado por la fiscalía.
En matemáticas, a Leibniz se le debe el descubrimiento del cálculo infinitesimal. Durante bastante tiempo se creía que el filósofo alemán había plagiado a Newton, al que se tenía por el verdadero descubridor de dicho cálculo. Hoy se sabe que ambos, Leibniz y Newton alcanzaron su descubrimiento por separado, se sabe que Newton lo alcanzó primero, pero tardó tres años en hacerlo público, tiempo durante el cual Leibniz publicó el suyo. 
Convencido de la armonía preestablecida del universo, Leibniz recuperó la idea de las mónadas, que ya habían sostenido los griegos, especialmente los pitagóricos, quienes entendían por mónada el Uno, es decir, Dios o la Unidad Originaria. Para el filósofo alemán, la monada es una sustancia inmaterial que confiere el dinamismo al universo.
La armonía del universo incluía la de la Naturaleza en la tierra. De ella afirmaba que era el reloj de Dios. Su entusiasmo en este sentido era del tal calibre que no dudó en afirmar que el nuestro era el mejor de los mundos posibles. Y lo sostenía con el argumento de que,  de no ser así, Dios no habría creado nada, pues no puede obrar sin una razón o preferir lo menos perfecto a lo más perfecto.
Causa verdadera perplejidad que tanto filósofos como teólogos afirmen que Dios es incognoscible, que sólo podemos obtener cierto conocimiento de Él a través de sus obras y, seguidamente, leer cómo esos mismos filósofos tienen controlado a Dios, hasta el punto de asegurar que, siendo omnipotente, como afirman que es, no puede hacer lo que le salga... del alma, sino que tiene que obrar siempre con una razón y preferir lo más perfecto a lo imperfecto. Para hartarse de llorar o para mear y no echar gota, no sé, elija el posible y amable lector, según sus sentimientos. Porque cuesta lo suyo entender que un tipo tan inteligente como Leibniz soltara una frase tan rotunda, cuando cualquier mortal tiene en mente cinco o seis mundos mejores que este.
La afirmación del mejor de los mundos la hace el filósofo alemán en su libro Ensayos de Teodicea sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal en la sociedad. Una vez más, y no falla, cuando los filósofos hablan del mal, se refieren exclusivamente al que pueden realizar y realizan los seres humanos. Se les olvida o, más acertado, no quieren saber nada de ese mal previo a cualquier otro que consiste en la necesidad que tenemos todos los seres animados de matar para vivir, un mal que constituye el marco o el campo de juego en el que se desarrolla la vida, la esencia misma de ésta, resumible en un sólo dicho: no hay vida si no hay muerte, pero muerte violenta, ejercida por el ser que pretende vivir. Un marco anterior a la misma existencia del ser humano, prueba rotunda de que, si el mundo ha sido creado por un ser inteligente, por Dios, como quieren los creyentes, o no es omnipotente o de bueno tiene lo que un servidor de obispo de Guadalajara.
Pero obviemos este marco y aceptemos por un momento la propuesta de los filósofos. Hace bastante tiempo que se dejó atrás el concepto agustino de que el mal no existe, puesto que es sólo carencia de bien, un argumento tan pobre, tan lejos de la realidad, que cuesta creer que fuese siquiera expuesto. Hoy lo que se defiende es la libertad del ser humano para elegir o para hacer el bien o el mal, es decir, el libre albedrío. Para los filósofos teístas, la mayoría, tal libre albedrío constituye el toque divino en el ser humano y es una de las pruebas más contundentes de la existencia de Dios. Para ellos, Dios pudo haber creado al ser humano sin el libre albedrío, pero entonces:
a) Los seres humanos seríamos autómatas, especie de robot, por utilizar una idea actual.
b) Nuestros actos carecerían de mérito, puesto que actuaríamos sin una conciencia clara de lo que hacíamos
c) Un mundo en el que los seres humanos carecieran de libertad sería tan irracional como aburrido.
