Foto Juan Carlos Rodri
No recuerdo bien mi edad exacta, catorce o quince años, el tiempo pasa y la memoria se resiste a veces a recordar con exactitud ciertos detalles. Pero no, seguro, si tenía quince años, los había cumplido muy recientemente, porque el suceso, eso sí lo recuerdo bien, se produjo un día lluvioso del mes de octubre. ¡Resultó tan largo el calvario, tan tortuoso! No es empresa fácil romper las amarras cuando desde la más tierna edad te han atado férreamente al muelle. En medio de la tormenta de dudas, de remordimientos y de recriminaciones, la brújula llevaba ya un tiempo intentando señalar el camino a seguir, pero la aguja no acababa de detenerse en la dirección oportuna, todavía seguía yo oyendo misa los domingos y todavía me acercaba al confesionario a contarle al cura mis pecados. Pero cada vez distanciaba más una confesión de otra y, además, cuando lo hacía cambiaba de iglesia y de cura.Foto Juan Carlos Rodri
Ocurrió un domingo de octubre, como he dicho, de 1960 o 1961, a eso de las nueve cincuenta de la mañana en la iglesia de San Pablo. Recuerdo la hora porque la misa era a las diez y era a la que yo me proponía asistir. Para el que no la conozca, la iglesia de San Pablo es de estilo gótico, grande y hermosa, pero también umbría. La regían y la rigen los Misioneros Claretianos Los confesionarios, situados en las naves laterales, quedaban en una semioscuridad que, en principio, a mí me parecía protectora. Varios de ellos estaban ocupados por sacerdotes que esperaban a los confesantes. Al que yo me acerqué lo ocupaba un cura no muy mayor, de unos treinta y cinco años, como mucho. Las mujeres confesaban en los laterales del confesionario, a través de una ventanita cerrada con una celosía, de tal manera que su rostro apenas era visible para el cura (de los trucos para superar esta separación, ya hablaremos otro día). Pero los hombres confesábamos por delante, a pecho descubierto, es decir, sin separación alguna y cara a cara con el saceardote. Me arrodillé ante él y murmuré:-Sin pecado concebida- respondió el cura, y me rodeó el cuello con su brazo y acercó su cara a la mía hasta situar su boca a menos de dos centímetros de mi oído- ¿Cuándo fue tu última confesión?
-Hace... -le dije el tiempo, tres o cuatro meses, no lo recuerdo.
-¿Y de qué te acusas, hijo?
¿Yo? ¿De qué iba acusarme yo? De lo de siempre.
-Me he masturbado, padre
Ahora el cura tendría que preguntarme cuántas veces. Y eso fue lo que me preguntó:
-¿Cuántas veces, hijo?
A mí su abrazo empezaba a resultarme un tanto molesto. Su olor además, un olor suavísimo, pero también penetrante, a esencia de pura santidad, supongo, se me estaba entrando hasta lo más hondo de la nariz, causándome una sensación muy rara, como de vértigo. Pero se las dije:
-Muchas veces, padre. No recuerdo el número.
Ahora el cura tendría que decir, ¿de qué otro pecado te acusas? Pero lo que dijo fue:
-Y cuando te masturbas, ¿en qué piensas, hijo mío? ¿Cómo lo haces?
Me dejó sorprendido. No sabía qué decir. Pero lo comprendí en sólo unos segundos, los que tardé en reaccionar. Me eché ligeramente hacía atrás, acerqué mi boca su oído y se lo dije, bajito, para que sólo él lo oyera, le dije:
-¡Yo me cago en tu puta madre!
Me levanté sin aspavientos y salí a paso rápido de la iglesia.
Fue definitivo. Nunca más he vuelto a acercarme a un confesionario. Y si he vuelto a entrar en una iglesia ha sido como turista o para asistir a algún acto de carácter social, como una boda, un bautizo o un entierro.
Jajajajajaja y ja. Tú tuviste el valor de decirlo, otros -yo- aguantamos el roce y las estúpidas preguntas hasta que, llegado el día, dejamos de aparecer...
ResponderEliminarYo encontré ese valor porque no conocía al cura de nada, de haberlo conocido, no me cabe duda de que me hubiera tragado el manoseo, porque habría sido incapaz de revolverme.
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