lunes, 30 de mayo de 2022

EL FINAL DE UN EMPERADOR

Históricamente, enfrentarse al papa, al Vaticano, se ha pagado. Todavía hoy, en unos sitios más que en otros, no resulta fácil frenar los desmanes que la Iglesia Católica acostumbra a perpetrar. Teniendo en cuenta estos desmanes y la forma de perpetrarlos, no son pocos los que comparan a la Iglesia con la mafia, pero aunque, para quien tiene ojos para ver y oídos para oír, no pueden negarse ciertas afinidades con la organización secreta dedicada al enriquecimiento de sus miembros mediante la comisión de delitos, la Iglesia católica es mucho más que una mafia.
Ante todo, la Iglesia es un entidad organizada para durar. El evangelio de Mateo, capítulo 16, versículo 18, da cuenta de la promesa de Jesús de la siguiente manera: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi iglesia y las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella." Con esta promesa debía bastar para que la Iglesia durase y durase hasta el fin de los tiempos, pero se ve que ni jerarquía, ni sacerdotes de a pie, ni monjes ni monjas e incluso ni los propios fieles se fían demasiado, no sabemos si de Jesús o de Mateo, y todos se aplican antes que nada a conseguir que la organización perdure, aplicando los medios y las acciones necesarios en cada momento, no importa cuáles sean, legales o ilegales, morales o inmorales.
Esta breve introducción, un tanto reduccionista, era necesaria para explicar el final de Enrique IV, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Como se sabe, su enfrentamiento con el papa Gregorio VII (1073-1085) por el asunto de las investiduras tuvo un primer acto cuyo final supuso un clamoroso triunfo del papa, al obligar al monarca a desplazarse en pleno invierno hasta el castillo de Canosa, a cuyas puertas lo mantuvo Gregorio durante tres días antes de permitirle pasar y concederle su perdón, mediante el levantamiento de la excomunión.
Pero el asunto tuvo un segundo acto. Y en este, Enrique, tras dejar pasar el tiempo, se presentó en Roma con su ejército y obligó al papa a huir a Salerno, donde murió, tras dejar para la posteridad la frase más famosa de su pontificado: "He amado la justicia y odiado la iniquidad, por eso muero en el destierro." A lo largo de sus años como papa, Gregorio VII, buscó con toda su energía la instauración de una teocracia universal, es decir, el gobierno del mundo por parte de la Iglesia, la unión en la persona del pontífice de la cruz y de la espada, considerando que era la única solución de justicia para poner remedio a las luchas continuas y las oscuridades de aquella Edad sombría que le tocó vivir, pero en este camino no dudó ni un instante en utilizar todo tipo de medios incluidas numerosas iniquidades. 
Fueron pasando los años y, aunque el papado de Gregorio VII había concluido con un fracaso, el proyecto de la teocracia prosiguió su camino a cargo de los pontífices que le sucedieron: Víctor III (1086-1087); Urbano II (1088-1099), el promotor de la primera cruzada y furibundo teócrata; y Pascual II (1099-1118). Urbano pretendió mantener la lucha por las investiduras, pero ya no con la energía y decisión de Gregorio VII, que concebía la teocracia como un proyecto supranacional y, por tanto, iba más allá de su pelea con Enrique IV. Para Urbano II el asunto declinó hacia sólo un enfrentamiento con el emperador. Enrique IV captó rápidamente la diferencia, de modo que delegó en su hijo Conrado, el tratamiento del asunto con el pontífice.
Pascual II, sucesor de Urbano, dio un paso más y con la habilidad para la conspiración tan propia de la jerarquía eclesiástica, incitó a Enrique, hermano de Conrado, a rebelarse contra su padre, prometiéndole todo tipo de prebendas. El papa tuvo que insistir, pero, finalmente, Enrique lo obedeció, consiguiendo ser nombrado rey en la Dieta de Maguncia. Enrique IV, ya anciano y lleno de achaques, se encontraba por aquellos días en el castillo de Ingelheim y hasta allí llegaron los arzobispos de Worms, Colonia y Maguncia. Soberbios y con muy malos modos exigieron a Enrique la abdicación. Sorprendido tanto por la visita como, más aún, por la petición, el emperador preguntó a qué se debía semejante exigencia, a lo que los arzobispos respondieron textualmente: "Porque durante muchos años has desgarrado el seno de la Iglesia de Dios; porque has vendido los obispados, las abadías y dignidades eclesiásticas; porque has violado las leyes sobre la elección de obispos, por todos estos motivos han decidido el soberano pontífice y los príncipes del imperio echarte del trono y de la comunión de los fieles."
Aun achacoso y casi sin fuerzas, Enrique replicó: "Pero vosotros, arzobispos de Maguncia y de Worms, que me formuláis estas acusaciones y me condenáis por haber vendido las dignidades eclesiásticas, decidme: cuánto os pedí por vuestras iglesias; y si no os pedí nada, como no podéis menos que confesar, si he cumplido mis deberes con vosotros, ¿por qué me acusáis de un crimen que no he cometido? ¿Por qué os juntáis a los que han hecho traición a su fe y a sus juramentos? Tened paciencia por unos días, esperad el término natural de mi vida cuya proximidad anuncian mi edad y mis padecimientos."
Ante la respuesta del emperador, que no contenía más que la realidad, ambos arzobispos dieron marcha atrás en sus pretensiones, pero el de Colonia se mantuvo inflexible. "¿Por qué vacilamos?", prorrumpió. "¿No cumple a nosotros consagrar a los reyes? ¡Si al que hemos revestido con la púrpura es indigno, despojadlo de ella!" Entonces los tres arzobispos se abalanzaron sobre Enrique y le arrebataron los ornamentos reales, salieron del castillo y se los llevaron a su hijo.
El emperador llegó a enfrentarse militarmente a su hijo hasta en dos ocasiones, pero en las dos salió derrotado y la venganza papal cayó sobre él en forma de anatema. Como un apestado vagó de una ciudad a la otra del que había sido su reino. Nadie se apiadaba de él, por el temor que por entonces provocaba la Iglesia, un temor que hoy no son pocos a los que les gustaría ver reproducido. En Spira, en un templo que cuya construcción él mismo había ordenado y sufragado, ante una asamblea eclesiástica, encabezada por el obispo de la diócesis, Enrique solicitó hospitalidad, suplicando: "Amigos míos, compadeceos de mí. ¡Ved la mano del Señor que me castiga!" Pero ni aun arrastrándose de aquel modo consiguió ver atendida su súplica.
Unos días más tarde, Enrique fallecía de pena en Lieja, en cuya catedral fuel enterrado. Pero el papa Pascual II no sólo era vengativo, sino también cruel, ordenó desenterrar el cadáver y lo mantuvo insepulto en una celda de la misma catedral durante cinco años.

Fuentes:
Historia de las papas.- José María Laboa
Historia política de las papas.- Pierre Lanfrey
Historia de la Iglesia.- Llorca, Villoslada, Leturia y Montalbán
Los círculos del poder.- Antonio Castro Zafra.

Imágenes: 
Primera: Enrique IV. De Enciclopedia Católica
Segunda: Pascual II. De Wikipedia
Tercera: Catedral de Lieja. Internet.





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