Con estas palabras, ¡Extra omnes! (¡Fuera todos!), del cardenal Marini, Maestro de Celebraciones Litúrgicas Pontificias, dio comienzo el 18 de abril del año 2005 el cónclave para la elección de un nuevo papa, tras la muerte del ínclito Juan Pablo II. El público abandonó la Capilla Sixtina y en ella quedaron encerrados los 115 cardenales electores y elegibles en aquel momento (los menores de ochenta años), con la obligación de no abandonar el recinto hasta el nombramiento del nuevo pontífice. La elección se lleva a cabo mediante sucesivas votaciones secretas, hasta que uno de ellos consigue los dos tercios de los votos necesarios. Los cardenales son libres de entregar su voto a quien deseen, pero, y esta es una de las paradojas que rodean la elección papal, son guiados por el Espíritu Santo, de modo que la elección no la hacen propiamente ellos, sino la Tercera Persona de la Trinidad.
El encierro en esta ocasión no duró mucho, sólo dos días. El Espíritu Santo estuvo diligente y los cardenales consiguieron agrupar sus votos a la cuarta votación, de modo que el día 19 de abril de 2005 resultó elegido un nuevo papa, el alemán Joseph Ratzinger, quien, como se sabe, tomó el nombre de Benedicto XVI. No obstante, por si se prolongaba, pues es imposible conocer la disposición del Espíritu Santo en cada momento, el encierro estaba bien organizado. Con los cardenales permanecen unas monjas, que son las que les preparan la comida y se encargan en general de la intendencia. Para esta ocasión, si mi fuente no miente, se habían almacenado "casi una tonelada de pasta, dos mil trescientas botellas de vino, cuatro mil botellas de cerveza, seis mil botellas de agua mineral, seiscientos kilos de carne y doscientos de pescado, quesos italianos y franceses, harinas para pasteles, etc." Una sencilla división nos daría un promedio de algo así como 8 kg. de pasta, 5 kg. de carne, 1,7 kg. de pescado, 20 botellas de vino, 35 botellas de cerveza y 52 botellas de agua por cardenal. No se puede decir que los señores cardenales no estuviesen bien alimentados, pero ya se sabe que para pensar y, sobre todo, para escuchar la voz interior del Espíritu Santo es imprescindible tener el estómago lleno. Este abasto, por otra parte, se hizo previendo un cónclave corto. No obstante, en caso de necesidad, el encierro cuenta con un torno por el que pueden introducirse alimentos y otras vituallas, tales como medicinas, etc.
A lo largo de la historia, el Espíritu Santo ha resultado ser de lo mas caprichoso, si es que no juguetón y, si se me permite la licencia, hasta un tanto diabólico. En efecto, en los primeros siglos del cristianismo, en medio de las peleas de las distintas facciones existentes e, intermitentemente, de las persecuciones de los emperadores romanos, era el conjunto de los creyentes, sacerdotes y laicos, los que elegían al obispo de una diócesis (iglesias se llamaban entonces), incluida la de Roma, cuyo titular aún no había conseguido la categoría de papa. Cada facción elegía su obispo, de manera que en Roma, por ejemplo, como centro del Imperio, coexistieron en más de una ocasión obispos arrianos, donatistas, pelagianos y católicos, cada uno arrogándose el título de cristianos verdaderos. La tarea del Espíritu Santo era por aquel entonces bastante laboriosa, pues para la elección de un nuevo obispo católico, que es para el único que Él se mueve, tenía que guiar la voluntad de un buen número de individuos, cada uno de su padre y de su madre.
En el siglo IV, la facción católica logró ganarse el favor del emperador Constantino y el jefe del Imperio romano otorgó a los católicos entera libertad para la práctica de su religión, libertad que ampliaron sus sucesores Teodosio I y Teodosio II, hasta convertir esta facción en la única religión del Imperio, con la prohibición de todas las demás, así como de los cultos denominados paganos, cuya historia se remontaba a la creación de Roma. A partir de entonces, la elección del obispo romano la siguió realizando el conjunto de los fieles, pero el Espíritu Santo tuvo que mover también la voluntad del emperador, pues este se arrogó la ratificación del elegido. Esta situación perduró hasta el siglo VIII, habiendo conseguido en el entretanto el obispo romano elevarse sobre los demás obispados de la cristiandad y alcanzar la categoría de papa.
