miércoles, 5 de enero de 2022

EL TRIBUNAL DE LA SANGRE


 Felipe II, al que la Historia apoda el Rey Prudente, yo creo que con su poquito de ironía, era en realidad un individuo siniestro, egocéntrico, intransigente, incapaz de delegar en sus subordinados porque no se fiaba ni de su sombra. Gran aficionado a las reliquias, que por aquel entonces seguían estando de moda, llegó a reunir una importante colección en El Escorial, monumental edificio para conmemorar la victoria de San Quintín (1557) contra los franceses, que habían invadido el reino de Nápoles.
Entre las numerosas gracias que este caballero proporcionó a los españoles durante su largo reinado, una de las más significativas fue la de prohibir la importación y la publicación de libros sin licencia del Consejo de Estado, es decir, sin censura previa, bajo pena de muerte. Esta misma prohibición ya la habían decretado los Reyes Católicos, pero entonces la pena se quedaba en una simple multa. Una segunda gracia de don Felipe, no menos graciosa que la anterior, fue la prohibición a los españoles de salir del país para estudiar en el extranjero, salvo a Roma, Nápoles, Coimbra o el Colegio Español de Bolonia.
En Europa, el Rey Prudente, siguió la política guerrera de su padre contra los protestantes. ¿En defensa de los intereses del pueblo español? ¿Pero qué dice usted, caballero?: ¡En defensa de la religión católica! Eso sí, con la idea tan española de equiparar unidad política con unidad de pensamiento y de fe. Y ahí precisamente estaba el problema, porque, en primer lugar, los habitantes de los Países Bajos, entonces bajo dominio de la Corona española, eran en su mayoría protestantes y, en segundo lugar, como tales, exigían libertad para ejercer su fe. ¿Protestantes pretendiendo ejercer libremente su fe? Una barbaridad que el celo católico de don Felipe no podía soportar, de modo que se dispuso a ordenar al poderoso ejército español acantonado en el territorio que pusiese fin al problema, ejerciendo la represión que fuese necesaria. No obstante, movido por la piedad, de la que también poseía un buen cargamento, antes de emitir la orden, el Rey Prudente consultó el caso con distintos teólogos, quienes, sorprendentemente, le aconsejaron que, si el riesgo de la operación era la guerra, el rey podía permitir la libertad de culto en el territorio sin cargo alguno para su conciencia. Pero el monarca hizo caso omiso del consejo y emitió su orden, una decisión que permite pensar que Felipe II lo que buscaba con la consulta era únicamente la conformidad de los teólogos.
En el capítulo 20, versículos 1 a 17 del Éxodo, segundo libro de la Biblia, se detallan los mandamientos del Decálogo que Dios entregó a Moisés en el monte Sinaí. El segundo de estos mandamientos dice textualmente: "No te harás escultura ni imagen alguna ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay debajo de la tierra."


Más tarde, tras la célebre rotura de las Tablas en las que Dios había escrito dichos mandamientos, en el capítulo 5, versículos 6 a 21 del Deuteronomio, aparecen de nuevo, tras habérselos comunicado otra vez Dios a Moisés. El segundo de estos mandamientos dice lo siguiente: "No te harás escultura ni imagen alguna, ni de lo que hay arriba en los cielos, ni de lo que hay en la tierra, ni de lo que hay en las aguas debajo de la tierra. No te postrarás ante ellas ni les darás culto"
La Iglesia Católica, que tan denodadamente luchó contra las imágenes religiosas de los romanos y de los griegos, a las que llamaba despectivamente ídolos, y cuya destrucción física de muchas de ellas llevaron a cabo grupos de monjes fanáticos, como los tristemente célebres parabolani, quienes, entre otras muchas barbaridades procedieron a la destrucción de la biblioteca de Alejandría y al asesinato de Hipatia, bajo el mandato del patriarca de la ciudad, Cirilo, la Iglesia Católica falsificó estos mandamientos, que asumió como suyos, eliminando para empezar este segundo, abriendo de este modo la puerta a la talla de las más variadas imágenes de Cristo, de la Virgen, de los Ángeles y de los santos, a las que los católicos rinde  exactamente el mismo culto que aquellos griegos y romanos rendían a las suyas.

