viernes, 15 de abril de 2022

VIENES SANTO

Viernes Santo. A mi madre no le gustaban las procesiones de Semana Santa, decía que eran un teatro siniestro y hasta infame. 
El catolicismo, que es la religión dominante en nuestro país, tiene tres características que lo diferencian profundamente del resto de las religiones: es absolutista, es decir, afirma poseer la Verdad absoluta, la única verdad real que existe en este mundo; es exclusivista, o lo que es lo mismo, rechaza como falsas a las demás religiones; y es universalista, tiene la pretensión de abarcar la totalidad del mundo y, por tanto, de imponer sus dogmas a todos sus habitantes. Estas características, especialmente la última, supone que los católicos se sientan superiores a los no creyentes o a los creyentes de otras religiones y, por tanto, con derechos de los que los demás carecen.
Para empezar, el derecho a diferenciar sus imágenes de las de los griegos y romanos, a las que ellos llamaron despectivamente ídolos y que tan fieramente procedieron a erradicar, cuando entre aquéllas y éstos no hay más diferencia que la cara dura de los que sostienen que sí la hay.
Mi madre era analfabeta, pero no tonta. A la edad en que los niños empezaban a ir a la escuela, ella tuvo un destino de lo más cruel. Había nacido en Úbeda en 1911 y en Úbeda vivió su infancia y su adolescencia. Su padre, mi abuelo Felipe, era un pequeño agricultor, dueño de unas fanegas de tierra no lejos de la ciudad dedicadas al olivo, pero en la que cultivaba también algo de trigo y de maíz para las gallinas y pavos que criaba y en la que disponía de un pequeño huerto, cuyos excendentes, después del suministro familiar, vendía a fruterías de la localidad. Con tan parco patrimonio lograba el hombre ir criando mal que bien a los seis hijos, cuatro varones y dos hembras, fruto de su matrimonio. Dos o tres años de sequía con sus correspondientes nulas cosechas pusieron a mi abuelo en manos de prestamistas y, al final, no tuvo otra salida que malvender la finca y cambiar de actividad.
A mí madre le parecía casi monstruoso que se pudieran pasear por las calles las imágenes de un hombre zaherido por sus verdugos y agonizante y muerto en una cruz, y de una mujer, su madre, traspasada de angustia. Y le producía un enorme escándalo que se montaran sillas y más todavía palcos en los que el señorío de la ciudad pudiera disfrutar del espectáculo con toda comodidad, como si de una función teatral se tratara.
No sé de dónde la venían aquellas ideas a mi madre, que ni mucho menos existían por entonces, en pleno franquismo. ¿Quizás de que había pasado parte de su infancia y su adolescencia en la casa de un seminarista? Yo nunca me atreví a preguntárselo, porque sabía que iba salir por lo cerros de Úbeda, nunca mejor dicho.
¿A qué podía dedicarse un hombre que, sobrepasados los cuarenta años, no sabía hacer nada más que trabajar el campo? Los tiemps eran duros, hablo de la segunda década del siglo pasado, aunque cuándo no han sido duros los tiempos para los pobres. El único camino que encontró mi abuelo fue el de las minas de la Carolina, en explotación entonces. Un campesino en una mina viene a ser algo así como un rosal plantado en un desierto y el hombre no tardó en contraer una enfermedad pulmonar que acabaría con él después de un prolongado sufrimiento.
Mi abuela se quedó sola con sus seis hijos, sin otros ingresos que los muy exiguos de los dos hijos mayores que habían empezado a trabajar como peones de albañil. En estas circunstancias y con el propósito confeso de echarle una mano, su hermana se ofreció a hacerse cargo de una de las niñas por el tiempo que fuese necesario. Mi abuela aceptó y la elegida fue mi madre, la penúltima de sus hermanos, que en aquel momento tenía sólo siete años.
¡Qué mala fue aquella decisión! La señora hermana, tenía una buena casa, grande y amplia, pero la habitación que dispuso para su sobrina fue el hueco de una escalera, donde no había más que un camastro y una silla de anea. Desde el día siguiente a su llegada, mi madre comenzó a sufrir la explotación más miserable que puede hacerse de una criatura. Bajo la férrea vigilancia de su tía, ella tuvo que encargarse de todas las faenas de la casa, excepto cocinar. A diario tenía que fregar los suelos, que eran de ladrillo, como se hacía entonces, de rodillas y rascando con un trapo. Tenía que fregar los platos y mantener en orden la cocina, lavar la ropa, a mano, claro, y planchar; en fin, todo.