Entre los siglos IX y X, denominados por la propia Iglesia siglos de hierro, el obispo de Roma y, en consecuencia el papa, fue puesto y depuesto por las más poderosas familias romanas, así como por los reyes de los estados europeos en que, tras su caída, se había fragmentado el Imperio romano. La luchas entre unos y otros, todos cristianos católicos, fueron a menudo terribles para imponer su candidato. Parece evidente que por esa época el Espíritu Santo andaba con ganas de juerga.
En 1059, el papa Nicolás II estableció que en lo sucesivo la elección papal la realizarían sólo los cardenales obispos, si bien éstos continuaron siendo elegidos por los fieles, al menos nominalmente, ya que quienes en realidad protagonizaban la elección eran los nobles y los reyes. La norma no se aplicaría hasta casi un siglo más tarde, en 1130, con la elección de Inocencio II. En 1179, Alejandro III, estableció que el elegido tendría que contar por lo menos con los dos tercios de los votos emitidos por los electores, norma que se mantiene en la actualidad.
Estas reformas, sin embargo, no permitieron que el Espíritu Santo se tranquilizara, a pesar de que, indudablemente, habían sido inspiradas por Él. Más bien todo lo contrario. El primer cónclave oficial tuvo lugar en 1241, el jefe de la poderosa familia Orsini, Matteo Rosco Orsini, al frente del pueblo romano, encerró a los cardenales en la antigua cárcel de Septizonio, sometiéndolos a numerosas vejaciones, la principal de las cuales fue el ayuno. Da la impresión de que aquí el Espíritu Santo mostró un puntito de mala leche, pues se demoró casi dos meses en inspirar a los cardenales la elección de Celestino IV. Con esta demora, algunos de los cardenales enfermaron y murieron, circunstancia feliz para ellos, que escaparon de los sufrimientos de este mundo y, sin ningún género de dudas, alcanzaron el cielo, tantas veces soñado y anhelado.
La situación no mejoraría hasta algunos siglo más tarde. Mientras tanto, nobles y reyes siguieron influyendo en numerosos cónclaves con el fin de torcer la intención del Espíritu Santo, empeño totalmente imposible, toda vez que el resultado de la elección, sea cual sea, responde siempre a la voluntad de la Tercera Persona de la Trinidad. Uno de los cónclaves más sonados fue el iniciado en 1268 en Viterbo, bella ciudad italiana de la región del Lazio, no lejos de Roma. Aquí, en el formidable palacio papal, estuvieron encerrados los cardenales nada menos que durante tres años, los que tardaron en elegir a Gregorio X. El Espíritu Santo estuvo tan remolón que los fieles, entonces todo el pueblo, cabreados, llegaron a desmontar los tejados de palacio, de modo que los cardenales quedaron a la intemperie, sometidos a las inclemencias del tiempo. Pues ni aún así había forma de que se pusieran de acuerdo.
Con posterioridad y hasta el Concilio de Trento hubo de todo, hasta cónclaves que dieron lugar a cismas, llegando en cierta ocasión a existir tres papas simultáneamente, tan seguros cada uno de ser el verdadero que los fieles en general, completamente desorientados, no paraban de preguntarse cuál de los tres habría sido el elegido por el Espíritu Santo. La situación se prolongó durante bastante tiempo, tanto que cada uno de los papas tenían su propio colegio cardenalicio, que a la muerte de aquel elegían a uno nuevo. Da la impresión de que el Espíritu Santo estaba de vacaciones, porque no cabe pensar que estuviera en el cielo partiéndose de risa.
Fuente:
Conclave.- Rafael Ortega.
Historia de los papas.- Juan María Laboa.
Imágenes: Pinturas de Xavier Egaña
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