Bien, a la hora de hablar de libertad en los seres humanos hay que tener en cuenta algo que de igual modo obvian generalmente los filósofos y es la genética de cada individuo, su conformación neurológica y, muy especialmente, el medio en el que discurren los primerísimos tiempos de su existencia, tres condicionantes que pueden restringir bastante la libertad de elección y/o de acción de un individuo. Pero es que, además, según estudios sicológicos, parece que nuestro inconsciente va dos o tres segundos por delante de nuestro consciente en la toma de decisiones, una circunstancia que choca casi frontalmente con el concepto que tenemos de libertad.
Bueno, pues incluso olvidando estos hechos, qué clase de libertad es la que cacarean con tanto ahínco los teístas que si, pudiendo escoger un bien, usted escoge un mal (y el mal para estos grandes pensadores puede ser mismamente que un señor o señora se vayan a la cama con alguien del mismo sexo) se encontrará con un soberano castigo, eso sí, en la otra vida, la que, según ellos, empieza tras la muerte. ¿Esa libertad no es realmente una falacia? Vendría a ser algo así como si a nuestro hijo de ocho o diez años le dijéramos: Voy a salir, ahí en la mesa tienes un pastel de chocolate y  los cuadernos con la tarea del colegio, eres libre de comerte el pastel o de hacer la tarea, pero, entérate bien, como se te ocurra comerte el pastel te voy a cuajar el lomo a correazos. En esta situación, ¿puede afirmarse que este niño goza de plena libertad para obrar, que es dueño absoluto de sus actos? Pues ese es el libre albedrío que, según los creyentes, Dios nos entregó a los seres humanos. Una verdadera bicoca.
Y aún hay más. En el uso del libre albedrío el ser humano puede una vez tras otra escoger el bien, rechazando todo lo que tenga el menor indicio de mal. Es difícil, porque el mundo es como es, pero no imposible. Igualmente, puede inclinarse siempre por el mal, lo cual le resultaría, sin duda, más fácil. Pero lo que interesa resaltar es que, del mismo modo que vivimos en un mundo en el que mal y bien coexisten, podríamos vivir en un mundo en el que no existiese más que el bien o en el que no existiese más que el mal. Y ni uno ni otro tendría que ser ni más aburrido ni más divertido. En ninguno de los dos tendríamos por qué ser autómatas los seres humanos ¿O sí, señores teístas?
Porque lo curioso es que para los teístas esos mundos existen, creen en ellos profundamente, aunque parece que no son capaces de advertir su incongruencia. En efecto, según los teístas, la vida real empieza tras la muerte, y los cristianos en concreto, que son los que mejor conozco, creen firmemente en la existencia del cielo y del infierno, ambos, como todo, creaciones de Dios. Pues tanto en el cielo como en el infierno no existirá ni la sombra del libre albedrío del que el creyente disfrutó o sufrió en vida, porque en el cielo sólo de podrá practicar y, por tanto, escoger el bien, y en el infierno, el mal. Yo no sé cómo de aburrido pueda ser el cielo, pero, desde luego, en el infierno sí que no debe faltar la diversión.
Ahora bien, hay algo mucho más importante, que pone realmente en cuestión la existencia real del libre albedrío: Según los creyentes, Dios lo ve todo, sabe, porque lo está viendo, lo que va a suceder en el próximo minuto y en los próximos diez años y siempre. Sabe de antemano, lo que vamos a hacer cada uno de nosotros en cada momento. Y Dios no se equivoca, es infinitamente sabio. Por tanto, si cada movimiento nuestro ya es conocido por Dios antes de realizarlo, no podemos actuar más que como Él ha previsto, aunque creamos actuar libremente, de manera que, si existe ese Dios con todas las propiedades que se le adjudican, de qué libertad o de que libre albedrío hablamos.
No, acuerdo con lo expuesto, nuestra responsabilidad se sitúa exclusivamente en el marco de la relación entre nosotros, los seres humanos, es en este marco en el que, con las limitaciones expuestas, disponemos, en general, de la suficiente libertad como para ser responsables de nuestros actos. Pero ante ese hipotético Dios al que dicen adorar (y temer) los teístas nuestra libertad es poco más o menos cero y, por tanto, nuestra responsabilidad ninguna.


