viernes, 6 de enero de 2023

EL EXPOLIO DE ÁFRICA

Víctor Hugo (1802-1885) dio la orden: "Id, pueblos! Dios ofrece África a Europa, tomadla." Sí, el gran escritor francés, que fue también político y, como se ve político depredador, más que conservador; el novelista, pero también poeta, autor de La contemplaciones, formidable poemario de más de diez mil versos, en el que, en la admiración de la naturaleza por parte del autor, no falta cierto tono místico; y de novelas tan excepcionales y llenas de compasión, como Nuestra Señora de París y Los Miserables, sobradamente conocidas.
¿Pero cómo había empezado todo? En 1482, navegando con su reluciente carabela, cuyo prototipo se había creado en Lisboa cuarenta años antes, el portugués Diogo Gáo observó que, tras cruzar la línea del ecuador, había desaparecido la estrella polar. Este hecho, que produjo una viva inquietud en la tripulación, hizo que, por un momento, Gáo estuviera a punto de dar la orden de virar en redondo y emprender el camino de regreso. Sin embargo, decidió seguir adelante y al poco alcanzó la formidable desembocadura del río Congo en el Atlántico. El mayor río de África tiene su nacimiento en el lago Bangweulo, en la actual Zambia y después de recorrer 4.700 Km., en su mayor parte por el antiguo Congo Belga, hoy República del Congo, rinde sus aguas en una amplia bahía, a la altura de la ciudad de Muanda, un poco más abajo del ecuador. Hasta 160 Km. aguas arriba el camino es espectacular, un profundo cañón que en algunos lugares llega a los 1.200 m. de profundidad.
Maravillado con la belleza del lugar y, valorando rápidamente las oportunidades que podía brindarle, Diogo desembarcó, ascendió a la cima del cañón y erigió una columna de piedra, coronada con una cruz de hierro y la siguiente leyenda: "En el año 6681 de la creación del mundo y 1452 del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, su majestad serenísima, excelentísima y poderosísima el rey Juan II de Portugal ordenó a Diogo Gáo, caballero de su casa real descubrir esta tierra y erigir esta columna de piedra."
Muy poco después daría comienzo el infame y sumamente lucrativo comercio de esclavos que, si en un principio, se dirigió a las plantaciones de café y a las minas de Brasil, territorio en poder de los portugueses, no tardaría en extenderse a Norteamérica y a América del Sur. El negocio, justificado miserablemente en la descabellada y, sobre todo, interesada idea de que al sur del desierto del Sahara, los africanos estaban más cerca de la animalidad que del ser humano, se prolongaría oficialmente hasta el primer tercio del siglo XIX en que fue siendo prohibido por los distintos países esclavistas, empezando por Inglaterra, que lo hizo en 1807.
Pero el expolio de África no terminó con la extracción y venta de sus hombres y mujeres. A Víctor Hugo se sumó casi a continuación el economista John Stuar Mill (1816-1873). Este caballero inglés, cuya imagen por si sóla causa espanto, afirmaba con rotundidad que "el despotismo es un modo legítimo para tratar con bárbaros, con tal de que el fin sea su mejora." Es decir, que aquello del fin y los medios no tenía sentido cuando se refería a personas que, según el civilizado y muy culto señor Stuar, se encontraban "atrasadas", viviendo medio desnudas y sin conocimiento alguno de la economía moderna, de modo que usted, europeo civilizador podía hartarlas literalmente de hostias y hasta de latigazos, porque su intención no era aprovecharse de ellas, sino educarlas.
Lo cierto, sin embargo, es que a finales del siglo XVIII se había iniciado la llamada revolución industrial y los países europeos, con Inglaterra a la cabeza, necesitaban materias primas y necesitaban ampliar los mercados, para que no se detuviera el proceso productivo. Fue de este modo que, obedeciendo al escritor francés y con la coartada que les proporcionaba el inglés, los países europeos sustituyeron el comercio de esclavos, que, en realidad, ya no era rentable, por la conquista, dominación y explotación del continente africano.
El proceso lo iniciaron los exploradores, seguidos muy de cerca por los misioneros católicos y cristianos de las distintas confesiones denominadas en general protestantes. El explorador abría camino; inmediatamente, el misionero, que a veces llegaba junto a aquél, trataba de convertir al jefe de la tribu o al rey del territorio, con la certeza, porque así se había hecho ya con los pueblos bárbaros en los primeros tiempos del cristianismo, de que a la conversión del jefe, sucedía de forma inmediata la de todos sus súbditos. Como en la antigüedad citada, no fueran pocas las ocasiones en que el jefe o el rey se convertían bajo la amenaza de los fusiles y las ametralladoras de los invasores, el rumor de cuyos pasos llegaba nítidamente a sus oídos. 