La señora no tenía más que un hijo, unos años mayor que mi madre, que por aquel entonces estudiaba para sacerdote en el seminario de Jaén. El marido era tratante de ganado y, como iba de feria en feria, únicamente de cuando en cuando aparecía por la casa. Así es que en ella sólo estaban la señora y su sobrina. Aún así, la señora comía sola, servida por mi madre, que tenía que comer después en la cocina, casi siempre las sobras de su tía. 
¿Por qué no salió corriendo mi madre de aquella casa en cuanto que vio el percal? Porque la tía la fue introduciendo en las tareas poco a poco y, sobre todo, porque tuvo la hábil maldad de inocularle el miedo desde el primer momento, hasta el punto de que cuando su tía y ella iban a ver a mi abuela y ésta le preguntaba a su hija cómo estaba, mi madre siempre respondía que muy bien. Y mi abuela no fue capaz de advertir la seriedad de la niña, la palidez que cubría su cara, su delgadez, por no advetir, no advirtió ni los sabañones que torturaban sus manos tan pronto como llegaba el invierno.
El que sí lo advertía fue el futuro curita, don Cristóbal Herrador Molina, que este era el nombre del que años más tarde sería el medio amo de Linares. El sí que veía perfectamente la explotación y el trato vejatorio a los que estaba sometida su prima, el sí que veía su delgadez y, cuando llegaba en las vacaciones de Navidad, sí que veía los sabañones, ya agrietados, en las manos de mi madre. Lo veía, porque, además de a su madre, también tenía que servirlo a él en la mesa y tenía que lavar y planchar su ropa. Y jamás, jamás, salió de su boca una palabra en favor de su prima. Únicamente mejoraba la situación de la muchachita cuando aparecía su tío político. Entonces, la señora participaba en las tareas de la casa y, entre otras cosas, la muchachita comía con ellos en la misma mesa. Pero mi madre casi temía aquellas apariciones, porque, cuando el tratante de ganado se iba, las vejaciones de la señora se acentuaban, se sucedían las broncas por cualquier minucia y hasta llovía alguna que otra bofetada.
Aquel calvario concluyó cuando mi madre cumplió diecisiete años. Sólo entonces encontró el valor necesario para escapar de casa de su tía y regresar con su madre, que para colmo no vivía nada lejos. Poco después la famllia se trasladó a Córdoba, donde los dos hijos mayores podían encontrar mayor estabilidad en su trabajo. Pero, al vivir tanto tiempo apartada de ellos, mi madre fue ya siempre el patito feo entre sus hermanos. 
Semana Santa. Viernes Santo. Pensar no sólo cuesta, sino que también duele. Al pensar caemos en la cuenta de cosas que nos conmueven, que nos inquietan e incluso que nos dejan sin el basamento que hasta entonces sustentaba nuestra vida. Pensar duele y los seres humanos tendemos a huir del dolor. Mi madre era analfabeta, pero pensaba. A leer y a escribir la enseñé yo allá por mis trece años. No era muy religiosa, pero sí creyente. No obstante cuando aprendió y consiguió leer con soltura, siguieron sin gustarle las procesiones de Semana Santa. No entendía que las autoridades eclesiásticas permitieran aquel derroche de platas y de oros y aquel exhibicionismo de pìedad y de penitencia, que siempre le parecieron falsas. ¿No había pedido Jesús a sus seguidores que no hicieran como los fariseos, que se ponían en el centro del templo a darse golpes de pecho y pedir a gritos piedad?, le oí comentar más de una vez a una vecina que pensaba más o menos lo mismo que ella.
No, a mi madre no le gustaba la Semana Santa. Y eso que la pobre mía no llegó a ver la parafernalia de verdaderos lujos que ofrecen hoy pasos e imágenes, la parafernalia de los costaleros, de las estrambóticas carreras oficiales o de cómo el acontecimiento se ha convertido exclusivamente en un espectáculo turístico, en el que cuentan, sobre todo, el número de pernoctaciones en los hoteles y los salmorejos y flamenquines que se sirven en los restaurantes.

Imágenes: Pinturas de Pablo Picasso.

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