Imágenes: Pinterest



viernes, 23 de mayo de 2025

IN ARTÍCULO MORTIS

¿Os acordáis de Plácido, la película de Luis García Berlanga? Cierto día del mes de mayo, siendo yo monaguillo en la parroquia de San Pedro, como ya he contado por aquí alguna vez, se recibió el aviso de que un hombre se estaba muriendo. Inmediatamente, don Julián, el párroco, salió de su despacho y entre él y yo lo dispusimos todo para llevarle los últimos auxilios de la religión, como se decía entonces, la comunión y la extremaunción. Yo no sé cómo lo hacían, pero en un abrir y cerrar de ojos ya había cuatro hombres portando el palio y otros cuatro o seis con los faroles.
El hombre se encontraba en la posada de las Yerbas, en la calle Juramento, un lugar misterioso, para mis ojos de niño, por cuya puerta me veía obligado a pasar en muchas ocasiones, cosa que hacía acelerando el paso y sin mirar al interior. El cortejo avanzó por la calle del Poyo, siguió por Almonas y dobló por Cedaceros, para, a la derecha, entrar en Juramento, hacia cuya mitad se encontraba la posada.
Yo, que iba como siempre en cabeza, entré sin dejar de tocar la campanilla, más que para avisar, para disimular el tembleque que se estaba apoderando de mí.
Había varios huéspedes en el patio, que se apresuraron a caer de rodillas, como estaba mandado. Enseguida la dueña del establecimiento, o la encargada, o quienquiera que fuese nos llevó hasta la puerta de la habitación en la que se encontraba el enfermo. Entramos don Julián y yo, mientras los hombres con el palio y los faroles se quedaban en la puerta. En aquella España turbulenta, comida por el hambre, las chinches y los piojos, aquella habitación era el sitio más lóbrego al que yo había entrado nunca. Debía medir no más de tres metros de largo por poco más de dos y medio de ancho, carecía de ventanas al exterior, de modo que, una vez cerrada la puerta de entrada, la única luz procedía de una bombilla colgada del techo y su potencia era tan endeble que la habitación no pasaba de una penumbra mortecina, fúnebre. Una mujer, algo más joven que el hombre, quizás, aunque de aspecto pesaroso, enmohecido, cogía la mano del moribundo, con esa ternura mansa y como sobrecogida que sólo es patrimonio de los pobres.
Don Julián se desentendió del enfermo y se dirigió a la mujer
-¿Es usted su esposa? -le preguntó perentoriamente.
-No, no -respondió la mujer poco más que en un hilo de voz.
-Pero hace vida marital con él, ¿no?
-¿Vida marital? -se encogió la mujer sin atreverse a mirar al párroco- ¿Qué es eso?
-¡Qué vive usted con él! ¡Que comparte su cama!
-Sí, eso sí -susurró apenas la mujer.
-¡Pues tienen ustedes que casarse! ¡Ahora! -bramó don Julián. Y la mujer, pálida, casi gris:
-¡Casarnos! -exclamó.
-Sí no quiere ver a ese hombre en el infierno, donde arderá por toda la eternidad, porque no es posible darle los sacramentos a quien vive abarraganado.
-Sí, sí, cásenos usted, haga lo que quiera -sollozó más que respondió la mujer.
A partir de aquí, todo sucedió prácticamente igual que en la secuencia de Plácido, salvo que el ambiente era mucho más siniestro y también algo más complejo. Para empezar, se necesitaban dos testigos que conociesen a la pareja, así es que allá que salí yo en busca de nuestra guía a ver si en la posada había en aquel momento dos personas que cumpliesen la condición reclamada por don Julián. Había sólo una, un hombre.
-Pero si vas a la Corredera, en los soportales verás a varias mujeres paseando arriba y abajo, cualquiera de ellas conoce a los dos.
"Varias mujeres paseando...", si, prostitutas que tenían allí su cuartel general, viudas, más que probablemente, de algún republicano muerto en combate o represaliado durante o tras el final de la guerra, en una postguerra que no iba a terminar nunca. Era evidente que la mujer que acompañaba al moribundo era también una prostituta.
