viernes, 21 de junio de 2024

UNA GRAN CARRERA

Fotografía Juan Carlos Rodri
La Inquisición española fue una institución represiva de la Iglesia Católica, instituida, en principio, para mantener la pureza de la religión católica. Pero fue también una organización de carácter político, en el sentido de que era un medio, y quizás el más importante, del que se servía el Estado para conservar la unidad territorial y política del país, como lo prueba el hecho de que fuera solicitada al papa por los Reyes Católicos. Al mismo tiempo, servía también para defender el status quo de la clase dominante, no importaba que, en determinados casos, alguno de sus miembros acabara acusado y sometido a proceso por los jueces inquisitoriales; al contrario, tal hecho acrecentaba, sin lugar a dudas, el temor de la generalidad de los súbditos, pues podían comprobar que nadie estaba libre de caer en las garras de tan poderosa institución.
Una prueba más del carácter político, además del religioso de la Inquisición, se encuentra en el hecho de que ningún clérigo, pues de clérigos se trataba, podía alcanzar cuota alguna de poder en la institución sin una previa o paralela carrera política. Uno de los casos más paradigmáticos de esta realidad es el de Fernando Valdés y Llano (1483-1568), personaje del que ya hemos hablado un par de veces en este blog (entradas: El proceso inquisitorial y La táctica de Valdés), pero del que conviene redondear su actividad, en este caso con el relato de su impresionante carrera política.
Valdés había nacido en Salas, pequeña población asturiana, era hijo de Juan Fernández de Valdés y Mencía de Llano y Valdés, ambos de linaje noble, aunque de economía más bien modesta. Fernando estudió en la Universidad de Salamanca, en la que se licenció en Derecho, llegando a ser profesor de Derecho Canónico. Como tantos de los fervorosos fanáticos y poderosos represores religiosos, Valdés tuvo una juventud más bien ajetreada, hasta el punto de que llegó a tener un hijo natural: Juan de Osorio, caballero que se destacaría en las guerras de Carlos V contra los protestantes y, más tarde, en la conquista de América.
Foto Pinterest
Licenciado en Derecho, fue enviado como inquisidor a Barcelona, ciudad en la que en mayo de 1511 se ordenó sacerdote. Poco después de esta fecha iniciaría su carrera política entrando en la órbita del cardenal Cisneros, quien, ante la valía del nuevo sacerdote, se convertiría en su protector. Sin duda, fue gracias a esta protección que el emperador Carlo V le confió distintas misiones en Alemania y Flandes, lugares en los que conoció de primera mano las ideas de Lutero, ideas que, en su momento, habría de perseguir en España con sobrada ojeriza.
En 1524, con la carrera política a velocidad de crucero, entró a formar parte del Consejo General de la Inquisición, bajo el patrocinio del entonces inquisidor general Alonso Manrique. Este mismo año ingresó en el Consejo de Navarra. Tres años más tarde, lo vemos en Valladolid, formando parte del grupo de expertos que censuraba las obras de Erasmo. En 1529, tras su nombramiento dos años antes como deán de la catedral de Oviedo, fue nombrado obispo de Orense y, en 1932, obispo de Oviedo. Nunca llegó a ocupar físicamente estos puestos, pero sí que recibió de ellos sus beneficios, pues su dedicación principal se encontraba en la Corte, donde fue nombrado presidente de la Real Chancillería de Valladolid. En 1539 alcanzaría el obispado de León, al tiempo que se convertía en presidente del Consejo de Castilla (no debemos extrañarnos de que un clérigo ocupara puestos políticos tan relevantes, eran los únicos o casi los únicos doctos.) Ocupando este último cargo, fue nombrado arzobispo de Sevilla e Inquisidor General.
Fotografía Rafael Sanz
Cuando un régimen cerrado crea una institución de carácter represivo con, además, capacidad coercitiva, en ella acaban instalados le elementos más sádicos, crueles y aún criminales de la sociedad. Y eso es lo que vino a ocurrir con el señor arzobispo Fernando Valdés. Con él al frente, la Inquisición se convirtió en una trituradora que, en su ataque a todo lo que nada más oliera a luteranismo, no respetó absolutamente a nadie. Bastaba con que alguno afirmara que en el camino de la salvación era más importante la fe que las obras para que, con el agudísimo oído de la organización, el tal cayera en sus garras. Entre los casos más famosos estuvieron el monasterio jerónimo de Santiponce, del que la mayoría de los monjes tuvo, felizmente, tiempo de huir, entre ellos Casiodoro de la Reina, el primer traductor de la Biblia al castellano; los canónigos de Sevilla Constantino Ponce y el doctor Egidio, cuyo nombre real era Juan Gil, ambos ajusticiados, es decir, quemados vivos; el grupo de los Cazalla en Valladolid, con los que se organizaron dos autos de fe, uno en mayo y el otro en octubre de 1559. Bajo la dirección de Valdés, la Inquisición le metió mano incluso al arzobispo de Toledo y primado de España, Bartolomé Carranza, al que el señor Inquisidor no tragaba y al que mantuvo en sus cárceles nada menos que dieciséis años.
Fotografía Ramón Masats
Como prueba de hasta dónde llegaba su fanatismo, su mala leche, en realidad, hablando llanamente, redactó y promulgó sus Instrucciones, verdadero manual de extorsión de sospechosos. A ellas añadió el primer Índice de Libros Prohibidos de España, adelantándose al que publicaría el papa para toda la Iglesia trece años más tarde. El señor inquisidor incluyó en el todas las obras de Erasmo, cincuenta y seis ediciones de la Biblia, incluido el Nuevo Testamento, pero también obras literarias de Gil Vicente, Hernando de Talavera, Torres Naharro y Juan del Encina, entre otros; así como el Lazarillo de Tormes y el Cancionero General, ambas anónimas. Pero también obras de carácter religioso de San Juan de Ávila, fray Luis de Granada, San Francisco de Borja, que se largó de España casi minutos antes de que lo detuvieran, y, para pasmarse, los Ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola.
Sin embargo, aparte del goce personal, que no sería poco, al final, tanto derroche de fanatismo sólo le sirvió para morir en 1568 abandonado por el papa Pío V, que lo apartó del proceso de Carranza, y de Felipe II, al que había tratado de agradar desde que el monarca tomó posesión del trono.


 


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