sábado, 4 de junio de 2022

TODAVÍA


Un día mi padre desapareció. Desapareció. Sin más. Salió por la mañana a su trabajo y no regresó. Ni aquel día ni al siguiente ni al otro ni al otro. Yo tenía tres años y mi hermana uno y todo lo que recuerdo de aquella desaparición es una especie de vacío repentino, como, si cayera en un pozo abierto bruscamente bajo mis pies. Y todo lo que sé procede en exclusiva de las vagas explicaciones que bastantes años más tarde conseguí arrancarle a mi madre, a la que no le gustaba nada hablar del asunto. No sé, por ejemplo, si mi madre había albergado alguna sospecha de la intención de mi padre, si es que había desaparecido voluntariamente, ni si se despidió de ella, aunque fuera tácitamente. Tampoco sé, porque mi madre, cuando lo hacía, contestaba sólo con evasivas, debido, sin duda, a que seguía siendo un asunto doloroso para ella, si hizo alguna gestión ante las autoridades, si denunció o no su desaparición. Eran tiempos oscuros, muy oscuros, en los que, en su jactancia, los vencedores de la guerra continuaban cebándose con los que, simplemente, habían estado de parte de la República y, seguramente, no era lo más prudente ir no preguntando, sino denunciando desapariciones.
De todas formas, mi padre había hecho la guerra en la legión, de modo que, en principio, mi madre podía estar tranquila de que no lo habían detenido para aplicarle alguna de las represalias de las que el Régimen tenía en su cartera de venganza. ¿Pero, entonces, qué había pasado? Esta era una incógnita que tardaría un año en descifrarse. Fue un año malo. Yo tengo de él sólo recuerdos brumosos, muchos, quizás, fruto de mi imaginación, surgidos posteriormente a partir de lo poco que me contaba mi madre, pero entre las brumas sobresale un recuerdo de una nitidez sorprendente: el hambre. Con una madre sin trabajo y con dos hijos pequeños, la situación a la que tuvo que enfrentarse mi madre no debió ser nada agradable. Si sobrevivimos fue gracias a la ayuda de la familia materna, que tampoco nadaba en la abundancia; por parte de la paterna no hubo más que recriminaciones (algún día contaré cómo fue la boda de mi madre y de mi padre).


Al cabo de un año de completo silencio mi madre recibió al fin una carta de mi padre. Ya he contado por aquí, que mi madre era analfabeta, por lo que tan pronto tuvo la carta en sus manos, salió disparada a casa de su hermana para que se la leyera su cuñado Rufino. ¡Mi padre estaba en Cartaya! Aquel pueblo de la provincia de Huelva entonces perdido cerca de la raya de Portugal, como ya he dicho también por aquí. Estaba en Cartaya y le pedía a mi madre que se reuniera con él. A tal efecto, le anunciaba el envío del dinero necesario. ¡Dinero! ¡Al cabo de un año de no saber de él y de no recibir por tanto ni media perra chica!
Es lástima que mi madre no conservara aquella carta, porque de todas mis numerosas lecturas a lo largo de los años esta habría sido, sin duda, una de las que más me hubieran interesado. ¿Qué pensó mi madre cuando se enteró de su contenido? ¿Consultó con su hermana y con su cuñado la decisión que debía tomar? ¿Lo consultó con alguien, al margen o además de estos dos? Tampoco lo sé. Sin duda porque se trataba de un asunto delicado que se negaba a rememorar, lo más probable; pero también porque no debía estar demasiado conforme con la decisión que tomó, que no fue otra que la de reunirse con su marido. 
Años después, con la petulancia propia de la adolescencia y ante la evolución de los acontecimientos posteriores, yo hube de reprocharle a mi madre muchas veces aquella decisión. Pero esta es otra parte de la historia que contaré en su momento. Entonces, poco días después de recibir la carta, cogimos el tren en la antigua estación de Córdoba rumbo a Sevilla. Aquí había que coger un autobús que llevaba a Huelva y desde ésta otro que por fin te dejaba en el pueblo. Una odisea entonces, para una mujer analfabeta y con hijos pequeños. Yo no sé por qué mi padre no vino a recogernos (si poco hablaba mi madre, mi padre era exactamente igual que un mudo. Ya iréis viendo que durante mi infancia y aún mucho después, en mi casa lo que predominaba era el silencio.) Tal vez temiera que mi madre se hubiera abierto camino durante aquel año y se negara a acompañarlo.

