martes, 14 de octubre de 2025

TEN FE Y LLEGARÁS LEJOS

Es curioso comprobar cómo en los variados campos de la actividad humana determinados personajes pasan a los primeros planos de la Historia, al menos de la Historia occidental, en tanto otros con méritos como mínimo iguales, si es que no superiores, quedan relegados a un segundo plano o incluso desparecen por completo de la Historia oficial y ya sólo los encuentran aquellos que no se conforman con lo que les enseñaron en los estudios oficiales y/o estudiaron en libros igualmente oficiales.
A mí, además, me hace mucha gracia los que abogan de manera determinante por la separación radical entre la vida de un artista o de un pensador y su obra. Es cierto que, más pronto o más tarde, el autor desaparece y la obra no sólo se mantiene, sino que en ocasiones se expande más allá de la desaparición del autor. Pero también es cierto que muchas veces buscamos determinadas obras de autores ya desaparecidos basándonos en el lugar en el que lo ha situado la Historia, es decir, en su fama. De todos modos, no es exactamente lo mismo una obra literaria que una filosófica o de ensayo. En la obra literaria, el autor cuenta una historia en la que es posible que no entre su modo de pensar o su actitud ante la vida y la organización social. En los textos de filosofía o, en general, de pensamiento, el autor necesariamente se retrata. En último término, la mayor parte de la filosofía termina tratando de la existencia o de la inexistencia de Dios y aquí al autor le resulta imposible salirse por la tangente, como suele decirse.
Bien, pues en este orden de cosas, Voltaire y Rousseau, son dos de esos personajes que han logrado un gran protagonismo en la historia de la filosofía de la época de la Ilustración en Francia, mientras se quedaban en la penumbra pensadores como Diderot, Helvetius, Buffon e incluso el barón D'Holbach, autor de El cristianismo desenmascarado, o Pierre Bayle, cuyo Diccionario Histórico y Crítico, inspiraría a Diderot la famosa Enciclopedia, de tan gran influencia en la revolución de 1789. En este orden de cosas, un autor que ni de refilón se asoma a los libros de historia de la filosofía, ni a ningún otro, es Jean Meslier (1664-1729). Este buen hombre fue sacerdote, coadjutor en la parroquia del pueblecito Étrépigny, en las Ardenas. A lo largo de su vida y secretamente, escribió el que se conocería como su Testamento, un manuscrito de alrededor de quinientas páginas en el que da fe de su ateísmo en un ataque continuo al cristianismo, religión que representaba. Descubierto tras su muerte, el texto fue copiado y circuló clandestinamente entre afines de absoluta confianza.
El mérito principal de Voltaire y de Rousseau para sobresalir en la historia de aquellos días es su fe en la existencia de Dios, una fe, desde luego, peculiar, pero por eso mismo más interesante y atractiva socialmente. Si les suena a herejía, repasen ustedes la historia completa de la filosofía desde los griegos hasta, por lo menos, la mitad del siglo pasado y verán cómo creer da a los filósofos un plus de aprecio sobre los que no creen. Y no me digan que los creyentes en general son muchísimos más que los incrédulos. No se trata del número, sino del privilegio. 
Por otra parte, cuando se conocen ciertos rasgos de la vida de cada personaje, la lectura de sus obras adquiere de inmediato una dimensión diferente. Empecemos por Voltaire. Así, a bote pronto, tiene fama de despreciar la religión tanto como la sociedad de su tiempo, también de ser un descreído de primer nivel. Bien, pues cierto día de 1728, este gran hombre advirtió que el importe de los premios que repartía la lotería francesa era considerablemente mayor que el valor del conjunto de todos los boletos. Entonces, montó una peña, cuyos miembros se encargaron de comprar por adelantado todos los boletos de unos cuantos de sorteos. Esta operación de más que dudosa ética, hizo a Voltaire rico, tanto que, a partir de entonces, se dedicó a dar préstamos a reyes, condes y, en general, a grandes aristócratas europeos, con lo que su fortuna creció de un modo exponencial. 
O, lo que viene a ser sinónimo, que su crítica a la religión y a la aristocracia no fue ya más que una pose, pese a que algunos de sus libros fueron prohibidos y alguno acabó en el fuego. Pero, en realidad, ¿Qué iba a querer cambiar él, subido en lo más alto de la ola? De hecho y por si la cosa se ponía tirante, como acabaría poniéndose, después de diversas peripecias, que incluyen una estancia en la corte de Federico II de Prusia, se fue a vivir a Ginebra, en un suntuosa villa que adquirió a orillas del Lago Lemand. Criticó duramente El cristianismo desenmascarado, de D'Holbach. Estaba en su derecho. Ahora bien, lo que fue una vileza de la peor especie en un escritor, sea del género que sea, es lo que hizo cuando llegó a sus manos una copia del Testamento, de Meslier: Vio sus grandes posibilidades y procedió a publicarlo, después de expurgarlo y recortarlo y retocarlo en todo lo que le pareció. 
