martes, 21 de mayo de 2024

UNA BODA DE TRONÍO

Mi abuelo paterno fue el hijo menor de una familia de acaudalados comerciantes sevillanos que acabaron arruinándose cuando él era todavía un adolescente. Mi abuelo fue el menor con una considerable diferencia de años, fue lo que vulgarmente se llama un penalti. Como consecuencia de esta circunstancia, creció entre los mimos y los juegos de los mayores y el consentimiento por parte de los padres de todo cuanto hacía y/o deseaba.
Cuando llegó la ruina, los hermanos mayores tenían ya encaminada su vida, mi abuelo, en cambio, perdió no sólo el estatus económico, sino todo lo demás. Se quedó literalmente sin nada y para colmo convertido en un ser engreído y, al mismo tiempo, abúlico, con muy escasa capacidad de iniciativa. 
En aquel momento su formación consistía únicamente en saber leer y escribir, junto a lo que se conocía como las cuatro reglas: sumar, restar, multiplicar y dividir, y poco más. No era tan mal bagaje en la España en la última década del siglo XIX, con una tasa de analfabetismo del 70%, poco más o menos. Tenía, además, una letra preciosa, lo que era muy valorado en una época en que todo se escribía a mano.
Se casó el muchacho joven, con una damita de una familia venida también a menos y, por tanto, tan pobre y sufriente como él. Su primer hijo, mi padre, nació en Sevilla, pero enseguida la familia se trasladó a Córdoba, donde fueron naciendo los demás, incluida la luego famosa señorita Toni.
A mi abuelo no le faltaba el trabajo, siempre de carácter administrativo, pero cambiaba continuamente, no por falta de aprecio de los jefes o para mejorar, sino porque, secuelas de la infancia, no soportaba estar mucho tiempo en el mismo sitio. Para colmo, desde bastante joven empezó a sufrir de artrosis generalizada, enfermedad que acabaría incapacitándolo para el trabajo. De este modo, la familia perdió su principal fuente de ingresos, únicamente le quedó lo que ganaba mi padre, que había empezado a trabajar con doce años. Fue un tiempo duro, de fuertes privaciones, que la familia capeaba como podía, sin ayuda alguna de nadie.
Aquí conviene señalar que hoy, prácticamente, no se da una situación así, gracias a la protección social que proporciona el Estado, empezando por la sanidad pública, que en aquellos tiempos no existía, motivo por el cual mi abuelo no tuvo apenas atención médica, al no poder pagar un médico privado. Una protección que desde hace algún tiempo pretenden eliminar los llamados neoliberales, fascistas, realmente, como Abascal, Ayuso, Meloni, etc. Esta gente esconde sus intenciones tras grandes banderas nacionales, pero sabe muy bien lo que quieren. Otra cosa son sus seguidores y votantes, cada día, tristemente, en mayor número y en su inmensa mayoría trabajadores de no muy alta cualificación. Estos, desde luego, no saben lo que les espera con tales elementos en el poder, algo que están descubriendo ya en Italia y, con mayor dureza, en Argentina.
Pero volviendo a mi abuelo y a mi padre, a medida que fue pasando el tiempo, se fueron incorporando al trabajo los hermanos varones, no obstante, el grueso de los ingresos procedía, con gran diferencia, de mi padre. Llegó la guerra y pasó y mi padre, el único de sus hermanos que participó en ella,  volvió sano y salvo y se reintegró a su trabajo y a entregar su sueldo en la casa.
Poco después de la guerra, mi padre se echó novia y la familia torció ostensiblemente el gesto, todos, los padres, pero también los hermanos. Mi madre nunca fue aceptada ni por sus suegros ni por sus cuñados, incluida la famosa renombrada señorita Toni. Pero, aceptada o no, mi padre decidió que había llegado el momento de crear su propia familia y anunció que se disponía a casarse con mi madre. No era un niño mi padre, había cumplido ya treinta y tres años, de modo que sabía lo que hacía. Aquí no sólo torcieron el gesto, se llevaron también las manos a la cabeza: ¿Ya? ¡Nos dejas tirados! Mi padre tuvo que buscarse una armadura de buen acero para soportar las embestidas. Y es que era el que aportaba la mayor parte del dinero que entraba en la casa.
La boda se celebró en noviembre de 1944 en la iglesia de San Pedro, la parroquia de la novia, mi madre. Fue una ceremonia sencilla, porque mi madre había perdido a la suya hacía menos de un año. Entre los invitados que se reunieron en la iglesia, siete llegaron ostensiblemente tarde: mis abuelos paternos y los cinco hermanos de mi padre. Se presentaron además como pordioseros, el pelo revuelto, las manos y la cara tiznadas, la ropa, si ropa podía llamarse, hecha jirones, con remiendos de colores variados, los zapatos destrozados, avanzaron por el pasillo central y se colocaron en primera fila delante de los bancos. Sí, también la señorita Toni, que un día, empingorotada y relamida, habría de llegar a creer de verdad que era descendiente por línea paterna de la bragueta de Pelayo. Todo para reprocharle a mi padre su "abandono" y, de paso, para dejar en ridículo tanto a mi padre como a la que se convertía en su mujer.
Es lástima que en aquella ceremonia no hubiera habido un fotógrafo que hubiese dejado constancia de todo para la posteridad.

Imágenes: Abanicos de la colección del Museo Lázaro Galdeano, de Madrid.

2 comentarios:

  1. Una gran mayoría de historias de ese tiempo son muy similares, siempre hay una persona sacrificada, hombre o mujer en pro de otros parásitos. Alrededor la miseria, esa que volverá para todos incluidos esos tontos obreros de derechas que votan y encumbran a sus verdugos. Un abrazo Rafael.

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  2. Es verdad lo que dices, Paco, pero que padres y hermanos se presentaran a la boda disfrazados de mendigos es algo más raro.

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