Lo único que sé es que aquel fue mi primer viaje en tren, un tren que funcionaba con carbón, y un vagón de tercera, de aquellos que tenían bancos corridos con tiras de madera en el asiento que dejaban un espacio vacío entre una y otra. Hasta Sevilla el viaje debió durar por lo menos tres horas, porque el tren iba parándose cada dos por tres y, desde luego, en cada pueblecito por el que pasábamos. Yo hice buena parte del trayecto en la ventanilla, contemplando fascinado el paisaje, que se deslizaba ante mis ojos como en un sueño mágico, y recibiendo en la cara la caricia del aire, que muchas veces, aunque yo no lo advirtiera, llegaba acompañado de la carbonilla que, junto a los humos, iba soltando la máquina. Tan fascinado iba, tan embebido en el paisaje, que cerca ya de Lora del Río, a casi cien kilómetros de Córdoba, descubrí a lo lejos una masa de árboles que había quedado atrás sin que yo la advirtiera hasta aquel momento. Entonces, exultante, saqué la cabeza de la ventanilla, me volví y grité: "¡Mamá, mamá! ¡Todavía se ve el Campo de la Merced!" Tenía sólo cuatro años, pero lo recuerdo como si lo estuviera viviendo en este momento. No iba mucha gente en el vagón aquel día, pero nada más terminar mi exclamación escuché una carcajada que me dejó tan corrido como desconcertado. "Anda, hijo, anda", exclamó mi madre, "quítate de la ventanilla y siéntate que mira como se te va poniendo la cara." Sacó un espejito del bolso que llevaba en el regazo y me lo puso delante: casi parecía que me había embadurnado la cara con betún.

Imágenes:
Plaza Aguayos e iglesia de San Pedro.- Blog Historia y Genalogía.
Carta.- Antigua.Me
Tren.- Internet


2 comentarios:

  1. Que bonito y que triste a la vez. También nosotros pero por ocio fuimos a casa de un amigo de mi padre, en este caso a Lepe, y la odisea fue hasta Sevilla en un tren, y en otro con esos bancos de madera hasta Huelva y luego en autobús a Lepe, a casa del amigo de mi padre que se llamaba Antonio González Batista "El Canario", en una barriada de pescadores en la playa de la Antilla. Sin entrar en las cuestiones familiares, si me he acordado de la expresión de un niño de mi casa al que su padre llevó a Malaga por primera vez a ver el mar, y lo que se le ocurrió es decir -Papa no se ve el Campo de la Verdad. Y sobre las "espantas" de los progenitores me vino a la memoria la del padre de mi querido amigo Antonio Salcedo Bejarano, que hizo una similar pero este no volvió. Cuantos recuerdos de toda índole tenemos almacenados. Un fuerte abrazo Rafael.

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  2. Gracias, Paco. ¿Sabes que la gente de Cartaya le tenía bastante tirria a los de Lepe? Y es que éstos era muy industriosos, muy trabajadores, casi todos los productos del campo llegaban al mercado de Cartaya de allí. Yo recuerdo los higos, fantásticos, tanto frescos como secos. Eran enorme. Había también muchas almendras. Con éstas preñábamos los higos y estaba buenísimo. Esos higos han desaparecido. Los que hoy, secos, se ven en los mercados, le llamaba allí por aquel entonces, cochineros, por su ridículo tamaño. Lo único que le escuché a mi padre de su "espantá" fue que pretendía ir a América y desde allí reclamarnos. Aunque entonces, hablo del año 48, no era fácil salir de España, siempre tuve para mí que esto no era más que una trola. En cualquier caso, en Cartaya se quedó varado y allí pasamos cuatro años. Un abrazo

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