Muchas veces pasaba yo por aquella plaza, porque era uno de los dos caminos para ir desde mi casa a casa de mi abuelo, en la calle del Cister, esquina con la Cuesta del Bailío, y al centro de la ciudad. Todavía se alzaba en ella el monumental mercado de hierro que la ahogaba  casi por completo y que debió ser trasladado a otro sitio de mayor amplitud, en lugar de proceder a su derribo sin más. Con esa curiosidad morbosa, en la que no falta el temor, que suele acompañar a la adolescencia, yo pasaba por el lado de los soportales, pero por el exterior, aunque no perdía vista el interior. Por aquel entonces bullía allí un submundo brumoso, patético y, al menos para mí, atemorizador. Tipos desubicados, vagabundos de todo pelaje, rufianes, sin duda, chulos, charranes, matasiete y rajabroqueles, que acudían a las dos o tres tabernas y a las casas de comida y de huéspedes que allí se encontraban, muchos de ellos clientes de aquellas mujeres, de aspecto cansado y tristísimo y edad, casi seguro, bordeando los cincuenta o por encima de ellos.
Superando mi temor, llegué a los soportales por la calleja del Toril, y a la primera mujer que encontré le di el nombre de la que acompañaba al moribundo y le dije lo que se necesitaba, y ella, una mujerona de las más jóvenes que por allí andaban, no dudó en acompañarme.
Bien, con los testigos junto al lecho, comenzó la ceremonia. 
-Fulano de tal, ¿quieres recibir como esposa a fulanita, aquí presente, y prometes serle fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad y, así, amarla y respetarla todos los días de tu vida? 
Preguntó don Julián sin ahorrarse ni una sola de las palabras de la fórmula habitual. Yo alucinaba, era la primera vez que asistía a la celebración de un matrimonio en semejante situación, aquel hombre estaba ya más muerto que vivo ¡y el párroco le pedía ser fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad! El hombre se revolvió ligeramente en el lecho, pero no contestó. 
-¿Me has oído? ¿Me has oído? -casi bramó don Julián, más furioso que preocupado- ¿Me oyes? ¡Contéstame! ¿Quieres a esta mujer por esposa...?
-Grrrrr -brotó de la garganta del moribundo lo que, más que una respuesta, a mí me pareció un estertor de agonía
-¡Ha dicho sí! -exclamó tajante don Julián- Admitámoslo porque es lo mejor para todos. 
La pregunta entonces fue para la mujer, que seguía cogiendo la mano del enfermo. Este emitió un nuevo gruñido, más largo y profundo que el anterior, se arqueó ligeramente y cayó como derrumbado.
-Creo... Creo... que ha muerto -lloriqueo la mujer
-¡Conteste usted sí o no!
-Sí, sí -mientras las lágrimas rodaban ya mansamente por su mejillas.
-¡Yo os declaro marido y mujer! -y a los testigos-: ¡Tienen ustedes que pasar por la parroquia para firmar el acta matrimonial!
Y no hubo tiempo para más. El enfermo había muerto del todo, muerto, muerto, así es que don Julián le aplicó rápidamente los aceites de la Extremaunción y tras recordarle a los testigos que firmar aquel acta era una obligación inexcusable, salió de la habitación con el mismo ímpetu con el que había entrado, sin dirigirle ni siquiera una palabra de piedad o de conmiseración a la mujer que, según propia confesión, hacía vida marital con aquel hombre ¡sin estar casada! 





domingo, 11 de mayo de 2025

¿POR QUÉ PERMITE DIOS EL MAL?

La IA (Inteligencia Artificial) está revolucionando el periodismo, entre otras muchas cosas de esta vida nuestra tan ajetreada. Gracias a ella hoy es posible viajar en el tiempo, por decirlo así, y hasta hablar cara a cara con personajes que desaparecieron de este mundo hace cientos y hasta miles de años. Tal revolución la conocen bien en el periódico La Hora de Ahora, que se edita en la ciudad de Nueva York, en diecinueve idiomas, para satisfacer a la variada gama de sus lectores, cada día más numerosos.
