sábado, 5 de marzo de 2022

POLEMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA


 A otra cosa no, pero a polemistas no hay en el mundo un país que le gane al nuestro. Que no digo yo que en los demás países de la tierra no haya cuñados y no haya discusiones, pero como en España ninguno. Aquí basta con que alguién en mitad de la mañana, por ejemplo, diga: "son las 10,30 y es de día", para que salgan por lo menos media docena que no están de acuerdo. Y ya está montada la discusión. Aquí se disiente y se discute de absolutamente todo.
Por ejemplo, sobre la ciencia española. Una de las polémicas más jugosas y, al mismo tiempo, grotescas sobre este asunto se produjo en el último cuarto del siglo XIX entre los intelectuales del momento. En 1782, el escritor frances Nicolás Misson de Morvilliers escribió un artículo para la Enciclopedia Metódica dedicado a España en el que decía: "Hoy, Dinamarca, Suecia, Rusia, la misma Polonia, Alemania, Italia, Iglaterra y Francia, todos estos pueblos, enemigos, amigos, rivales, todos arden en una generosa emulación por el progreso de las ciencias y de las artes. Cada uno medita las conquistas que debe compartir con las demás naciones, cada uno de ellos, hasta aquí, ha hecho algún descubrimiento útil que ha recaído en beneficio de la Humanidad. Pero, ¿qué se debe a España? Desde hace siglos, desde hace cuatro, desde hace seis, ¿qué ha hecho por Europa."


Este artículo produjo en nuestro país una primera polémica, pero fugaz. La buena se produjo un siglo más tarde, cuando, en 1876, el pensador y político krausista Gumersindo de Azcárate (1840-1917) dejó caer la siguiente frase en un artículo publicado en la Revista España: "Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos."
Y ante esta frase incidental, que no deja de ser cierta, saltó la jauría. Ya no era un gabacho el que opiniaba, sino un español y a este había que replicarle y a fondo. El primero en entrar en combate fue el berrendo Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912), entonces todavía un jovenzuelo, pero ya una enciclopedia viviente y un campeón del patriotismo más rancio, aunque, a tenor de los que intervendrán seguidamente, pasará casi hasta por progresista. Don Marcelino defendía el Renacimiento, pero adjudicando su autoría al cristianismo. Y, dando vía libre a su facundia, expone la contribución española a la teología, la filosofía, el derecho, la ciencia política, la economía, la historia, la filología, la medicina, el arte militar y el sursum corda.


Este es el momento en que interviene otro krausista, Manuel de la Revilla (1846-1881), quien, en la Revista Conteporánea, escribe: "Por más que se haga, forzoso será reconocer que salvo los que siguieron las corrientes escolásticas, ninguno, logró fundar una escuela ni alcanzar legítima influencia, siendo, por tanto, un mito esa decantada filosofía española con cuya resurrección sueñan hoy eruditos como Lavarde Ruíz y Menéndez Pelayo. Por doloroso que sea confesarlo, si en la historia literia de Europa suponemos mucho, en la historia científica no somos nada..., no tenemos un solo matemático, físico ni naturalista que medio colocarse al lado de las grandes figuras de la ciencia y por lo que hace a la filosofía..., puede suprimirse sin menoscabo el capítulo referente a España... No es posible dudar que en tan triste resultado cabe no pequeña parte a nuestra intolerancia religiosa."
Para quien mire con ojos neutrales, es evidente que de la Revilla pone el dedo en la llaga con la última frase. Pero, además de ésta, era todo el texto tan contundente que ya no saltó sólo Menéndez Pelayo. Éste, emberrechinado de verdad, replicó con un nuevo artículo en la Revista Europea (nº 206 de 1876) en el que,  sostiene que en España existían tres escuelas de filosofía: el lulismo, el vivismo y el suarismo.
A partir de aquí la polémica se encona, adquiriendo carateres cercanos a la tragedia... bufa, pero tragedia. Hacen su aparición dos cuñados, a cual más cercano al extremo derecho. El primero, Alejandro Pidal Mon (1846-1913), político, académico, ministro de trabajo, director de la Academía de la Historia y reaccionario hasta el mismísimo tuétano. Este buen señor sostenía que no había filosofía española, pero no porque no hubiera buenos filósofos, sino porque la filosofía no tiene patria. Añadía que los españoles eran filósofos católicos y además escolásticos. Cada vez más emberrechinado, don Menéndez Pelayo señala que el sentido práctico y el espíritu crítico son las características de los pensadores españoles ortodoxos y el panteísmo de los heterodoxos. Y vuelve a referirse al Renacimiento. 
¿Para qué lo hizo? Mister Pidal monta en cólera y asevera que el Renacimiento, la Reforma y la Revolución eran... bueno, él no dijo una mierda, que es lo que iba a escribir yo, interpretando el pensamiento del autor, pero eso es lo que vino a decir, al afirmar que se trataba de tres engendros muy alejados del catolicismo verdadero y que la misión de la filosofía era volver a la escolástica (todo como se va viendo la mar de científico)

El señor Pelayo no se rinde y lanza al ruedo toda la batería de su erudicción. Este es el momento en el que entra en escena un cuñado de los de verdad, un titán de cuñado: el dominico Joaquín Fonseca (1822-1890), que llevaba toda su vida dedicado a la teología y filosofía escolásticas (¿pero tienen alguna diferencia?) y no había leído ni siquiera un folleto de otra materia. Tras imponer silencio desde El Siglo Futuro, el señor fraile, proclamó solemnemente que como la escolástica nada de nada, que sólo en ella se encuentra la Verdad y que nuestro Donoso Cortés estaba a la misma altura que Tomás de Aquino. Todo ello incluyendo términos tan caritativos como "perturbado mental", "torpe", "calumniador", "importor", "analfabeto", etc., dirigidos todos a Menéndez Pelayo.
El Fonseca este creyó que le había clavado un rejón de muerte al santanderino, pero don Pelayo era un morlaco difícil de someter, de manera que puso fin a la polémica, por su parte, asegurando la sinceridad y pureza de su catolicismo, pero criticando con verdadero desprecio el cerril dogmatismo de Tomás de Aquino y de sus seguidores. 
A majaderías como esta dedicaban buena parte de su tiempo los intelectuales españoles en el último tercio del siglo XIX. Como se ve, además, se empezó discutiendo acerca de la ciencia y se acabó en la religión. Pero es que en España, se trate del tema que se trate, no hay tertulia que no acabe hablando de religión y/o de sexo.

Fuente: Historia crítica del pensamiento español.- José Luis Abellán
Imágenes: Pinturas de Eduardo Arroyo.


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