Hubo exploradores ingleses, franceses, italianos y hasta españoles, entre los que destaca Manuel Iradier (1854-1911), quién logró comprar para España la sumisión de los jefes de tribu de Rio Muni. Pero los más célebres de todo el gremio fueron, sin duda, el escocés Livingstone (1812-1873), quien fue al mismo tiempo explorador y misionero, aunque su primer propósito no fue otro que el de abrir rutas comerciales alternativas a las utilizadas por el comercio de esclavos, si bien no puede negarse su celo misionero. En estas estaba cuando, en 1886, tras haber sido el primer hombre blanco que cruzó el desierto del Kalahari, se perdió su rastro durante un viaje organizado para descubrir la posible relación entre el lago Tanganika, las cataratas Victoria y las fuentes del Nilo, de modo que el mundo lo dio por muerto.
A la misma altura de celebridad se encuentra el galés de nacimiento Henry Morton Stanley (1841-1904). Era hijo ilegítimo, motivo por el cual, tras una infancia difícil, con sólo 18 años logró cruzar el océano y llegar a Nueva Orleans, donde tuvo la suerte de ser apadrinado por Henry Hope Stanley, de quien tomó el apellido. Fue soldado y periodista. Viajó a África como reportero de la expedición inglesa contra el emperador de Abisinia. Era un tipo racista y violento. Con el entonces fabuloso presupuesto de mil dólares emprendió una expedición desde Zaldíbar con el propósito de conseguir alguna noticia del explorador perdido y tuvo el acierto o, más bien, la fortuna de encontrarlo en Ujiji, un antiguo poblado al oeste de Tasmania. "El doctor Livingstone, supongo", fue su saludo, frase que en muy poco tiempo se hizo famosa en todo el mundo.
Tras los exploradores llegó la apropiación del territorio. Portugal poseía de antiguo Angola y Mozambique, entre otros, pero en la invasión de entonces, Francia e Inglaterra se llevaron las mayores tajadas. Del Congo se apoderó a titulo personal el canalla Leopoldo II de Bélgica, aunque cuando le hubo sacado prácticamente todo el jugo que se le podía sacar por aquel entonces, produciendo más de diez millones de muertos, se lo transmitió al Estado belga. Italia se hizo con Libia. Alemania se apoderó de Camerún, Togo, Tanganica y África del Sudoeste. España consiguió los minúsculos territorios, comparativamente hablando de Río de Oro, Guinea, Ifni y el Sahara. El resto se lo repartieron Francia e Inglaterra.
Estas conquistas se fueron produciendo sin orden ni concierto, mediante el asentamiento de tropas en un lugar a partir del cual se iban adicionando territorios, rompiendo, más que fronteras, límites tradicionales, separando poblaciones que llevaban siglos conviviendo en el mismo espacio y aun enfrentando unas etnias con otras que hasta entonces habían convivido pacíficamente, como ocurrió en Ruanda con los Hutus y los Tutsi (véase la entrada La joya de África, publicada en este mismo blog.) Este sistema producía constantes roces entre las potencias europeas, por lo que, con el objetivo de ponerles fin, el canciller alemán Bismarck, que había conseguido recientemente la unificación de su  país, convocó en Berlín una conferencia internacional, que se prolongó del 15 de noviembre de 1884 al 26 de febrero de 1885. En ella se establecieron las fronteras definitivas entre unas conquistas y otras y se establecieron normas para solucionar pacíficamente los posibles conflictos.
Pero desde el momento mismo de la conquista ya se estaba llevando a cabo la expoliación de los distintos territorios, con el genocidio de poblaciones indígenas; con la semiesclavitud de otras, cuando no esclavitud completa; ante los ojos de los propios misioneros que jamás levantaron la voz en defensa de los africanos, más bien lo contrario, como ocurrió en Ruanda, porque se hacía para extender en un continente "salvaje" la maravillosa civilización cristiana y el progreso. 
Alemania perdió sus colonias tras su derrota en la Primera Guerra Mundial. Posteriormente, a partir de los años 60 del siglo pasado, los distintos territorios fueron consiguiendo la independencia, pero sólo nominal en la mayoría de ellos, porque las potencias salientes se encargaron de mantener la explotación mediante la instalación en el poder de gobiernos corruptos, enteramente vendidos a dichas potencias.

Fuentes: 
Martínez Cabrera.- África subsahariana
John Iliffe.- África. Historia de un continente
Emilio Galindo.- A la conquista de África con los padres blancos.
Adam Hoschschild.- El fantasma del rey Leopoldo

Imágenes: Internet

1 comentario:

  1. Lo del Congo Belga fue horroroso, con el beneplácito de la Comunidad internacional. Y a pesar del expolio fruto del atraso estructural de muchos paises, le siguen negando el pan y la sal a los emigrantes que huyen de la miseria. Enhorabuena Rafael. Un abrazo.

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