En la creciente plantilla del diario destaca Horacio Pucha Pineda, un auténtico trotamundos capaz de hacerle una entrevista al Espíritu Santo en la hora de la siesta, único momento del día en que la tercera figura de la Trinidad puede procurarse algún descanso.
-Quiero dos entrevistas con la pregunta: ¿Por qué permite dios el mal?, una de ayer y otra de hoy -le encargó el director a Pucha- La comunidad de nuestros lectores anda bastante inquieta con este asunto, especialmente desde que el Trump ese quiere mandar a medio país a tomar morcilla.
-De acuerdo, jefe.
Y Horacio Pucha cogió la motocicleta, la arrancó trasteó en una pantalla que tenía en el centro del manillar y en menos de lo que se tarda en contarlo estaba el tío en Hipona, pidiendo ver a Agustín de Tagaste, el señor obispo. Una vez ante él, Horacio no se anduvo con rodeos.
-Señor obispo, ¿Por qué permite Dios el mal en nuestro mundo?
El futuro San Agustín miró al periodista con marcado desdén. 
-¿Dice usted que viene del siglo XXI?
-Y de la ciudad de Nueva York, sí
-¿Y aún se están haciendo ustedes esta pregunta?
-Ya lo ve, eminencia -respondió Pucha, no muy seguro de si a un obispo se le llamaba ya eminencia.
El futuro San Agustín, alzó la cabeza y adelantó la barbilla, en un gesto que parecía de desafío. 
-Esa pregunta, joven, no diré yo que sea una imbecilidad, pero sí que carece de sentido. ¿Sabe usted por qué? Porque el mal no existe.
-¿Cómo es eso? -preguntó inquieto Pucha.
-¡No, el mal no existe! ¡Lo único que existe es el bien! Lo que usted llama mal -añadió el señor obispo con un indudable tono de orgullo- es sólo ausencia de bien. ¡Hace más de treinta años que lo vengo diciendo!
El periodista dio un respingo y le retiró el micrófono al entrevistado.
-Muchas gracias, eminencia- con esa respuesta basta, ¿no le parece?
-Usted sabrá, joven.
-Saber, saber... Pero sí, es suficiente. Muchas gracias, de nuevo.
Y, sin más, Horacio Pucha dio media vuelta y salió a paso ligero en busca de su motocicleta. Unos minutos más tarde estaba en Madrid, para hacer una segunda entrevista, pero antes decidió dar un paseo, porque la respuesta del obispo de Hipona lo había desconcertado bastante. Caminando al albur de sus pasos, llegó a la Plaza Mayor. Allí se sentó en la terraza de la cafetería Magerit y le pidió al camarero un carajillo "doble, más bien un carajo", le dijo sonriente al camarero, "a ver si consigo dominar la carajera que llevo encima."
Y es que escuchar directamente de la boca del obispo una afirmación que Pucha había más que leído y oído, pero sobre la que nunca se le ocurrió reflexionar, lo tenía completamente apurruñado. "O sea, para que yo me entienda", murmuraba para sí, "cuando el león clava sus dientes en el pescuezo de la gacela hasta que pone fin a su vida no la está matando, sino que le está quitando un bien, el bien de la vida, y la gacela no está muerta, sólo privada de ese bien. Y ya en el colmo de la argumentación agustiniana, cuando el león devora la carne de la gacela está, obviamente obteniendo un bien. Es decir, que, según el señor obispo de Hipona, en toda esta secuencia no aparece el mal por ninguna parte, sólo el bien, por ello no se la puede calificar de dramática. ¡La madre que parió... Si Rodríguez de la Fuente levantara la cabeza!
Horacio Pucha Pineda no sabía si reír o llorar, estaba nervioso, era evidente, se rascaba la cabeza, miraba a un lado y a otro, como si temiera que alguien lo fuese siguiendo y, al fin, sin levantar la voz, estalló. ¿De veras San Agustín pensaba esto? ¿De verás el santísimo y sapientísimo obispo de Hipona creía que la gacela no sufre mal alguno? ¿De veras creía que tener que matar para vivir como tenemos que hacer todos no es un mal radical? Pues si lo creía", se dijo apurando el carajillo, "por gran filósofo que fuese era un imbécil de vuelta y media. Y si no lo creía y aquella era su forma de defender a su Dios, entonces estaba enteramente poseído por el mal.
