viernes, 13 de octubre de 2023

EL HOMBRE INFALIBLE

Movido por el discurso clerical, durante bastante tiempo, mi niñez y mi adolescencia, creí sinceramente que a santos o a beatos llegaban sólo muy buenas personas, tan buenas que en el ejercicio de su bondad se enfrentaban incluso al riesgo de perder la vida. Esta creencia mía era y es completamente falsa: en la inmensa mayoría de los casos, a santos llegan aquellos y aquellas que han ejercido una defensa clara de la Iglesia o que a ésta le pueden servir de propaganda. Cuando lo descubrí no me llevé ninguna decepción: ya había aprendido a conocer el paño.
Podríamos tomar como ejemplo de cuanto va dicho a casi cualquiera de los hombres o las mujeres cuyas imágenes nos miran desde la altura dorada de los altares, pero vamos a centrarnos en el hombre que consiguió nada menos que la infalibilidad o, dicho de otro modo, el hombre que se convirtió en semidios. Este hombre es el papa Pío IX (1846-1878). Su nombre real era Juan María Ferreti. Había nacido en 1792 en la ciudad de Sinaglia, que se asoma al Adriático en la actual provincia de Ancona. Nació en el seno de una familia noble, como la mayoría de los pontífices a lo largo de la historia, circunstancia que prueba, sin duda alguna, la preferencia del Espíritu Santo por la gente de bien, esa buena gente que, a parte de explotar a todo el que pillan, no hacen nada malo.
Desde los diez años el infante Ferreti padeció epilepsia, una enfermedad que se manifiesta mediante ataques compulsivos, durante los cuales el paciente puede llegar a tener alucinaciones y que no tiene cura, si bien en el caso de Juan María, los ataques disminuyeron drásticamente o desaparecieron por completo, como afirman algunos historiadores, tras cumplir los treinta años. La enfermedad le impidió realizar regularmente sus estudios, de manera que no pudo ordenarse sacerdote hasta los veintisiete años. No obstante, en 1827, con sólo treinta y cinco años, era obispo de Spoleto y cinco años más tarde, arzobispo de Imola. En 1840, con cuarenta y ocho años, alcanzó el cardenalato.
Le desapareciera por completo o no, la enfermedad le dejó un carácter voluble, con fuertes altibajos emocionales, de modo que tan pronto se encontraba al borde de la depresión como ascendía a las cumbres de la euforia. En principio, el obispo Ferreti, era amable y sumamente devoto, tanto que rayaba casi en la beatería. Su preferencia por la labor pastoral lo mantuvo alejado de la curia vaticana, incluso tras su nombramiento como cardenal. Aún así, en 1846, con cincuenta y cuatro años, fue elegido papa, tras la muerte de su antecesor Gregorio XVI, escogiendo el nombre de Pío IX. Su pontificado ha sido hasta hoy el más largo de la historia: treintaiún años y ocho meses.
Annos Petri non videbis (no superarás el tiempo de Pedro). Dos simples anécdotas revelan el carácter de este pontífice. La primera, en línea con la egolatría, tiene que ver con este dicho que se tenía casi por una orden antes de él, al creer todo el mundo que el papado de Pedro, dando por hecho que Pedro fue el primer papa, había durando exactamente veinticinco años. Pues cuando Pío IX superó esta cifra mandó colocar un mosaico señalando esta circunstancia al lado de la estatua del apóstol. El rasgo pudoroso y beatón de su carácter se pone de manifiesto con la segunda anécdota: enterado de que una de las estatuas que adornaban el mausoleo de Pablo III había tenido como modelo a Giulia Farnese, amante de Alejandro VI, ordenó cubrirla por completo con una túnica de metal y pintarla como si fuera mármol.
La revolución industrial que se había iniciado en Inglaterra en el último tercio del siglo XVIII había dado origen a dos corrientes ideológicas y políticas contradictorias: el liberalismo y el socialismo. El primero promocionado y exigido por los grandes fabricantes para dar salida a sus productos y el segundo como defensa de la enorme masa de campesinos y pequeños artesanos que se habían visto obligados a trabajar en las fábricas, donde eran explotados con la mayor fiereza. Consecuencia de ambos pensamientos fue la lucha continua entre sus respectivos promotores y seguidores, pero lo que preocupaba especialmente al Vaticano era la creciente descristianización y laicidad de Europa.
En este marco, el acceso al trono papal de Pío IX fue muy bien recibido por el pueblo romano. A pesar de que la Iglesia, con los últimos papas a la cabeza, se había opuesto a cualquier progreso político, social e incluso técnico, como, por ejemplo, el alumbrado de las calles. Su alejamiento de la curia y, por tanto, de la política, le otorgaba una vitola de hombre liberal que, sin duda, se opondría con todo su carisma e incluso con su ejército a los austriacos, que se consideraban con derecho a intervenir en Italia para reprimir cualquier movimiento progresista. 