Por el contrario, los protestantes, que siguen fielmente la Biblia y los mandamientos en ella incluidos, son contrarios a las imágenes. En los Países Bajos, exasperados por el asfixiante dominio que ejercían los tercios españoles, dirigidos por el tremendo duque de Alba, los protestantes acabaron rebelándose y, entre sus acciones, una de las más importantes, consistió en destruir las imágenes de los templos católicos.
Estos hechos dieron paso a la más brutal represión que hasta la fecha se había llevado a cabo en el territorio. Fueron detenidas miles de personas, sin pararse a comprobar si habían participado o no en los tumultos. Para su enjuiciamiento se creó el que pasaría a la Historia con el triste, pero elocuente nombre, de Tribunal de la Sangre, al que no pocos historiadores denominan Tribunal de los Tumultos, nombre con el que cargan sobre los rebeldes el peso entero de la culpa y ocultando lo que fue realmente este tribunal.


En él se juzgaron 8.957 personas entre los años 1566 y 1567. De ellas fueron condenadas a muerte nada menos que 1083 y 20 desterradas. No se detuvieron y condenaron a más porque el terror provocado por la actuación indiscriminada de los tercios españoles había puesto en fuga a buena parte de la población. La mayoría de los condenados fueron ahorcados, pero para algunos la muerte fue por decapitación, entre otros, los condes Egmon y Hom, dos de los nobles más importantes de los Países Bajos.
Incluso fue condenado Floris de Montmorecy, barón de Montiny y hermano del conde de Hom. Este caballero, católico, se encontraba en España, concretamente en Madrid, desde 1562, adonde había acudido en nombre de los protestantes para negociar un acuerdo con el monarca español. Aquí lo estuvieron mareando durante cuatro años a lo largo los cuales le fue imposible entrevistarse no ya con el Rey Prudente, sino ni siquiera con alguno de sus consejeros. No sólo eso, sino que, al final, en 1566, fue detenido y trasladado a Simancas, donde, cuatro años más tarde, el 16 de octubre de 1570, fue ejecutado a la española, esto es, estrangulado secretamente por orden del muy católico y muy piadoso Felipe II.
Tan brutal represión no llevó la paz, sino un enorme resentimiento contra el duque de Alba, al que llamaban Duque de Hierro, y contra la monarquía española, resentimiento que conduciría a una nueva rebelión y a la pérdida del territorio por parte de la Corona española.
Ahora hay bastantes historiadores que niegan la célebre Leyenda Negra, pero ninguno de ellos dice que todavía hoy a los niños belgas y holandeses no se les asusta con el coco, sino con la expresión "que viene el duque de Alba." 

Fuentes:
Historia de la locura en España. Tomo I.- Enrique González Duro
El gran duque de Alba.- William Maltby
Felipe II.- Geoffrey Pruker
Yo, la muerte.- Herman Kesten.


Imágenes: Internet.

4 comentarios:

  1. Todo muy interesante y didáctico Rafael, enhorabuena. Lo has titulado como una novela seriada de creo recordar bastantes volúmenes, tamaño folio (más o menos) de Ortega y Frías, que leíamos en mi casa en voz alta por las noches, cuyo protagonista era un hijo bastardo de Felipe II, Martin y un fraile que lo amenazaban con la historia. EN ella hablan de todo los entresijos de la corte. Un abrazo.

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  2. Gracias, Paco. Tú siempre tan buen lector. No conozco esa novela, ya sabes que a mí no se me permitía leer otros libros que fueron los de estudio, de modo que en mi casa no había más novelas que las del oeste, una o dos, no más, que leía mi padre mientras se fumaba un cigarro, ya en la cama. Un abrazo.

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  3. Rafael nosotros los salvamos de la quema de una señora facha que los condeno al fuego por excomulgados.

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  4. Por esas y otras cosas por el estilo, Paco, envidio tu infancia, aunque empezaras a trabajar tan pronto. En aquel tiempo, yo tenía la Biblioteca Provincial a un paso de mi casa, en la calle Capitulares, donde hoy está la Delegación de Cultura de la Junta de Andalucía, ¡y no lo sabía! Cuando la descubrí había pasado ya la adolescencia y me tiraba de los pelos por mi ignorancia. Años de una formación que me costó u enorme esfuerzo superar y olvidar.

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