"
Mucho más tranquilo, tras este desahogo, nuestro periodista abandonó el bar y partió a entrevistar a un tal señor Hurtado, del que, lo único que sabía es que era católico creyente y practicante, tenía siete hijos y últimamente, en su numerosas conferencias venía sosteniendo que podía demostrar la existencia de Dios, aunque, la verdad, Horacio Pucha no se había preocupado de comprobar con antelación si era cierto que lo demostraba. 
La pregunta del periodista al señor Hurtado era la misma que a San Agustín, por lo tanto, Pucha, no esperaba una respuesta diferente, quizás con matices que supusieran su actualización y nada más. 
-Dígame, señor Hurtado: ¿Por qué permite Dios el mal?
Pero el periodista se equivocaba. La respuesta del señor Hurtado no tenía nada que ver con la de San Agustín.
-Bueno, verá, no es que Dios permita el mal, no lo permite -afirmó el entrevistado, sonriendo con inequívoca jactancia-, Lo que ocurre es que Dios no quiere hacer del ser humano un esclavo o un autómata, por tanto, al crearnos, nos dotó de lo que llamamos libre albedrío, es decir, de la capacidad de actuar en todo momento libremente. Por tanto, cuando nosotros actuamos mal no puede decirse que Dios sea el responsable, los responsables somos nosotros.
Esta respuesta no desconcertó a nuestro periodista, su efecto fue el de irritarlo profundamente. Qué clase de galimatías sofístico era aquél. Pucha pensó que el tal Hurtado se burlaba de él y a punto estuvo de levantarse y meterle el micrófono entero en la boca. Consiguió contenerse y, aunque sabía que su misión debía limitarse estrictamente a formular preguntas, sin entrometerse en las respuestas, prorrumpió:
-Es usted un buen creyente y mejor practicante, ¿no es cierto, señor Hurtado?
-Soy creyente, si, creo firmemente que Jesucristo es Dios y que nos encontraremos con él en la vida verdadera, que empieza después de esta.
-O sea -se lanzó el periodista sin el menor titubeo-, que me toma usted por gilipollas.
-¿Cómo dice? -exclamó el señor Hurtado, incapaz de creer lo que acababa de oír. 
-Digo que me toma usted por gilipollas con el rollito del libre albedrío. A no ser que lo diga de verdad y entonces el gilipollas es usted.
-¿Pero cómo se atreve...?
-No lo tome usted como un insulto, sino como mera descripción -sonrió el periodista-. Verá usted, se lo explico es dos palabras: De acuerdo con su creencia, cuando usted muera irá sin duda al cielo y allí no tendrá usted ese cacareado libre albedrío, porque ¡no podrá hacer el mal! Y si, Dios no lo quiera, tiene usted algún muerto en el armario y va usted al infierno, tampoco tendrá libre albedrío, ya que allí no podrá ni pensar en hacer el bien. Por consiguiente, eso del libre albedrío no es más que un bonito cuento con el que gente como usted pretenden no tanto endulzarle la vida al personal, como mantenerlo en el estado amorfo de resignación, justificando la real existencia del mal. O lo que viene a ser lo mismo. Que el Dios en el que usted cree, pudo haber hecho un mundo en el que el mal no existiese.
-Bueno, mire, yo puedo explicarle.
-Usted, señor Hurtado, no tiene nada que explicarme, ni a mi ni a mis lectores, siga usted engatusando imbéciles y que su Dios se lo tenga favorablemente en cuenta. Buenos días.
Y ahora sí, Horacio Pucha guardó apresuradamente sus bártulos y salió deprisa, dejando al señor Hurtado con la palabra en boca. 
No obstante, Camino del periódico se preguntaba qué diría el director cuando leyera el trabajito que le llevaba.