Guerrero cristiano
Cuando Ambrosio (340-397), el fiero arzobispo de Milán, conminaba al jovencísimo emperador Valentiniano II (371-392) para que acabara con el obispo Pelagio, un tremendo hereje para la Iglesia oficial, porque, entre otras cosas, predicaba que el pecado original no había manchado la naturaleza humana, el concepto de la guerra ha entrado ya a formar parte del cristianismo.
En el capítulo 6, versículos 27 a 38, del evangelio de Lucas, el evangelista pone en boca de Cristo lo siguiente: Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os difamen. Al que te hiera en una mejilla preséntale también la otra.
Tales recomendaciones, insólitas en la época, fueron olvidadas bien pronto por los santos padres que tomaron las riendas de la nueva religión. Claro que el propio evangelio contiene otras informaciones y declaraciones que las contradicen. Así, por ejemplo, el mismo Lucas, en el capítulo III, versículo 14, expone que Juan el Bautista no tiene inconveniente en decirle a un grupo de soldados que le preguntaron por su oficio que no lo abandonaran, es decir, que continuaran dispuestos para la guerra o guerreando, si era el caso. Está también el célebre pasaje que describe cómo el propio Cristo, no ama, ni bendice ni ruega por los mercaderes que vendían sus mercancías en el patio del templo de Jerusalén, tampoco les pide amablemente que clausuren sus puestos y abandonen el templo, sino que, lleno de santísima ira, los expulsó a golpe de látigo (Juan, 2: 13-17). Y en Mateo, (22,21) está el famoso Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, que, como es lógico no se limita exclusivamente a los impuestos, sino también al servicio de las armas que en aquel tiempo le era debido al emperador romano. Pero el más determinante de todos estos pasajes es el señalado por Mateo en el capítulo 10, versículos 34-36, que dice textualmente: No penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra, y sus propios familiares serán los enemigos de cada cual.
Guerreros cristianos
Aún así, sacerdotes y obispos se esforzaban en presentar el cristianismo como la religión del amor, al tiempo que, sedientos de poder, no cesaban, igualmente, de enfrentarse los unos a los otros, y no sólo con palabras. Como, a pesar del ansia de fe de la época, la contradicción resultaba evidente incluso para el más bobalicón de los creyentes, fue necesario elaborar todo un corpus de argumentos que justificaran e hicieran aceptable el concepto de la guerra.
Los romanos distinguían entre hostis e inimicus; el primero era el enemigo público, es decir, el enemigo del Estado, definición que se refería principalmente a los ciudadanos que se revelaban en los pueblos dominados por Roma. El segundo definía al adversario o enemigo particular que podía tener cada uno de los ciudadanos del imperio. Los cristianos superaron esta diferencia, eliminando de sus textos el término hostis, cuyo significado quedó incluido en el de inimicus. De este modo no les resultó difícil recluir todo lo relacionado con el amor en el ámbito de lo privado, en tanto la belicosidad y todo lo con ella relacionado pasaba al ámbito de lo público, ámbito en el que el creyente, como individuo, quedaba exonerado de responsabilidad. (Es así cómo, por ejemplo, el papa Juan Pablo II no tuvo inconveniente en dar la comunión a un dictador con las manos manchadas de sangre, como Pinochet, ya que mató en su calidad de funcionario público, en tanto estaba lleno de amor hacia todo el mundo como individuo privado.)
Con todo, la practica del amor a título individual habría tenido que conducir al pacifismo político. Sin embargo, como los jerarcas no estaban por la labor de buscar la paz, mucho menos de poner la otra mejilla, para justificar la existencia de la guerra invocaron la socorrida doctrina del pecado original y de la imperfección del ser humano tras la ingesta de la célebre, aunque hoy dudosa, manzana.
Ahora bien, desde la simple justificación de la realidad de la guerra hasta su convocatoria y su patrocinio hay todo un proceso que los ideólogos de la Iglesia no dudaron en recorrer. Fue un proceso largo, de más de seiscientos años, ¿pero cuándo ha tenido prisa la Iglesia? Dispuesta a perdurar hasta el fin de los tiempos, ¿qué son para ella no ya seiscientos años, sino mil, diez mil, los que sean necesarios?
San Agustín (354-430), que pasa por pacifista, fue el primero que aceptó plenamente la guerra, elaborando el concepto de guerra justa, bien es verdad que basándose en textos de los filósofos griegos, especialmente de Aristóteles. Según San Agustín, en síntesis, guerra justa es la que declara un Estado en defensa de su territorio o de los ciudadanos que lo ocupan (el cristianismo es universalista, pero respeta y aún defiende las fronteras). Tan apasionante como, a ratos, desternillante, resulta seguir el recorrido de los Padres de la Iglesia, que con una boca predicaban el amor mientras con la otra (no hay que preocuparse, tenían muchas) exponían argumento tras argumento para justificar la matanza masiva de seres humanos.
Inocencio III redondeó el proceso proclamando la guerra santa, que era aquella que soldados cristianos convocados por el papa emprendían contra los considerados enemigos de la cristiandad, como musulmanes, herejes y todos aquellos que no ajustaran su vida a las normas emitidas por la Iglesia. Este concepto quedó sellado con el sermón que dio Inocencio en 1095, a las puertas de la catedral de Clermont Ferrand (Francia), con el que convocaba la primera cruzada contra los musulmanes que habían conquistado la llamada Tierra Santa.
Hasta cinco cruzadas llegaron a montarse contra estos musulmanes. Pero cruzadas ha habido bastantes más y contra distintas clases de enemigos. La última hasta el momento la de la guerra civil española de 1936, proclamada por Pío XII, conocido como el Pastor Angélico, para luchar contra las hordas marxistas, la mayoría de cuyas víctimas del bando perdedor siguen enterradas todavía, ochenta y cinco años después, en las cunetas de los caminos o en fosas comunes.
Imágenes: Internet
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