Todas las historias de la filosofía afirman que quizás Voltaire fue el gran azote de la Iglesia católica, pero eso no significa que no fuera creyente, aunque su fe tenía no poco de utilitarista. Así, afirmaba que "tenemos necesidad de la Verdad absoluta, aunque tengamos que inventarla." Y en cuanto a la existencia concreta de Dios, su fe puede resumirse en el siguiente dicho: "Quiero que mi abogado, mis criados y mi mujer crean en Dios, porque así me robará menos, me servirán mejor y me pondrá menos los cuernos." Sin duda, el deseo de Voltaire es el de las clases económicamente superiores así como de la jerarquía de todas y cualesquiera instituciones que los seres humanos hemos establecido, porque creyendo en Dios las clases inferiores soportarán en calma todo lo que le echen, incluida la injusticia de un reparto abusivamente desigual de la riqueza que, paradójicamente, la producen ellos. 
Por lo que a Rousseau se refiere, aunque podría extenderme ampliamente en poner de relieve que, además de ser un mentiroso compulsivo, tenía una mente siniestra, voy a poner sólo un par de ejemplos que muestran la categoría moral del inviduo: Nunca se casó, pero tuvo una amante, Thérèse de Levasseur, con la que convivió buena parte de su vida. Con ella, una mujer de muy baja extracción social, tuvo cinco hijos. Y de los cinco se deshizo metiéndolos en el hospicio, ¡¡mientras escribía el Emilio!!, un tratado sobre la educación de los hijos.
Rousseau (1712-1778) nació en Ginebra en una familia protestante. Su madre murió nueve días más tarde a consecuencia del parto, circunstancia que le hizo sentirse culpable a lo largo de toda su vida, culpabilidad de la que lo acusaba también su padre, un pequeño relojero con un carácter irascible. Quizás fuera este sentimiento de culpa el que le hiciera desarrollar el claro masoquismo del que está teñida buena parte de su filosofía. Lo cuenta él mismo: Su padre se mudó a Bossey, en la Alta Saboya, al Este de Francia, allí el pequeño Rousseau asistió a la escuela de la señorira Lambercier, quien corregía sus travesuras con abundantes azotes, que encantaban a su alumno. "En ese dolor", afirma en su Confesiones, "en esa vergüenza incluso había descubierto un elemento sensual que me dejaba deseando más que temiendo volver a experimentarlo." Y añade: "Devoraba a las mujeres hermosas con ojos ardientes, y mi imaginación me las recordaba una y otra vez, sólo para aprovecharlas a mi manera y convertirlas en muchas otras señoritas Lambercier." 
Terminada esta primera instrucción, su padre lo mandó a Ginebra, a casa de su tío, para aprender el oficio de grabador. De allí escapó con quince años y se convirtió al catolicismo, tras conocer a la baronesa Louise de Warens, quien lo envió a un albergue de Turín para que lo instruyeran en la fe católica. Allí recibió el bautismo y allí un compañero de habitación le descubrió la sexualidad. El adolescente no sabía aún ni lo que era la masturbación, el compañero se lo enseñó masturbándose delante de él, lo que al futuro filósofo le produjo tanto asco como asombro y hasta fascinación. Pero lo suyo no era la masturbación, sino los azotes en el culo: como él mismo cuenta, pretendía encontrar a una mujer que lo azotara y, al no encontrarla, cierto día le enseñó el culo a una a ver si lo entendía, ésta llamó a más mujeres y a un policía y el jovenzuelo Rousseau acabó humillado.
A la filosofía lo aficionó la señora de Warens, con la que regresó tras unos meses en Turín. Por esta señora Rousseau sintió un gran amor, pero platónico. Sin embargó, la señora ardía por llevárselo a la cama. Como a tantos obsesos sexuales, ya desde entonces el sexo le parecía a él sucio, repugnante. La baronesa lo incitaba y él se resistía como podía, pero, al final, ya con veintiún años, cedió. No le resultó agradable tal cesión, le parecía que había cometido un incesto. A pesar de ello, fue amante de la baronesa durante doce años.
Y aquí el segundo ejemplo de la ética roussoniana: Tras diversos avatares, el filósofo fue amante, de la escritora Louise d'Epinay, quien le cedió gratuitamente una casa, Ermitage, anexa al castillo de la Chevrette, donde ella residía, a unos quince kilómetros al norte de París. En aquella casa, vivió Rousseau muchos años, hasta que, canceladas sus relaciones con la escritora, regresó a Ginebra, donde se reconvirtió al protestantismo. Algún tiempo más tarde, madame d'Epinay tuvo problemas de salud que, posiblemente, podían encontrar remedio en la capital suiza, más desarrollada en medicina que Francia. Entonces,  ella viajó a Ginebra, le pidió ayuda a su antiguo amante y éste se la negó. Él la acusa muy duramente en sus Confesiones de que ella lo había seducido y posteriormente traicionado, aunque no da razón ni prueba alguna de su acusación. 
Por último, la fe de Jean-Jacques Rousseau queda diáfanamente expuesta por él mismo en una carta a Voltaire, escrita en 1756: He sufrido demasiado en esta vida para no esperar otra. Todas las sutilezas de la metafísica no me harán dudar de la inmortalidad del alma ni un solo momento; lo siento, creo en ella, la espero y la defenderé hasta mi último aliento." 
No sé a usted, paciente lector, pero para mí que un filósofo del renombre de Rousseau encuentre en el sufrimiento la prueba de una existencia ulterior a la que tenemos aquí muestra en gran medida el por qué de su importancia, toda vez que, seguramente, no hay nada en esta vida más generalizado que el sufrimiento. O, dicho de otro modo, la actitud del señor Rousseau es la de la total y absoluta resignación que es la mejor medicina para mantener a las masas en calma.

Fuentes: Gente peligrosa.- Philipp Blom
Historia de la filosofía.- Frederick Copleston
Historia de la filosofía.- Johannes Hirschberger

Imágenes: Pinterest

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