Esta apreciación popular era pura ilusión, que se esfumó tan pronto como el nueve de noviembre de 1846 Pío IX publicó su primera encíclica, Qui Pluribus, en la que condenaba enérgicamente la indiferencia religiosa y la descristianización. Al papa le afectó profundamente la aparición de dos libros: El origen de las especies, de Charles Darwin y El capital, de Karl Marx, le afectó de tal modo, sobre todo el segundo, que el ocho de diciembre de 1849 publicó la encíclica Nostis Nobiscum, en la que condenaba más duramente aún los, a su juicio, errores del comunismo y del socialismo. En la mentalidad de Pío IX no cabía, no podía caber que, a través de un dilatado proceso evolutivo o de lo que fuese, el hombre procediese del mono. Menos aún admitía la idea de que la clase social históricamente dominada, abandonara la resignación y se rebelara contra el perpetuo sufrimiento, convencida de obtener una mejora en sus condiciones de vida aquí, en la tierra, y no en el supuesto paraíso que la religión, con el pontífice a la cabeza, predicaba.
El conservadurismo del papa se fue acentuando a medida que pasaban los años de su pontificado, culminando con la auto declaración de su infalibilidad en el concilio Vaticano I, con las tropas del rey Victor Manuel, comandadas por el general Cardona, a las puertas de Roma. La tropas entraron en la ciudad el veinte de septiembre de 1870, sin apenas encontrar resistencia por parte de la guardia del papa. Aquel mismo día Roma fue declarada capital de la Italia unificada. Y aquel mismo día Pío IX se encerró en el Vaticano, proclamándose prisionero y clamando por el robo que, según él, le había hecho Victor Manuel de Saboya y su ejército. El pontífice se sentía despojado del Estado Pontificio, un amplio territorio que él consideraba de propiedad exclusiva de los papas, aunque no podía ignorar, primero, que el gobierno de tal Estado convertía al pontífice en un dirigente político como cualquier otro y, segundo y más importante, tampoco podía ignorar que dicho Estado había nacido como fruto de un documento falso: La donación de Constantino.
Profundamente antisemita, con el fin del Estado Pontificio, que nunca debió formar parte de las propiedades de la Iglesia, salió a la luz el trato que Pío IX había dado a los judíos bajo su jurisdicción: prohibición de abandonar Roma sin un permiso expreso del inquisidor de turno; prohibición, bajo la amenaza de fuertes multas, de la compra por parte de los judíos de artículos sagrados católicos, como cálices, crucifijos, patenas, etc.; prohibición de dormir fuera del gheto; mantenimiento de la ley que condenaba a un judío, incluso a muerte, con la denuncia de dos católicos que declararan haber oído que el judío había ofendido de obra o de palabra a un sacerdote.
Pío IX murió el siete de febrero de mil ochocientos setenta y ocho, a los ochenta y seis años de edad. Cerca de ocho mil condenados habían pasado por sus cárceles, cuatro de ellos habían sido decapitados por el verdugo con la imprescindible conformidad del pontífice, Gustavo Paolo Rombelli, Rómolo Salvatori, Ignacio Manchini y Gustavo Marloni. Todavía, cuando los patriotas italianos entraron en Roma, liberaron de su cárcel a cientos de presos, muchos de ellos ciegos y otros prácticamente inválidos por haber perdido la musculatura, debido, respectivamente, a la oscuridad y a la estrechez de las celdas en que habían permanecido cautivos durante largos años. Como se ve, un trato exquisitamente humano, qué digo humano, divino, por parte del representante  en la tierra del Hombre que murió en una cruz con el mismo equipaje y las mismas propiedades con los que había nacido, es decir, ningunos. Igualmente, en los sótanos de la cárcel se encontraron numerosos esqueletos y cadáveres en descomposición, así como grandes cantidades de ropas de hombre y de mujer, y juguetes de niños, muertos, sin duda, junto a sus padres.
Bien, pues a este hombre magnífico, a este papa todo bondad, hasta poner en riesgo su vida, lo declaró beato Juan Pablo II en el año 2000, junto a Juan XXIII.

Fuentes: 
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Santos y pecadores. Una historia de los papas.- Eamon Duffy
Historia de las papas.- Juan María Laboa
Historia de Italia.- Christopher Duggan
Los papas y el sexo.- Eric Fratini.

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