domingo, 5 de noviembre de 2023

EL NOMBRE DE LOS PAPAS

Cuando yo era un adolescente y buena parte de mi vida se desarrollaba aún en el seno de la Iglesia, una de las cosas que más despertaba mi curiosidad era el nombre de los papas, por qué los papas cambiaban de nombre cuando ascendían al pontificado. Ninguno de los sacerdotes a los que les hice la pregunta me dio la misma respuesta. 
Para unos, se trataba de un acto de humildad, el hombre elegido cambiaba de nombre para mostrar a la totalidad del género humano que su nombramiento no se debía propiamente a sus cualidades, sino a la libre designación del Espíritu Santo. Según otros, con aquel cambio se ponía de manifiesto que, a partir del momento de ser nombrado, el papa dejaba de ser una persona normal para convertirse en Vicario de Cristo. Otros, en fin, aseguraban que de aquel modo la Iglesia ponía de relieve que la autoridad del papa, jefe supremo y omnímodo de todos los católicos, no sólo no podía equipararse a la de los reyes y altos mandatarios de las distintas naciones, sino que era muy superior, por ser de orden espiritual.
Ninguna de estas respuestas respondía a la verdad. O se trataba de desconocimiento de la historia, cosa en apariencia rara, pero no tanto cuando se conocen las Historias de la Iglesia con las que estos santos varones se formaban, o, más probablemente, se trataba de una más de las mentiras más o menos piadosas con las que pretendían endulzarme la realidad, al tiempo que, en este caso, conferían al papa un carisma aún mayor del que ya poseía.
La verdad es mucho más prosaica. También más terrenal y, desde luego, más grosera. Hasta la mitad del siglo X los papas y antipapas  que se sucedieron en Roma conservaban su nombre de pila cuando accedían al pontificado, desde el mismo San Pedro, dando por buena la relación que contiene el Liber Pontificalis, hasta Agapito II (946-955)
El X es un siglo sobre el que la Iglesia prefiere pasar de puntillas. Nada menos que nueve papas murieron asesinados, de los veintisiete que se sucedieron a lo largo de la centuria. Por entonces, la elección de un papa era un galimatías. Como obispo de Roma que era, teóricamente lo elegía el clero romano, pero en realidad la elección quedaba en manos de las grandes familias y en ella intervenía hasta el emperador germano. 
Una de aquellas familias, la de los Túsculos, patronímico  que tiene su origen en la ciudad etrusca de Tusculum, situada a unos veinticinco kilómetros de Roma y cuyas ruinas pueden visitarse en la actualidad, controlaban el poder político y espiritual de la Ciudad Eterna. Tres mujeres de esta familia eran las verdaderas detentadoras del poder, Teodora, esposa de Teofilato, el primero de los Túsculos, senador romano, y sus dos hijas: Teodora (mismo nombre que la madre) y, especialmente Marozia. Liutprando de Cremona, cronista de la época, trata a estas tres mujeres de prostitutas. Es posible, y así lo sostienen algunos eruditos, que Liutprando exagerara, pero lo que nadie discute es que estas tres damas hicieron un uso amplio de su cuerpo para alcanzar el poder y para mantenerlo.
Centrándonos en Marozia, que fue la más avispada de las tres, siendo todavía una adolescente, de excepcional belleza, por cierto, fue amante del papa Sergio III (904-911), con el que llegó a tener un hijo al que puso por nombre Juan, el cual, andando el tiempo, alcanzaría el solio pontificio con el nombre de Juan XI (931-935). Tras la muerte de Sergio III, Marozia contrajo matrimonio con Guido de Toscana, con el que tuvo otro hijo, Alberico. Siendo ya papa su hijo Juan, Marozia enviudó. Entonces ofreció su mano a Hugo de Provenza, rey de este territorio, con la idea de que el papa lo coronara como emperador, así ella se convertiría en emperatriz. Contra esta trama se alzó Alberico, el hijo de Marozia y, por tanto, hermanastro de Juan XI. Al frente de la nobleza y del pueblo romanos alejo a Hugo y encarceló a su madre y a su hermanastro (932). Marozia y Juan no salieron de la prisión. En ella fueron asesinados por orden de Alberico en 935.
Alberico logró hacerse con todo el poder y entre el 932 y el 946 reinó como príncipe y senador de los romanos. En su lecho de muerte logró arrancar de los nobles y del clero de Roma la promesa de que tras la desaparición del papa Agapito II, a la sazón reinante, sería designado papa su hijo Ottaviano, conde de Tusculum. 
Así sucedió: en 955, tras la muerte de Agapito II, Ottaviano accedió al trono papal. Sólo tenía dieciocho años, pero ya era también, por herencia paterna, Prefecto de Roma, reuniéndose así en su persona el poder temporal y el espiritual. Ottaviano era también un buen elemento. Más que el ejercicio de sus cargos, a él lo que le interesaba era la caza, la buena comida y, sobre todo, las mujeres, de las que gozó en abundancia y variedad. Memorables fueron sus relaciones con el emperador Germano Otón I, llenas de zalamerías, súplicas y traiciones por parte del pontífice. Pero lo que en este momento más interesa de esta historia es que para diferenciar sus cargos de Prefecto y de papa, cuando firmaba documentos civiles lo hacía como Ottaviano, su nombre de pila, mientras que para los documentos eclesiásticos adoptó el nombre de Juan. Con este nombre, Juan, el duodécimo de la sucesión, Juan XII, pasó a la historia. Y así, de un modo nada trascendente o espiritual, se inició la costumbre del  cambio de nombre por parte del elegido como papa.

Fuentes:
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra
Historia de los papas.- Juan María Laboa
Diccionario de los papas.- Juan Dacio
Historia política de los papas.- Pierre Lanfrey
Historia de la Iglesia II.- Llorca, Villoslada y Montalbán.

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